Mayo 68. La última revolución

París, mayo del 68. Bastan estas palabras para evocar todo un mundo de enfrentamientos callejeros, universidades ocupadas, estudiantes en rebelión, imágenes pintorescas y eslóganes ingeniosos, un poco irreverentes: los propios de una revolución “bien”, “muy bien” incluso, propia de gente bien comida y bien educada cuyo mayor problema era, probablemente, el riesgo de aburrirse. Se han hecho revoluciones por motivos más triviales.

Lo que ha quedado de todo aquello es sobre todo lo lúdico, la diversión, cierta falta de seriedad… todo muy propio de esa etapa de la vida en la que el tiempo aún no cuenta, como es la juventud. Los estudiantes parisinos se lo pasaron en grande, y con ellos una parte importante de los habitantes de la ciudad, que simpatizaba con aquella atmósfera nueva en la que empezaron a desaparecer las corbatas, la gente se hablaba por la calle (en París…) e incluso se utilizaba el “tú”, prohibido en Francia hasta entonces. El cambio, tan primaveral, presagiaba lo que iba a ser considerado el gran triunfo de aquellos días: el gigantesco cambio de costumbres que se había puesto en marcha en los años 60 y que encontró en la revolución de Mayo su realidad política.

A partir de entonces serían inadmisibles las desigualdades entre sexos y las mujeres se abrirían paso en el mercado de trabajo. El amor entraría en un nuevo orden –hubo quien lo llamó desorden- que acabaría revolucionando instituciones milenarias. El amor homosexual habría de ser legalizado muy pronto. Poco después, siguiendo la estela del movimiento hippie, los motivos ecológicos se abrirían paso en la agenda pública. La destrucción de las jerarquías que entonces se puso en marcha acabaría creando una nueva revolución como la descrita por Marx en su tiempo, la burguesa más exactamente. Fue Gilles Deleuze, filósofo parisino, quien supo prever el nuevo agenciamiento económico y político –horizontal, en red- con el que aquella generación y sus sucesores recrearon el capitalismo. Régis Debray, apegado a las fórmulas socialistas, dictaminó luego que aquella fue una revolución conservadora.

Certero desde un punto de vista, el diagnóstico no lo es tanto desde otro. Aquella revolución afectaba a todos y todo el mundo la vivió en primera persona, avanzando en territorios desconocidos y sin desbrozar hasta entonces. No siempre fue alegre, ni sonriente, y la atmósfera de los años setenta está cargada de gravedad. El rock, las drogas y el sexo sin freno no cumplieron la promesa de felicidad formulada en los años 60. A cambio, quedó un momento brillante de pura juventud. La profesionalización de la juventud y esa forma de adoración de lo joven que es el juvenilismo no han conseguido empañarlo. Queda la duda de si aquel cambio necesitaba de la política.

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El éxito en cuanto a las costumbres contrasta con las escasas consecuencias políticas de aquellos días. Raymond Aron habló de la “revolución inencontrable”. De Gaulle, el gran icono contrarrevolucionario, salió reforzado en un primer momento, y aunque luego tuvo que abandonar el poder volvió a triunfar el “gaullismo”. Hasta 1982 no llegarían los socialistas al poder, aunque no parece que Mitterrand resulte representativo de las jornadas de Mayo. En cambio, sí que hubo importantes acuerdos sociales. Fueron los acuerdos de Grenelle, resultado de las grandes huelgas, las más importantes de la historia francesa, ocurridas en los mismos días. Los acuerdos cerraron el paso a una revolución social –la anhelada alianza entre obreros y estudiantes-, pero sellaron el principio del fin de la clase trabajadora. Establecieron un marco de relaciones laborales propio de una sociedad a punto de entrar en el universo post industrial. La gran crisis económica de los años 70 confirmaría esta novedad radical, que acababa también con el modelo revolucionario conocido hasta ahí.

Y aquí reside una de las grandes paradojas de las jornadas de Mayo del 68. Y es que siendo como fue un levantamiento escenificado según el modelo de las revoluciones europeas –en particular francesas, como era lógico- desde finales del siglo XVIII, resulta también la parodia de esas mismas revoluciones. Hasta tal punto que clausura el ciclo revolucionario occidental. Desde entonces los grandes cambios han sido culturales.

En Mayo del 68 proliferaron por todo el mundo las siglas ultraizquierdistas. De ser la enfermedad infantil del comunismo, como había dicho Lenin, el izquierdismo se iba a convertir en el remedio a la senilidad comunista, según el panfleto de Daniel Cohn-Bendit, uno de los héroes de la revuelta parisina. La adicción al maoísmo o al trotskismo, que hoy se antoja incomprensible, indicaba el descrédito de los partidos comunistas. Tampoco los comunistas franceses se mostraron muy amables con un movimiento que juzgaban propio de señoritos malcriados. (Pasolini, quintaesencia del esteta aristócrata en rebeldía, opinaba lo mismo.) Del enfrentamiento acabarían saliendo desacreditados ambos. Los izquierdistas, que unos años más tarde perdieron cualquier atractivo, y sobre todo el comunismo. La invasión de Checoslovaquia en agosto de 1968 y la publicación de Archipiélago Gulag en 1973, también en París, rubricaron su acabamiento.

Desde entonces el comunismo se ha desvanecido. Sigue habiendo gente que se llama comunista e incluso, con el renacer de los populismos, que cree serlo. No es así. Nadie es capaz de concebir el advenimiento de una sociedad feliz, sin clases, sin trabajo. El comunismo es tan irrecuperable como las antiguas religiones paganas. La ola antiautoritaria y desacralizadora de Mayo del 68 también se llevó por delante aquella religión política que devastó el siglo XX y en aquellos años todavía parecía amenazar las democracias liberales. La ironía es que al mismo tiempo que acababa con el mayor enemigo del capitalismo, Mayo del 68 parecía abrir paso a formas de vida hedonistas, relajadas, poco amigas de las responsabilidades personales y muy alejadas de cualquier ética del esfuerzo y el ahorro. Así es como en los años 60 aparecieron también los neoconservadores, norteamericanos y europeos, que vieron en los valores de este nuevo liberalismo un peligro para el propio capitalismo.

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Las jornadas parisinas, convertidas en el símbolo de lo ocurrido ese año en todo el mundo, resultan excepcionales por haber combinado la política y la rebelión juvenil. Esta, que se dio en casi todo el mundo, casi nunca estuvo acompañada de grandes movimientos huelguísticos ni tuvo objetivos políticos tan precisos como la de París.

En Alemania y en Italia, la ola revolucionaria se transformó en violencia, con grupos terroristas juveniles que constituyen la otra dimensión, trágica, de aquellos momentos aparentemente tan lúdicos. En México, la represión provocó un baño de sangre, mientras que en nuestro país, la protesta estudiantil se centró en la oposición a la dictadura, con la deriva también violenta de la ETA. La revolución de las costumbres, ya en marcha en años anteriores, prosiguió por su cuenta. España corrobora así lo ocurrido en París. El cambio en las costumbres y en la moral no llevaba aparejado una revolución política. Bien es verdad que contribuyó a vaciar de cualquier contenido ideológico un régimen sin más legitimidad que el desarrollismo.

Fue en Estados Unidos –además de Checoslovaquia- donde el movimiento cobró una intensidad especial, de orden trágico. Se desarrolló con el trasfondo de la Guerra de Vietnam, perdida más en Chicago y en Berkeley que en el país asiático, y en medio de una oleada de violentos enfrentamientos raciales, con asesinatos, como el de Martin Luther King y el de Robert F. Kennedy, de los que hacen época. El 68 norteamericano atestigua una crisis nacional de fondo, que cambió la forma en la que el país se entendía a sí mismo. Tendría que llegar Reagan para que el país recuperara la confianza, aunque nunca ha vuelto a tener la seguridad en sí mismo que le había caracterizado hasta entonces. Mayo del 68 abrió también una crisis de la identidad occidental de la que no nos hemos recuperado. La cultura y la política de los derechos, nacidas entonces, no la han resuelto, al revés.

La Razón, 29-04-18