Nadal

En los últimos años, el deporte ha cambiado tanto como lo ha hecho la propia sociedad. El equipo ocupa un lugar fundamental, como recuerda Rafa Nadal siempre que celebra uno de sus triunfos, el del pasado domingo en París por ejemplo. Pone en movimiento cantidades gigantescas de dinero, inimaginables hace pocos años y reflejo de la prosperidad en la que vivimos, con todo lo que esto tiene también de riesgo: trivialización, indiferencia, corrupción. El deporte alcanza además una dimensión global, o mejor dicho se ha constituido en una de las dimensiones mismas de la propia globalización, una de aquellas por las que más fácilmente se abre paso esta. Es lógico: a pesar de la complejidad de las reglas, es una actividad que todo el mundo entiende, con valores universales, y por naturaleza ajena a la política. (Es de hecho, de las pocas actividades del ser humano que todavía permanecen fuera de la politización general e intensiva que estamos viviendo.) Nada de esto es de extrañar, porque desde hace siglo y medio el deporte ha estado vinculado a procesos de modernización destinados a cambiar las sociedades que lo practican.

Ahora bien, también es cierto que hay algunas realidades del deporte están relacionadas con la misma naturaleza del ser humano. En consecuencia, no van sujetas a variaciones. Está el carácter, el esfuerzo y la voluntad de superación: de los propios límites y del adversario, porque la competición es crucial en el deporte. Está también la concentración, que hace del deportista un ser humano particularmente fuerte, pero también, muchas veces, delicado hasta lo extraordinario. Y está también la capacidad de convertirse en un modelo, cuando a lo anterior se suma la generosidad, el respeto de las reglas y la templanza a la hora de gestionar el éxito, sobre todo con todo lo que el éxito deportivo comporta hoy en día.

Nadal es un ejemplo de todo lo anterior: de los cambios que se han producido en el deporte y en la sociedad, y de aquello que no va a cambiar nunca. Se añade a esto una lealtad primera y básica a su país. El héroe, porque aquí todavía existe la épica, sabe que sin él –es decir, sin los demás- no habría llegado a donde está y que al devolverle lo mejor de sí mismo, también él alcanza un grado más profundo de humanidad. Fantástico Nadal.

La Razón, 11-06-19