El fracaso secesionista
El 1 de octubre de 2017 iba a ser el acto fundador de la nación catalana. Para eso, requería una participación masiva de la población de Cataluña y un desarrollo que evidenciara la existencia de un contexto de alguna manera propicio a la comunidad política que estaba naciendo. No ocurrió ni lo uno ni lo otro. En cuanto a lo segundo, la presencia de un Estado dispuesto a hacer cumplir la ley se manifestó en la ausencia de un censo fiable y en los intentos de suspender las votaciones. Estos últimos le dieron al secesionismo el aura del martirio, pero también dejaron claro que el proceso de secesión, de ponerse en marcha, no podrá orillar la violencia. En cuanto a la participación, sin duda fue muy alta, pero hasta los más despistados comprobaron, el 1-O, que en el acto de votación participaron las élites y una parte de las clases medias barcelonesa, más la Cataluña profunda. Es muy importante, sin duda alguna, pero no es suficiente. Allí no había aparecido el pueblo catalán, sino algo muy distinto: los catalanes nacionalistas.
El 1-O, más que un principio, fue por tanto un punto final. Evidenció los límites de la tolerancia del régimen, que hasta ese momento parecían inexistentes, y dejó claro hasta dónde había llegado la nacionalización de Cataluña. Y apareció el monumental error estratégico cometido por el nacionalismo en 2012 al emprender el “procés” de forma prematura y acabar bruscamente, y para mucho tiempo, con la nacionalización de Cataluña y con el prestigio del nacionalismo catalán. Se había repetido la equivocación de 1934, la misma que entonces llevó a Gaziel a exclamar “Tot s’ha perdut”.
Al interrumpir el “movimiento” y entrar en una dinámica judicial y en otra marginal por esencia, como una más de las variopintas causas del universo antisistema, el nacionalismo tiene que replegarse. Al hacerlo pierde la unidad, ficticia, que ese mismo “movimiento” había alimentado. Con resultados tan sorprendentes como que las instituciones se alineen y nutran a los más extremistas y en cambio los republicanos de izquierdas, teóricamente más radicales, se distancien de ese juego. No sólo se rompe Cataluña, como era previsible que ocurriera. Es que también se ha fracturado el frente nacionalista precariamente unido por un anhelo ridículamente quijotesco. (Lo que no quiere decir que el secesionismo esté acabado.)
Del lado de las fuerzas políticas nacionales, sin embargo, la situación no es mucho mejor. Por ahora ha resistido el Estado. No así los partidos, que llegaron a una frágil unidad para articular una aplicación de mínimos del artículo 155 pero fueron incapaces de mantenerla una vez acabada la vigencia de este con la elecciones autonómicas de diciembre de 2017. Unos hechos que debían haber suscitado, casi automáticamente, una respuesta unitaria desembocan en una división por motivos electoralistas, bien descrita ayer por Cristina Rubio en estas páginas de La Razón. La fragmentación del nacionalismo sirve de espejo a la nacional. Así es, entre otros motivos, como hemos entrado en un ciclo del que no parece que vayamos a salir fácilmente. La ingobernabilidad de Cataluña alimenta y se nutre de la del resto de toda España.
La Razón, 02-10-19