Le Pen. Populismo y contrarrevolución en Francia
Jean-Marie Le Pen, Hijo de la Nación. Memorias I, traducción de Teresa Chaves Montoya e Iván León León, Madrid, Homo Legens, 2020, 646 págs.
Todos sabemos quién es Jean-Marie Le Pen, el fundador del Frente Nacional francés, hoy retirado, enfrentado con su hija a quien no reconoce como la continuadora de su legado político. En algunas páginas de estas memorias, tituladas Hijo de la Nación, el lector encontrará mucho de lo que ya conoce: la justificación del régimen de Vichy, alguna que otra excusa para la política de Pétain con los judíos, el rechazo a la inmigración masiva y la denuncia del “gran reemplazo” de población, que considera una política conscientemente aplicada desde los años 70. En este aspecto, las memorias de Le Pen sólo tienen interés para los previamente convencidos. Encontrarán aquí el núcleo de una argumentación bien conocida, aunque no lo sea tanto el mundo del que procede.
Y es que los temas tratados en este primer volumen no se agotan aquí, ni mucho menos. Habrá quien eche de menos lo que viene después, en el tomo II que abarca desde 1972 hasta la actualidad, es decir toda la trayectoria histórica del Front National, fundado aquel mismo año. Ahora bien, ahí reside el interés de este volumen: el de asistir a la formación de un liderazgo que desde hace cincuenta años y hasta su casi expulsión en 2015, viene conformando la forma en la que los franceses se ven a sí mismos: para bien, es decir para echar de menos los tiempos que encarnan Le Pen y el lepenismo, o para abominar de él, por ultraderechista o –más sencillamente- por fascista.
Hay que decir, para empezar, que Le Pen escribe bien. Aquí luce un estilo ágil, rico y variado, capaz de evocar con emoción comunicativa momentos difíciles, la muerte de su padre por ejemplo en un terrible accidente en la costa, durante la Segunda Guerra, y otros menos dramáticos, como su tozuda voluntad de participar en la Resistencia, que le mereció alguna bofetada de su madre, o los años de estudiante bohemio –es decir, muy poco aficionado a los libros- en el Barrio Latino de París. En conjunto, el libro resucita con dinamismo una trayectoria novelesca que va desde la Bretaña natal, con su familia de pescadores y marineros, al núcleo mismo de la política francesa. Eso después de haber participado como legionario en los últimos coletazos de la Guerra de Indochina –una tierra por la que sentirá siempre, como otros franceses, una devoción muy particular-, en la de Argelia, y, muy particularmente en el movimiento impulsado por Pierre Poujade en los años 50.
Le Pen, aun quitando lo que las memorias tienen siempre de dramatización, se nos aparece como una auténtica fuerza de la naturaleza, con un pantagruélico apetito vital, encarnación de una Francia que todavía no había abandonado la elección de sus representantes políticos a manos de las grandes escuelas de administración pública. Nada hay en Le Pen, efectivamente, de tecnócrata ni, a pesar de todo, de político profesional como confiesa con lucidez y complacencia en estas mismas páginas. Este carácter vitalista, militantemente opuesto al perfil de gestor o de apparatchik, explica en buena medida el gancho del personaje. Refleja una Francia lejos todavía de caer sepultada bajo los fastos de lo que más allá de los Pirineos llaman la “Macronie”, esa burbuja aséptica y casi perfecta en la que viven el presidente de Macron y sus amistades. Todo en Le Pen es instinto y exaltación –convenientemente escenificada- de valores en desuso como el patriotismo, el orgullo individual y colectivo, el honor, el gusto por la improvisación y la imprudencia hasta la temeridad… lo contrario del exhausto y narcisista mundo actual. Aunque más culto que ellos, buena parte de los líderes populistas de hoy en día se reconocerían en el personaje.
El tono que este autorretrato transmite, y que contribuye a hacer entender lo que Le Pen ha significado en la vida política francesa, permite también comprender las raíces del Frente Nacional, del partido que le ha sucedido, el Rassemblement National. En el fondo, está lo que muchos no han querido ver nunca en Francia, como es la persistencia, y la vigencia, de la actitud contrarrevolucionaria. En cuanto a lo primero, el lector español tal vez quedará sorprendido por el peso del recuerdo de la Argelia francesa, y del dramático abandono del norte de África, en la vida política posterior. En esto, el volumen constituye un documento importante, con el añadido de la conocida, y bien publicitada, animadversión del autor hacia el general De Gaulle. Le Pen recuerda, no sin razón, que a principios de los años 60, después de lo que llama la “traición” de Argelia, casi todo el mundo en Francia era antigaullista. Incluso le reprocha que fuera tan feo, algo imperdonable porque “los héroes no pueden serlo”. (Los jóvenes gaullistas de 2018 se sintieron ofendidos por el chiste, nada ingenioso.)
También habla, y mucho, de su relación con Pierre Poujade. En los años 50, Poujade encabezó uno de esos brotes populistas que sacuden de cuando en cuando la política francesa o que, mejor dicho, forman parte de su misma naturaleza aunque no siempre se manifiesten con igual intensidad. A pesar de las diferencias entre los dos, más de carácter que de actitud y de doctrina, aquí está el núcleo de lo que luego hizo Le Pen: la apelación a las clases populares –entendidas como las que no se benefician de las prerrogativas de las élites, en particular artesanos, comerciantes y pequeños propietarios-, el rechazo del excesivo intervencionismo del Estado y la reivindicación de una cultura compartida, no expresada ni vivida entonces en forma de reivindicación identitaria, sino como una apelación a una tradición viva.
No es de extrañar que el Frente Nacional, después de la travesía del desierto en los años 70, empezara a tener éxito justo cuando la derecha francesa demostró su incapacidad para neutralizar al socialismo –con la elección de Mitterrand en 1982- y, sobre todo, cuando llegaron las consecuencias de la gran crisis que había combinado en un cocktail explosivo la depresión económica y la revolución cultural post 68. Como era de esperar, se divierte oponiendo su personalidad ácrata, “un hombre de orden que se comporta a veces de forma desordenada”, a los señoritos parisinos. No suena falsa ni del todo equivocada la consideración de Mayo 68 como la única revolución francesa que carece de cualquier grandeza: una revolución de “boudoir”, es decir de salón.
El libro permite comprobar cómo durante casi todo lo que los franceses llaman las “Treinta Gloriosas” –los años que van de 1940 a 1970-, y que son la versión transpirenaica de las tres décadas de consenso socialdemócrata-conservador, ya estuvieron presentes otras actitudes. Indican la persistencia de algunos argumentos populistas enraizados en la vida política francesa: una alternativa reaccionaria, y orgullosa de serlo, a la modernidad, con su propia cultura, que es la de la República, con algunos elementos propios como –y aquí Le Pen deja sus preferencias bien claras- la obra del gran crítico y poeta fascista Robert Brasillach, fusilado tras la Liberación. La posición antimoderna vale también, aunque esto quede ya para los sucesores de Le Pen, como respuesta a la postmodernidad. Una parte importante de la vida francesa queda descrita y explicada en estas memorias, desde el antigaullismo furibundo a la reivindicación de una derecha popular y populista, de raíz contrarrevolucionaria. Y no lo hace con los instrumentos fríos del estudio ni del ensayo –salvo cuando se empeña en dar lecciones- sino mediante la exposición de una experiencia vital de intensidad extraordinaria.
Libertad Digital, 21-07-20