De un exilio a otro
Dos momentos encuadran a partir de ahora el reinado de Don Juan Carlos. La escena de la renuncia de Don Juan el 14 de mayo de 1977, en aquella ceremonia en la que un Rey legítimo cedió a otro la legitimidad que por historia y por política había recaído sobre sus hombros. La otra es la carta que conocimos ayer y por la que ese mismo Monarca se despide del Rey, su hijo, y de su país.
Los dos momentos van precedidos de una historia difícil. La dura y sacrificada educación española de Don Juan Carlos bajo la férula de un dictador, en un caso. Del otro, la abdicación el 19 de junio de 2014 y una campaña de acoso brutal, llevada a cabo, en los últimos momentos, desde el Gobierno y las instituciones del Estado. En ambos hay algo más que los une en un arco trágico: el exilio de la Familia Real desde 1931 y el exilio al que ahora queda sometido Don Juan Carlos. En 2020, el mismo Rey que instauró por primera vez una democracia liberal vuelve a protagonizar algo bien conocido: la España de los exiliados de su país por motivos políticos. Creíamos haberla superado. No ha sido así.
En esto no cabe engañarse. Al obligar al exilio al fundador de la democracia liberal española, se ha acabado con uno de los fundamentos del régimen constitucional y de la idea de España que la Monarquía representaba en la figura de Don Juan Carlos. Era una idea integradora, abierta, tolerante, que llamaba al entendimiento de todas las tradiciones, los estilos y los modos de vida que conformaban nuestro país. Una España plural y pluralista que está a punto de dejar de existir, abrasada por el celo de los regeneradores y los nuevos republicanos. Se pone en marcha otra España, confederal en sus inicios y destinada a estallar en identidades minúsculas y excluyentes. Por ahora, es una España desarticulada, sin unidad, enfrascada en sus intereses locales y en el odio y el rencor. Hemos asistido a su nacimiento en estos meses de enfermedad, de muerte y depresión, mientras los Reyes Felipe VI y Letizia trataban, casi desesperadamente, rescatar algo, algo de humanidad y de compasión.
No ha sido menor el papel jugado por la mezquindad y la cobardía de unas elites convencidas de poder prescindir de aquello que ha constituido la clave de su poder y de su inmensa prosperidad. En los últimos cincuenta años, ni la enseñanza ni la cultura oficial han hecho el menor esfuerzo por explicar lo que significa la Corona española: el pacto de la Dinastía con el liberalismo en los años treinta del siglo XIX, el nexo de unión entre la España histórica y la constitucional, la garantía de la unidad… y cómo sin la Corona los españoles, monárquicos como quien respira, sin ser conscientes de ello, no encuentran la forma de convivir en libertad.
Ha ocurrido al revés. En el relato histórico oficial, la legitimidad histórica de la democracia ha acabado basándose en la Segunda República, un régimen antiliberal y violento como pocos. La herida, cerrada gracias a Don Juan Carlos entre 1975 y 1978, ha vuelto a abrirse.
Que nadie se engañe tampoco sobre lo que nos espera a partir de ahora. Se trata de reinventar algo nuevo y reformular el pacto político a partir de lo que no se ha dicho ni se ha hecho explícito durante cuarenta años: el lugar de la Corona y su papel en la sociedad española. El exilio es la continuación de esa censura.
Partimos por tanto de muy atrás. En vez de avanzar sobre lo hecho, habrá que construir sobre las ruinas de lo que nuestros dirigentes han destruido. Resuelto el asunto en tiempos de miedo, de inseguridad y de cambios muy profundos, cuando más se necesitan instituciones respetadas, es por el momento su única contribución a la historia de España. Nacionalistas, separatistas y terroristas, todos ellos especializados en el odio, campan a sus anchas con el afecto del presidente del Gobierno central y el entusiasmo de su vicepresidente. Mientras tanto, el rey Don Juan Carlos ha tenido que exiliarse.
La Monarquía, que se basa y representa la continuidad, parece mal preparada para hacer esto. No es así del todo. Precisamente por eso ha superado pruebas más duras. Pero no podrá hacerlo sola, ni perseguida por la hostilidad general de las elites a la naturaleza y la identidad de su país.
Libertad Digital, 04-08-20