Guerra cultural navideña
Hay lugares en el planeta en los que la Navidad sirve de pretexto para desatar la violencia contra los cristianos. El Domingo de Ramos de 2017, unos terroristas islamistas atacaron dos iglesias en Egipto y causaron la muerte de 45 personas. Un año antes, otras 29 personas habían muerto en otro ataque a una iglesia copta del Cairo… En realidad, los cristianos están perseguidos en buena parte del mundo. En Nigeria, Genocide Watch calcula que más de 27.000 cristianos han muerto desde 2009 a consecuencia de ataques terroristas islamistas. En Arabia Saudita más de un millón de cristianos tienen prohibidas las ceremonias religiosas públicas. Y en China, que aspira a convertirse en la gran potencia del planeta, los cristianos sufren el acoso permanente de la dictadura comunista.
En Occidente, desde hace ya muchos años, la Navidad ha sido uno de los motivos predilectos de las llamadas guerras culturales, esa forma de enfrentamiento ideológico que se centra en cuestiones de ingeniería social. En Estados Unidos la guerra cultural navideña casi forma parte de los ritos y los adornos de las fiestas. Hay quien la echaría de menos, como se echa de menos un dulce predilecto, o una canción particularmente sentimental. Claro que allí tuvo algún sentido: Estados Unidos, que había sabido preservar la presencia social de la religión con la separación entre la Iglesia y el Estado, debía ser el campo de batalla predilecto de quienes estaban empeñados (y lo siguen estando, aunque ahora el frente se concentre en la cuestión de la inclusión, diversidad, identidades y la de la justicia social) en construir una sociedad laica, a la manera de algunas de este lado del Atlántico.
En nuestro país, la batalla cultural navideña se ha dado, como casi siempre aquí, desde el Estado. Son sobre todo nuestros municipios, siempre a la vanguardia del progresismo planetario, los encargados de fastidiarle la Navidad a la gente introduciendo novedades y símbolos absurdos, ajenos al sentido común. El empeño tuvo algún matiz bipartidista, como se dice en Estados Unidos. Se recordará cuando Ruiz Gallardón plantó en Recoletos unas iluminaciones conceptuales, con palabras tan enigmáticas como triviales, que nadie supo lo que querían decir, si es que querían decir algo. Las cabalgatas han sido otro de los campos de batalla relevantes porque, como es natural, alcanzan al corazón y a la mente de los futuros ciudadanos, que en ese momento tienen otras cosas que hacer que pensar en las consecuencias políticas de sus creencias. Así que a veces se transformaron en una versión de un desfile de carnaval, o bien cobraban sentidos inauditos, con los Reyes travestidos de Reinas por aquello de la renovación de los géneros y las identidades. Algunos recordarán a Cayetana Álvarez de Toledo, azote de la derecha tibia, transformada en la pasionaria de las Tradiciones Navideñas y la portavoz de la inocencia infantil ante los ataques del activismo progresista.
Un punto fundamental son los belenes. Cuando el consistorio ultraizquierdista que por algún tiempo padecimos en Madrid decidió censurar el muy tradicional de la Puerta de Alcalá, los madrileños, en un gesto de desagravio, acudieron a colocar los suyos alrededor. Había quien esperaba a ver si la alcaldesa y sus jóvenes huestes les prendían fuego, como en el 36 -esa querencia íntima e irrenunciable de la izquierda español-, pero parece que no se atrevieron. También son famosos los belenes deconstruidos que monta otra importante artista conceptual, la alcaldesa de Barcelona, siempre con dinero público: como era de esperar, en este último caso se nota una zafiedad característica, con una burla demasiado explícita y demasiado rotundamente provinciana. Son los encantos, que apreciarán los muy cafeteros, de la ultraizquierda nacionalista catalana.
Este año parece que el covid-19 se ha llevado por delante las ganas de declararle la guerra, aunque sea cultural, a la Navidad. En algunos países los fieles no podrán asistir a las celebraciones religiosas. No así en España, por lo menos por ahora. Madrid se ha llenado de iluminaciones, y para dejar las cosas bien claras el Ayuntamiento ha colocado una muy hermosa bandera nacional en el principal paseo de la capital. (En cambio, las luces de la gigantesca bola navideña de la Gran Vía giran con la Marcha Radetzky y no con las melodías madrileñas de Chueca y Chapí: quedan bastantes cosas por aprender.) El Presidente del Gobierno, por su parte, que combina frialdad y cursilería, mezcla muy postmoderna, ha hablado de “las fiestas del afecto”. También ha añadido, esta vez ejerciendo de socialista, que el consumo las perjudica, a las “fiestas del afecto”, aportación importante a la literatura crítica contra el capitalismo consumista. (Menos mal que no ha recomendado que disfrutemos de esas fechas entrañables). Es una forma de ejercer, como sin querer, de francotirador. Sin grandes pretensiones, eso sí, ni mucha energía, aunque será digna de ver la tarjeta en la que la rúbrica presidencial acompañe una expresión de felicitación. Como ahora la derecha está a la que salta -casi siempre en lo irrelevante-, Casado no ha resistido a la tentación de recordarle que el afecto, en estas fechas, tiene una raíz, que se llama Navidad.
Y sin embargo, quizás vaya siendo el momento de empezar a responder de otro modo al activismo estúpido, y cada vez más degradante, de la guerra cultural contra la Navidad. Sin duda que, como corresponde a un Estado aconfesional como el español, las diversas administraciones no pueden ser ajenas a las creencias y a los ritos de sus conciudadanos. Por eso es correcto, y deseable, que se recuerde el origen religioso, cristiano de estas fiestas y sobre todo que los políticos no se empeñen en seguir creyéndose los emancipadores del género humano. Ahora bien, tampoco conviene olvidar el carácter no confesional del Estado y, además, el carácter ecuménico que la Navidad ha ido cobrando con el tiempo. Desear “Felices Fiestas”, como ha recordado un escritor norteamericano, es evocar varias semanas de alegría. Tienen por núcleo el misterio de la Natividad del Señor, pero abarcan también desde el arranque del muy hermoso mes de Adviento, hasta la Epifanía, que en nuestro país tiene una especial significación para los niños que no tiene por qué hacernos olvidar el primero, el de la Humanidad, la Razón y la Sabiduría inclinados ante el misterio de Dios. Hay por tanto muchas cosas que celebrar, todas ellas muy humanas y humanizadoras.
En un período tan largo, la Navidad ha ido integrando también otras celebraciones. En particular Janucá, la fiesta judía de las luminarias, que ha ido cobrando más y más relevancia precisamente por la cercanía de las fiestas cristianas. Es cuestión de incorporarla en las celebraciones, en particular -y desde el punto de vista cristiano- porque lo que celebran, que es la victoria de los judíos y la recuperación del Templo en el siglo II a. C., también forma parte de la tradición cristiana. Así lo demuestran los dos libros de Macabeos, que forman parte del canon bíblico cristiano (no del judío, en cambio, lo que indica dos perspectivas distintas sobre unos mismos hechos que ponen en escena el triunfo de la fe). La matanza de los Santos Inocentes, que se recuerda el 28 de diciembre, puede ser también motivo para traer a la memoria el éxodo que tuvo que emprender la Sagrada Familia y, con él, tantos episodios de persecución y terror como recuerdan las tradiciones religiosas, y no sólo la judía y la cristiana.
Recordar este pasado nos servirá para no olvidar a los perseguidos por su fe, en este mismo momento, y también para darle a la Navidad el sentido que tiene, sobre todo ahora, en tiempos de epidemia, con centenares de fallecidos cada día. En este año, llevamos vividas ya varias fiestas trastornadas por la enfermedad. Un Ramadán con las mezquitas vacías, un Yom Kipur sin reuniones familiares y una Semana Santa sin misas ni procesiones. El esfuerzo que se ha hecho en algunas ciudades por adornar las calles y no olvidar el significado religioso de la Navidad debería contribuir a devolver a las Fiestas su carácter: la celebración de la presencia de Dios en el mundo y la invitación a vivir una vida digna y buena. Para eso no hace falta seguir con las guerras culturales. Si se quiere responder a quienes necesitan declarar la guerra cada año, basta con recordar la belleza de lo que se celebra estos días.
La Razón, 20-12-20