Pensar la educación
Lo que se ha conocido de la nueva ley de educación ha abierto, en pleno mes de agosto, una nueva batalla política e ideológica, similar a la que rodeó la célebre asignatura de Educación para la Ciudadanía. En realidad, el nuevo proyecto prolonga y profundiza esta última, adaptándola a las tendencias más recientes del activismo woke que desde entonces se ha impuesto en todos los ámbitos de nuestra sociedad y nuestra cultura. Es de temer que, al igual que entonces, la oposición no entienda de qué se trata. No le gusta, como es natural, porque el proyecto va en contra de todo lo que el liberalismo, base de las sociedades modernas, significa, pero no sabe qué hacer con ella.
Ya se empieza a escuchar, como entonces, el argumento acerca de la imposición de valores. Según esto, a la escuela no le corresponde transmitir valores, sino conocimientos. Es una afirmación grotesca. Ninguna educación se limita a la instrucción. Siempre trasmite valores morales y sociales, muchos de ellos implícitos (cortesía, respeto, etc.) y otros explícitos. Lo que la oposición habrá de hacer no es adscribirse a un libertarianismo descerebrado, sino pensar y formular cuáles son los valores que una escuela liberal quiere transmitir e inculcar a los niños y a los jóvenes. Es difícil, pero en algún momento alguien tendrá que decidirse a hacerlo si de verdad aspira a evitar que los demás impongan los suyos. ¿Qué idea de nación, y de nación española, se quiere inculcar? ¿Qué concepto del bien público? ¿Se defenderá la Monarquía o se va a seguir promocionando la República? ¿Y qué papel tiene la religión en la vida y en la educación? ¿Y los afectos y las emociones, deben existir o no en la enseñanza? Así todo. (El Rousseau pedagogo hablaba de estas cosas, mientras que Locke predicaba que lo que había que enseñar a los jóvenes era la cuándo ir al retrete: parece que seguimos en las mismas.)
El nuevo proyecto presenta además una novedad gigantesca. Y es que, en contra de lo que se piensa en la oposición, no impone una ideología. Enseña un método, que es algo mucho más entretenido: un método de desmantelamiento y deconstrucción sistemáticos de todos los valores, las costumbres y las prioridades de las sociedades occidentales. Ante esto no vale abanderar una “normalidad” que dejó de existir -gracias a Dios, pensamos muchos- hace más de cuarenta años. No se trata de presentar un catálogo de principios y conductas intocables, una suerte de nuevo catecismo para tiempos postmodernos. Se trata de articular argumentos que permitan a los niños y a los jóvenes entender por qué ciertos elementos son mejores, más atractivos y más útiles que el perpetuo ejercicio de deconstrucción. Cualquier otra opción está perdida de antemano, por muy absurdas e incluso delirantes que sean las conclusiones a las que llega la empresa de desmantelamiento. En nuestro país hay mucha gente, además de los propios profesores y maestros, que ha pensado la educación en estos términos, desde Inger Enkvist hasta Gregorio Luri. Se les podría empezar a hacer caso, para variar.