José Luis Alvite
En estos días en los que se habla tanto de libertad de expresión, tenía que llegar la noticia, tan triste, del fallecimiento de José Luis Alvite. Fue el mejor compañero de todos los que trabajamos en LA RAZÓN, y aquel cuyas columnas suscitaban siempre una expectación especial.
Sabíamos cómo era Alvite y de qué nos iba a hablar. Nos hablaría de sus amigos del Savoy: de Ernie Loquasto, propietario del club, de Lorraine Webster, su gran estrella, del boxeador Sony Sullivan o de Chester Newman (Newman, ni más ni menos), cronista como su creador, que tocó todos los palos del periodismo, en particular el de sociedad, lo que antes se llamaba sucesos. Lo que no sabíamos nunca es qué nueva aventura habrían vivido estos personajes que se habían convertido desde siempre en amigos nuestros: que infortunio, qué aventura amorosa, qué conversación, qué recuerdos nos traerían. Alvite tenía una capacidad de fabulación inagotable. Poseía el idioma castellano desde dentro, como muy pocos, sin el menor asomo de retórica. Por eso era capaz de condensar en unos cuantos conceptos puros, descarnados, sin abusar de las metáforas, lo que parecía la experiencia de toda una vida. Y de pronto, cuando habíamos terminado su columna –que era de las primeras cosas que muchos hacíamos al abrir LA RAZÓN, descubríamos que eso que había imaginado iluminaba de una forma especial, con una combinación única de aspereza y ternura, una parte de nuestra propia vida. Alvite, que sólo quiso ser un cronista, resultaría ser un moralista que daba sentido a unas vidas más reales que ninguna otra. Sus protagonistas, que estaban al cabo de todas las calles imaginables, no se cansaban nunca de descubrir la novedad de la vida, y nosotros aprendíamos cada mañana a agradecerle esa ingenuidad siempre renovada.
Pocos autores tan profundamente libres ha tenido el periodismo español. Descanse en paz el que será siempre uno de los grandes.
La Razón, 16-01-13