The End
S`ha Acabat! (o S’!) es, como todos sabemos, el nombre de una magnífica asociación de jóvenes antinacionalistas de Cataluña: de las más activas, las más articuladas, las más valientes. Nace, y no por casualidad, en 2018, poco después de los hechos que culminaron en el 1-O, pero también cuando, a consecuencia del procés, entró en crisis el modelo de Estado puesto en marcha desde 1978. Lo aceleraron las autoridades nacionalistas desde 1990, cuando comprendieron que, próximo el final de la etapa de hegemonía de un partido único, iban a poder sacar un rédito extraordinario del bipartidismo imperfecto que se instauraría a partir de ahí.
Lo que arranca entonces culmina, en el País Vasco, con la victoria del nacionalismo gracias a la negociación de los socialistas con la ETA y lo que se ha llamado la derrota de esta. En Cataluña, en cambio, lleva al procés, que culmina con la declaración de independencia y el referéndum del 1-O. Cada una de las dos situaciones indica una forma de imaginar una estrategia distinta para dejar atrás España.
En el caso vasco, la cuestión queda diferida sin fecha límite. Habiéndose servido de la violencia para expulsar a los no nacionalistas, y con un régimen fiscal de privilegio -protegido además por la legitimidad histórica a la que se ha avenido hasta ahora el partido tradicional de la derecha española-, no hay ningún obstáculo a la vista que seguir consolidando la hegemonía nacionalista y terminar con los últimos restos, casi residuales ya, de “españolismo”.
Los nacionalistas catalanes, por su parte, vieron en la crisis económica y financiera de 2008 la oportunidad de culminar el proceso de nacionalización que arrancó con la democracia y se intensificó en 1990. Fue un error estratégico, porque la sociedad catalana, más poblada y abierta, tiene poco que ver con la casi perfecta uniformidad conseguida en la vasca a fuerza de terror. Ahora bien, la precariedad y el raquitismo del consenso que se lo opuso -la coalición del famoso 155- hizo comprender a los secesionistas que continuar en la petición de independencia, aunque tuviera costes para su proyecto de nacionalización, mantenía la tensión y desgastaba al Estado español y, como es natural, a la nación española. Tanto la nación como el Estado aparecen -con razón- como incapaces de gestionar racionalmente y con éxito el desafío. No hay por tanto perspectivas de que las demandas secesionistas se reduzcan. Al revés: aumentarán, dada la complacencia -la llaman complicidad, no sin argumentos- que ha demostrado el PSOE con el nacionalismo.
El PSOE, por su parte, ha tomado pretexto del procés para volver a embarcarse, al parecer definitivamente, en una nueva etapa: no porque descubra una actitud nueva, sino porque la lleva a la práctica de una forma que hasta ahora no se había revelado con la misma crudeza. Nunca el PSOE se ha sentido a gusto con la idea nacional española. Al contrario, ha fomentado, en la enseñanza y en círculos académicos, intelectuales y periodísticos, la idea de que España es una nación fallida. Sigue en esto la tradición regeneracionista -y nacionalista española- que cundió hace ya más de un siglo. El PSOE asume por tanto la misión heroica de rectificar ese error histórico que llamamos España. Se trata de crear una nueva, que lleve hasta el final lo que está en la médula -al menos desde la perspectiva socialista- del Estado de las Autonomías: el viejo proyecto -republicano, por más señas- de deshacer el montaje mal urdido de la nación, reconocer la soberanía de cada una de sus partes -ya se discutirá el grado de cada una de ellas: las hay indiscutibles, eso sí-, para luego volver a reunirlos en una nueva entidad federal que, si bien llamada España, tendrá ya muy poco que ver con la que conocemos.
El proyecto encaja bien con las estrategias nacionalistas, aunque los vascos, que han alcanzado un estatus casi ideal de nación exenta de cualquier responsabilidad nacional, mantengan las distancias. En cuanto a las protestas con que los nacionalistas catalanes han acogido los indultos -y acogerán cualquier otra medida que los socialistas sigan tomando a su favor a partir de ahora- son, en realidad, manifestaciones de ánimo y de entusiasmo. Van destinadas al PSOE que abre la vía a su sueño de realización nacional -como si nos estuviera revelando una nueva España: el Estado compuesto del que gustan hablar los socialistas catalanes, que se descubren austracistas, además de republicanos.
Del otro lado del espectro político, la cuestión adquiere perfiles menos claros. Y no porque haya dudas acerca de la idea nacional, aunque hasta hace poco tiempo la idea de nación española, su promoción, el fomento de las instituciones que la representan y la encarnan era algo considerado como superfluo o superado. El foco del problema se sitúa aquí -además de la necesaria recuperación de la idea de España– en la continuación o la rectificación del Estado de las Autonomías. La crisis que revelaron el procés y el 1-O llevan, afectivamente, a plantear con crudeza si la continuidad de esta estructura estatal es compatible con la permanencia de la nación española.
Ante esto, que admite varias respuestas, no hay por qué adoptar una posición radical de supresión y superación inmediata de algo que no es imposible desmontar por ahora. Sí que se puede, en cambio, proponer la introducción de rectificaciones y cambios en el reparto de competencias. Reformas que empiecen a favorecer la unidad de la nación y la libertad de los españoles. Los socialistas echaron a perder la oportunidad histórica que ofreció la debilidad de ETA hace veinte años. Luego los partidos nacionales dejaron pasar la oleada de optimismo de lo que se llamó “la España de los balcones”. Ahora ya estamos en otro momento, con una ciudadanía necesitada de entender la forma y las razones de la alternativa -alternativa plural, constitucional y nacional- a ese proceso hacia la de España (con)federal que plantean el PSOE y los nacionalistas, cada uno con su propio programa. Porque, efectivamente, como dicen los jóvenes no nacionalistas: S’!
Fundación Disenso, 28-06-21