La velada del Pardo. Prólogo
Manuel Azaña y Francisco Franco se conocieron y se trataron durante la República, entre abril de 1931 y julio de 1936. El primero fue ministro de la Guerra hasta septiembre de 1933. El segundo era uno de los generales más prestigiosos de entonces, por su juventud y su legendario carisma. Franco fue el único que alzó la voz en los primeros meses del nuevo régimen, tras la clausura de la Academia General Militar que dirigía. A pesar de aquella protesta, que lo señaló para siempre, Franco no volvió a participar en ninguna conspiración contra la República hasta la definitiva de julio de 1936.
Azaña y Franco mantuvieron al menos tres entrevistas a solas en esos años de 1931 y 1933. Queda constancia de ellas en las Memorias del primero y en varios libros sobre el segundo. Azaña intentó incluso atraerse al general, como se comprobará en las cartas que intercambiaron en 1933. Luego, en marzo de 1936, se vieron por última vez, antes de que Franco saliera para ocupar su destino en las Islas Canarias. El 23 de junio de 1936, el general envió una carta al presidente del Gobierno, con la evidente intención de que la leyera Azaña, para entonces presidente de la República. Se ofrecía a sofocar la revolución respetando la legalidad republicana.
De Azaña, Franco apreciaba la inteligencia, pero no el sectarismo. De Franco, Azaña valoraba también la inteligencia, práctica y estratégica en su caso. Lo consideró el único oficial peligroso para su proyecto republicano. La desconfianza de fondo no impide la curiosidad ni, tal vez, un cierto grado de fascinación. Para Azaña, Franco representó, desde el principio, la España contra la que se debía construir la República. Franco tardó más tiempo en convencerse de que la República de Azaña le excluía a él y a su mundo conservador y católico. Durante la Guerra, Azaña, siempre reñido con la modernidad y el liberalismo, continuó hablando silenciosamente con Franco. Este, por su parte, debió de pensar muchas veces en la Presidencia de Azaña, que era exactamente lo contrario de lo que él se había propuesto. Ninguno de los dos podía ser indiferente al hecho de ocupar cada uno la Jefatura del Estado de un mismo país, en guerra.
Poner a dialogar a Franco y a Azaña no es por lo tanto un capricho. Responde a una realidad histórica y también a la presencia de ambos en la vida actual de nuestro país. Hay lecciones del pasado que más valdría haber recordado a tiempo.
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