Deleuze en Vincennes. Del CsO a una ontología de la diferencia

Publicado en Disenso, 01-25

La clase de Gilles Deleuze en la Universidad de Vincennes empezaba a las nueve todos los martes. Se desarrollaba en una sala amplia y luminosa, con grandes ventanales. Las mesas y las sillas estaban colocadas en desorden y las ocupaban los estudiantes a medida que iban llegando, muchos de ellos temprano para coger sitio. Cuando Deleuze aparecía, la sala estaba llena y sólo quedaba un pequeño espacio libre, delante del cual, en una mesa como todas las demás, se acumulaban los aparatos de grabación. Deleuze se sentaba con un saludo, apartaba en la medida de lo posible los aparatos, colocaba los libros que traía, con hojas de notas que no utilizaba y, a veces tras un breve intercambio con quien quisiera plantear alguna pregunta, empezaba la clase.

Todos los que asistimos a aquel pequeño ritual recordamos el silencio en el que se desarrollaba, durante tres horas, un monólogo puntuado por momentos de reflexión y de descanso,  alguna exclamación y, muy de vez en cuando, el dibujo de un diagrama en la pizarra. Ni la voz de Deleuze era teatral, ni la expresión particularmente contrastada, pero aquella palabra lineal, casi monótona, estaba poblada de infinitas pequeñas inflexiones, variaciones apenas perceptibles, cambios de velocidad, de ritmo y de dinámica que captaban y mantenían la atención mejor que cualquier gran aparato oratorio. Por utilizar una imagen o un concepto deleuziano, aquella voz, que nos mantenía a todos en suspenso, era una de esas líneas de fuga que arrastran en un movimiento perpetuo una realidad -el asunto que estuviera tratando. Y de esa forma lo sometía a variaciones continuas que no siempre desembocaban en una afirmación conceptual nueva, pero que entre tanto habían descubierto, o inventado, realidades inéditas.

Vincennes

A mí, como a algún otro amigo, me fascinaban las clases dedicadas a la literatura. Memorable fue el desmontaje del análisis clínico freudiano -el Anti Edipo acababa de salir en 1972- sobre los relatos del pequeño Hans y del hombre de los lobos o sobre las memorias delirantes del presidente Schreber. Las obras de Kleist, por su parte, quedaron para siempre impregnadas de la intensidad de aquella lectura que iluminaba como ninguna otra la explosión de energía, de rebeldía pura, que recrean y convocan. Desde entonces, el Príncipe de Hamburgo, Pentesilea, Michael Kohlhaas y la marquesa de O forman parte de mis amigos.

La Universidad París VIII había abierto sus puertas en diciembre de 1968, en pleno bosque de Vincennes. Fue un intento de dar respuesta, acoger y canalizar lo ocurrido en mayo de aquel mismo año. Se tomó por modelo la enseñanza universitaria norteamericana, y se sustituyeron los exámenes por la presentación de trabajos y la evaluación continua. En vez de asignaturas y  recorridos académicos predeterminados se crearon las “Unidades de Valor”, las por entonces famosas UV, los futuros créditos universitarios. También se eliminó el requisito de bachiller para la matrícula, lo que dio la oportunidad a mucha gente de cursar o reanudar estudios universitarios. A la clase de Deleuze, por tanto, acudían, además de estudiantes de filosofía, otros de otras disciplinas y otros muchos oyentes atraídos por lo que allí ocurría. Vincennes era la anti Sorbona y practicaba con esforzada militancia el anti mandarinismo académico. Contemplado desde allí, debía parecer un caos monumental, atizado por las pulsiones extravagantes, por no decir fanáticas, de las sectas gauchistas, como los “mao spontex”, así llamados por profesar al mismo tiempo el maoísmo y el espontaneísmo.

Las intrigas de Syilvia Kouski

Durante algunas semanas, yo mismo asistí a unas clases sobre “el deseo” que impartió Hélène d’Horizon, protagonista de Las intrigas de Sylvia Kousky (1974), película de Adolfo -o Adolpho, o Udolfo- Arrieta -o Arrietta-, uno de los grandes cineastas deleuzianos, como el Michel Snow de Wavelength o La région Centrale. La actividad se desarrollaba muy probablemente en el marco de la UV sobre el “Deseo homosexual”, impulsada por René Schérer y Guy Hocquenghem, fundador este último del FHAR (Frente Homosexual de Acción Revolucionaria). En otra sala enseñaba “Práctica evolucionaria” Jean-Marc Salmon, uno de aquellos maoístas, como André Glucksmann, adictos a los “comités de acción” que preconizaban la democracia directa y, en buena lógica sesentayochista, arrojaron las urnas de una votación al estanque que presidía el recinto (François Dosse, Vincennes, 2024).

La revolución del 68 (o del 75)

Y aun así, a pesar del desbarajuste, reinaba en aquel recinto ultramoderno, en plena naturaleza, una divina igualdad que hacía posible, más allá de milagros como el de la clase de Deleuze, el desarrollo de multitud de invenciones y de experimentaciones nuevas de raíz, y predecesores de la nueva sociedad que arrancaba entonces. El propio Deleuze, para el que Vincennes fue algo más que un estupendo escenario, hablaba de Mayo del 68 como la revolución de “lo posible” (“Mai 68 n’a pas eu lieu”, 1984). En  términos de Marcel Gauchet, se podría decir que todo aquello formaba parte de la actualización de los procesos de modernización acumulados en las sociedades occidentales en los treinta años previos, entre 1945 y 1975. Estábamos viviendo la revolución y nos apropiábamos de la palabra de Deleuze para intentar entender lo que nos estaba pasando.

Así es como cobran sentido algunas de las imágenes o conceptos (Deleuze decía detestar las metáforas) que empezó a producir sin tregua la factoría Deleuze-Guattari, este último el psiquiatra con el que el pensador empezó a escribir a principios de los años 70. Sus lectores los acogíamos como un desafío, aunque no faltaban quienes quedaban desconcertados, e incluso se desesperaban ante el exceso de inventiva.

El celebérrimo “Cuerpo sin Órganos” (CsO) remitía a la abolición de las jerarquías y los regímenes de autoridad que cuadriculan la realidad y la fijan en significados y objetivos predeterminados. La no menos famosa “línea de fuga” apuntaba a la posibilidad siempre abierta de dejar atrás cualquier situación, o “dispositivo”, que nos comprometiera más allá de lo deseable. La “desterritorialización” remitía al desapego, compartido por todos los oyentes del curso, hacia los elementos que venían definiendo una identidad que ya no vivían como suya. Y el “devenir mujer”, o “devenir niño”, o “judío” (con más frecuencia, “palestino”), apuntaba a una percepción general: las de que, en el interior de cada uno, estaban saliendo a la luz ideas y emociones que ya no podían plegarse a ninguna norma recibida y necesitaban formas de expresión nuevas. Para describir esta nueva realidad, el Deleuze de aquellos años tomaba por ejemplo a Kafka y su lengua minoritaria, entre el alemán, el checo y el yiddish. Algo que conducía directamente al cultivo de un estilo de dandismo un poco desaliñado, de aire vagamente estoico.

Como una parodia del Diccionario de Bouvard y Pécuchet, se podría escribir otro de lugares comunes deleuzo-guattarianos que pusiera en claro cómo se entendía lo que el dúo del filósofo-psiquiatra enunciaba. Ayudaría a entender el éxito fulminante de aquella jerga pronto fosilizada, y la facilidad, y el entusiasmo, con que muchos, alejados de la disciplina filosófica, los hacían suyos. Aquello parecía la demostración de que la filosofía, como quería Deleuze, tiene por objeto la creación de conceptos útiles para quien se apropie de ellos, un uso imprevisible, y a veces muy lejano, de la intención de quien los imagina. Como ya hemos dicho, la línea de fuga del pensamiento de Deleuze atravesaba y organizaba el caos en el que vivíamos.

Una ontología de la diferencia

Claro que por debajo de aquella perpetua invención verbal corría un pensamiento filosófico, una voluntad de sistema a la que Deleuze nunca renunció. No sin humor, Gaspard Koenig analizó su pensamiento como un sistema plenamente kantiano (Leçons sur la philosophie de Gilles Deleuze, 2013). Desde otro punto de vista, “Devenir mujer” o “animal”, o lo que fuera, indicaba un plano de pura inmanencia en el que se actualiza, provisionalmente, una parte de las múltiples posibilidades, o virtualidades que conforman la realidad, fuera de las categorías normativas. La “desterritorialización” hablaba de una forma de concebir la realidad en la que en vez de asignar a cada cosa su identidad como dominio exclusivo, las cosas mismas se dispersan, en la “extensión de un ser unívoco y no compartido”, como un territorio no compartimentado, al modo de una tribu nómada, dice Vincent Descombes (Le même et l’autre, Quarante ans de philosophie française, 1979). Era este un término muy querido de Deleuze, él mismo nómada sedentario, a lo Kant, por su escasa afición a los viajes, debida en parte a sus problemas respiratorios. Se llega así al “cuerpo sin órganos”, de las más misteriosas expresiones deleuzianas, directamente venida del esquizoanálisis, y referida a un plano metafísico de virtualidad pura.

Michael Snow, Wavelength

Entre los textos clave para entender  el sistema que se disimulaba detrás de esos nuevos “conceptos”, están Lógica del sentido y -para mí, entonces- Diferencia y repetición, en particular el deslumbrante capítulo II en el que Deleuze analiza la diferencia como una realidad que debe ser entendida en sí misma, como diferencia pura, sin tener en cuenta la identidad. “La diferencia presenta su experiencia crucial: cada vez que nos encontramos ante o en una limitación, ante o en una oposición, debemos preguntar lo que tal situación supone. Supone un enjambre de diferencias, un pluralismo de las diferencias libres, salvajes o no domeñadas, un espacio y un tiempo propiamente diferenciales, originales, que persisten a través de las simplificación del límite o de la oposición” (Diferencia y repetición, 1968).

Deleuze atacaba así uno de los grandes problemas de la filosofía de su tiempo, como lo hicieron Derrida -con una estrategia y una formulación distintas- y, más cercano al primero, Jean-François Lyotard. Pero lo hacía a su modo, elaborando una ontología de la diferencia que venía directamente de su reflexión sobre Bergson. Deleuze es un pensador vitalista, al modo de Spinoza y Nietzsche, pero su reflexión aún debe más al proyecto de Bergson de acabar con la distancia entre el hombre y la naturaleza, evadirse del primado del “cogito” y pensar una “heterogeneidad pura”, lo que Deleuze formulará diciendo que “El Ser, de hecho, está del lado de la diferencia, ni uno ni múltiple” (“Bergson 1859-1941”, en L’île déserte et autres textes, 2002).

Es lo que Pierre Montebello ha denominado La Otra Metafísica (2003) sobre lo que se podía fundar, si no una ética liberal, como quiso Philippe Mengue (Deleuze et la question de la démocratie, 2003), sí al menos una actitud de independencia, desconfianza ante el poder y atención a los riesgos que amenazan siempre al pluralismo, pluralismo esencial al ser (individual). Es una de las enseñanzas que sacamos en claro muchos de los asistentes a aquellos cursos. Seguramente contribuyó a salvarnos de la estupidez izquierdista tan propia de aquellas años. François Dosse, biógrafo de Deleuze y Guattari, lo lleva más lejos, al hablar del Anti Edipo como una “línea de fuga que permitió evitar el escollo del terrorismo”, es decir a evitar que en Francia surgiera una violencia política como la que estalló en Italia, Alemania y España (Gilles Deleuze, Félix Guattari. Biographie croisée, 2009).

Claro que, como también analizó P. Mengue, toda aquella proliferación de imágenes, a veces más cerca de la consigna que del concepto, obstaculizó muchas veces la comprensión del sistema filosófico subyacente y de algunas de sus consecuencias éticas. Así es como, aunque fuera con algo de retraso con respecto a Foucault y a Derrida, sus textos acabaron sirviendo, del otro lado del Atlántico y luego de vuelta en el Viejo Continente, a la consolidación de las teorías de género y a la elaboración de políticas de  identidad. Y estas adquirieron pronto, en términos deleuzianos, su propia consistencia fija y paranoica. Cierto que la exaltación de la identidad minoritaria contradice la reflexión sobre el “devenir minoritario” propia de Deleuze, pero el equívoco está presente desde el principio, del mismo modo que el vocabulario nietzscheano conduce sin remedio a una actitud -en el mejor de los casos- aristocrática, muy característica también de Deleuze que siempre mantuvo que “los pocos deben ser defendidos de los muchos”.

De ahí que muy pronto, algunos de  los que asistimos a aquellos cursos y que habíamos leído a Deleuze empezamos a utilizar en términos paródicos y desacralizados clichés como la “proliferación rizomática” o el “devenir”, “devenir homosexual”, por ejemplo, o “devenir besugo”, o “galerista”, cuando el mundo del arte, como era de esperar, se apropió de la jerga deleuziana. Y no es imprescindible recordar el juego que dieron, antes del sida,  los famosos cuerpos sin órganos. Las revoluciones suelen acabar mal, solía decir Deleuze, a partir de una reflexión sobre el poder que recuerda a Étienne de la Boétie y a Pierre Clastre, que citaba con frecuencia. Sin embargo, más que la revolución, lo que importaba era el “devenir revolucionario”, como el “devenir minoritario” ha de prevalecer sobre la minoría. Claro que ¿cómo impedir al “devenir -o al deseo- revolucionario” que haga la revolución?

Capitalismo. La revolución neoliberal

Era inevitable que aquel pensamiento de lo intempestivo, del acontecimiento y de lo virtual quedara impregnado de la atmósfera de Mayo del 68Como se ha observado en multitud de ocasiones -una de las últimas por Justin Murphy que habla del “izquierdismo reaccionario” del pensador en su Based Deleuze, 2019-, Deleuze, de opciones izquierdistas inequívocas y a veces sonrojantes, mantuvo una actitud discreta y distanciada, en contraste con la desmesura militante de Félix Guattari.  Sobre todo, el inevitable recurso al freudo-marxismo, tan propio de la época, no dejó intacto al núcleo mismo de este mismo pensamiento, como la reivindicación metafísica deleuziana cogía a contrapié la hegemonía del estructuralismo.(…)

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