La política según Lope de Vega

La política según Lope de Vega. Politics according to Lope de Vega
José María Marco[1]. Universidad Pontificia Comillas de Madrid – ICAI/ICADE, España. ORCID: 0000-0003-1616-2429, Recibida: 29-10-2024. Aceptada: 12-11-2024
ARAUCARIA Revista Iberoamericana de Filosofía, Política, Humanidades y Relaciones Internacionales, Vol. 27 Núm. 58 (2025)
Resumen
Este trabajo estudia las ideas políticas de Lope de Vega tal y como se expresan en su teatro. Para eso, repasa las interpretaciones políticas de su obra dramática y analiza luego las reflexiones políticas hechas en tres de sus obras, El príncipe perfecto (partes I y II) y El Duque de Viseo. Las tres tienen un único protagonista, el rey Juan II de Portugal. La primera retrata a un tirano y las otras dos al perfecto príncipe cristiano. La última parte del trabajo analiza cómo la dramaturgia y la realidad teatral determinan la forma en la que la política y el pensamiento político aparece en la obra de Lope de Vega.
Palabras clave: Lope de Vega, príncipe cristiano, tirano, maquiavelismo, barroco, Juan II de Portugal.
Abstract
This paper explores Lope de Vega’s political ideas as expressed in his theatrical works. In this respect, it reviews the political interpretations of his plays and then analyzes the political reflections made in three of his plays, El príncipe perfecto (Parts I and II) and El Duque de Viseo. All three have a single leading character, King John II of Portugal. The first portrays a tyrant and the other two the perfect Christian prince. The last part of the paper analyzes how dramaturgy and theatrical reality determine the way in which politics and political thought appear in Lope de Vega’s work.
Key words: Lope de Vega, Christian prince, tyrant, Machiavellianism, baroque, John II of Portugal.
Lope de Vega escribió El príncipe perfeto entre 1612 y 1614 (Farré Vidal 2012: 921). Como anuncia ya desde el título, porque así era conocido el protagonista, retrata a Juan II de Portugal. Lope seguía buscando la inspiración poética, es decir literaria, en asuntos históricos, como venía haciendo, sobre todo, desde 1599 (Gómez 2001: 27). Esta vez se fija en una de las grandes figuras de la historia portuguesa: el monarca que consolidó el Estado desarbolando a una parte de la nobleza que se resistía a perder sus privilegios, el mismo que emprendió la expansión en el continente africano y el que saneó las finanzas e hizo de Portugal una potencia imperial. También prosiguió la política de alianzas matrimoniales, habiendo casado a su hijo Alfonso con la princesa Isabel, hija de los Reyes Católicos. Juan II era por tanto una figura familiar para el público español.
El príncipe perfeto (parte I) sigue con detalle, como ya especificó Menéndez Pelayo (1949: 149), la crónica portuguesa de Ruy de Pina. Como su modelo, el príncipe de Lope acepta la Corona tras la abdicación de su padre Alfonso V y, también como él, se la devuelve cuando este decide ponerse de nuevo al frente del reino. En la comedia, el monarca se lamenta de haber descartado la propuesta de Colón y de haber cedido el patrocinio del viaje a las Indias por el Este a Castilla. Aun así, como “príncipe perfecto” que es, avisa a Colón de que en la corte lisboeta se fragua una conspiración contra él y le aconseja salir del reino lo antes posible. En cambio, aquí Lope de Vega deja de lado el enfrentamiento de Juan II con la nobleza portuguesa, aunque quizás se escuche el eco de estos hechos en el pánico -injustificado- que muestra su padre ante la posible hostilidad de su hijo a su decisión de recuperar la Corona.
Según su editora Farré Vidal (2012: 921), la comedia de El príncipe perfeto debió de tener éxito entre el público de la época. Y siguiendo un procedimiento habitual, Lope, probablemente en 1616, escribió una segunda parte en la que retoma el mismo protagonista e idéntico título, El príncipe perfecto, segunda parte (Blanco 2019: 67). Ahora centra la intriga en Alfonso, hijo de Juan II y heredero del trono de Portugal. El rey no deja de tener protagonismo, con algunas escenas de audiencias -o juicios- a cargo del propio monarca, pero Lope aprovecha el nuevo giro para desplegar un asunto que siempre fue de interés para la literatura política, y más cuando el futuro Felipe IV tendría diez u once años, como es la educación del príncipe (Menéndez Pelayo 1949: 148). La obra mostrará por tanto la educación intelectual del príncipe, el papel de la religión, su aprendizaje político -mediante el ejemplo de su padre- y su aprendizaje moral, con una intriga amorosa ineludible y nada secundaria ni episódica, como habría dicho el propio Lope (2011: 314) en su Arte nuevo de hacer comedias.
Tampoco en esta segunda parte hay grandes referencias a la política interior, aunque esta aparece en dos momentos. Uno es el aplastamiento de la revuelta del príncipe don Fernando, que en la jornada I se enfrenta con las armas en la mano al Prior, consejero del rey. El otro es el muy ligero castigo que el rey -compasivo y magnánimo- inflige a Octavio Castejón (es decir, Castiglione), extranjero y figura maquiavélica de la traición, que ha acudido a la corte para asesinarlo.
La política antinobiliaria y proestatal de Juan II es el motivo maquiavélico por excelencia. Ya había sido tratado por Lope de Vega en una obra anterior, escrita entre 1608 y 1610, que también toma por protagonista a Juan II. Se trata de El Duque de Viseo, que el propio Lope calificó de “tragedia” (vv. 3068-3069)[2]. No sin motivos, porque lo que aquí se pone en escena es el enfrentamiento de Juan II con la familia Braganza, encabezada por el duque del mismo título, que en su obra Lope llama duque de Guimaráns. Los dos primeros actos van dedicados al castigo: primero la decapitación del duque de Guimaráns, luego el destierro y el despojo de sus hermanos. En la jornada III el rey apuñala el mismo a un pariente de los Guimaráns, primo y cuñado suyo por estar él mismo casado con su hermana: el duque de Viseo del título, del que Lope subraya la perfecta inocencia. El retrato del soberano está en este caso en las antípodas del príncipe perfecto. Inseguro, inclinado a la desconfianza y a la sospecha desde el primer momento, el rey encarna a un soberano que pierde el control de sus propias acciones y el respeto a las leyes del reino y al derecho natural. El retrato del camino del príncipe hasta la tiranía va acompañado por otro asunto característico de las preocupaciones políticas de la época, como es el del consejero. La obra se estrenó en los años de máximo esplendor del duque de Lerma como valido de Felipe III y responde así al interés, y a la polémica, suscitados por esta nueva figura del valido, un paso más en la evolución hacia la objetivación del Estado. Lope la contempla desde la perspectiva de su público, como una desnaturalización de la monarquía.
Las tres obras dedicadas a Juan II de Portugal componen un pequeño ciclo centrado en un protagonista contradictorio. “Príncipe perfecto” en dos de ellas, y revestido por tanto de todos los atributos del monarca cristiano. Y tirano en la primera de las tres, auténtico monstruo que llega al punto de matar él mismo a su primo ante la negativa de sus súbditos a cumplir sus órdenes. Lope conocía la fascinación que ejercen las figuras del poder en escena. Por eso el esquema repite, a pequeña escala, el ciclo de ocho obras que dedicó a Pedro I de Castilla y fue estudiado por F. Exum.
La extraordinaria figura de Pedro I -Justiciero para el pueblo y Cruel para la aristocracia y la historia oficial. Fue tratada eta vez en ocho comedias en las que se despliega la complejidad del personaje, desde su exaltación en Audiencias del rey don Pedro y en Ya anda la de Mazagatos, hasta su muerte a manos de su hermano en Los Ramírez de Arellano. Lo que en el ciclo de Pedro I va desarrollado desde múltiples puntos de vista, está concentrado en el ciclo del príncipe perfecto en dos retratos.
Quizás por eso Lope abre el primer Príncipe perfecto con una afirmación de este: “La misma naturaleza / tiene por varia, don Juan, / la belleza que le dan” (vv. 1-3). Es una reflexión característica de la estética literaria del Siglo de Oro y muy en particular de Lope de Vega (2011: 313), que en el Arte nuevo de hacer comedias, refiriéndose en este caso a la mezcla de lo trágico y lo cómico, escribe: “(…) que aquesta variedad deleita mucho: / buen ejemplo nos da naturaleza, / que por tal variedad tiene belleza”. Tal vez el personaje recuerde, con ironía prestada por Lope y justo cuando va a ser glorificado como monarca ideal, sus lastimosas aventuras políticas de la tragedia de años atrás.
Lecturas políticas de Lope de Vega
En un ensayo publicado en 1930, Azaña (2008: 874-875), entusiasta “menéndezpelayista” en su juventud y gran lector de los nacionalistas franceses, identifica a Lope con lo español: “En ningún otro lugar la vena española rompe más violenta y abundante que en el espíritu de Lope, sumergiendo preceptos de los entendidos, para esparcirse en la aprobación del vulgo, llamado por antífrasis necio. La cuasi divinidad de Lope proviene del encuentro de su verbo y el tesoro de emociones que estaban como retraídas y taciturnas hasta recibir del poeta la libertad y el habla. La idolatría de su público se forma de gratitud, pasmo y deleite ante un espejo que reproduce su propio sentir y lo halaga”. Como es bien sabido, la idea no es exclusiva de Azaña. En 1959, reaparece en un estudio de Reichenberger (1959: 306), según el cual, “The Spanish playwright is the voice that artistically moulds and expresses the ideals, convictions, aspirations, and beliefs of his audience”. En 1976, Hermenegildo (cit. Trambiaioli 2012: 18) insistía en la identificación de Lope con las ideas de los españoles de su tiempo: “Lope de Vega triunfó porque incorporó en su teatro la manera de pensar del grueso de los españoles”.
El concepto de una relación íntima, casi simbiótica, de Lope con el pueblo español permite desarrollos muy variados. En el tercer aniversario del fallecimiento de Lope de Vega (García Peña 2015, Lanz 2021), la revista Acción Española, bien conocida por su ideología contrarrevolucionaria, dedicó una serie de ensayos al dramaturgo, entre ellos uno de Pemartín (1935: 418) sobre su concepto de la monarquía. Lope había sido “la expresión, en su vida y en su obra, de una época y de una nación en los que la ‘Monología’, (…) unidad y totalitarismo de sentimientos y de ideas (…), habían llegado en España a su mayor perfección y apogeo. Lope de Vega es, ante todo, un poeta popular; no plebeyo, sino popular, que comprende a todos”. Otra perspectiva la ofrecen algunas de las puestas en escenas de Fuenteovejuna durante la Segunda República, algunas de ellas de fuerte intencionalidad política de sentido republicano, pero también popular. (Domingo Martín 2019: 89). La simbiosis o “comunión” entre Lope y su público (el pueblo español, por sinécdoque) condujo por su parte a Alonso (1952: 12) a la idea de “conformidad”: “Ni en su vida ni en su obra Lope fue nunca un disidente, su vida se sentía identificada con la de su pueblo, y si obra expresa esa identificación. Lope no fue una naturaleza problemática (…). En fin, Lope ha sido el más grande poeta de la conformidad”.
En su balance sobre las interpretaciones políticas de Lope, Trambaioli (2023: 17) señala que fue Herrero García, ya en 1935, quien puso en relación las ideas y el sustrato político expresados por Lope con los pensadores y los juristas de su época, en particular Juan de Mariana, que conoció en Toledo, y cuyas observaciones sobre el Rey y la dignidad real resultan fáciles de rastrear en su obra, en particular en las tres obras que aquí nos ocupan. Herrero García (1935b: 305) estableció un catálogo de las ideas políticas de Lope -principios de su “monarquía teorética”, algunos de los cuales son: el Rey gobierna en representación de Dios; los súbditos pueden desposeer al rey que abusa del poder; se los actos del gobierno regular el Rey no da cuenta más que a Dios; Dios asiste de un modo especial al Rey; tal asistencia no exime al Rey de la obligación de estudiar los asuntos de gobierno; la función específica del gobierno real tiene dos objetivos: religión y justicia; las leyes de la justicia afectan al rey y limitan su ejercicio; el bien de la nación condiciona también la soberanía real, y el juramento del Rey es la suprema garantía para los súbditos. Principios que muestran la relación del teatro de Lope con los teóricos de la monarquía católica.
Gómez-Moriana (1968: 34) continuó el trabajo de M. Herrero García en un estudio titulado Derecho de resistencia y tiranicidio. Estudio de una temática en las “comedias” de Lope de Vega. Insiste en que la autoridad del rey está sujeta al bien común, y acude como ejemplo a El príncipe perfeto (parte I), una obra en la que el rey aparece como ‘imagen de Dios’, obligado por tanto a imitarlo: “Ya no es posible que mi curso atajen, / porque no hay para el rey fortuna adversa / si imita a Dios, porque es de Dios imagen” (vv.1497-1499). Y en la dedicatoria de la Parte II Lope, citado por Gómez-Moriana, afirma que los reyes son “Ministros de Dios para el cuidado y salud de los hombres”.
La tiranía, como en las obras políticas contemporáneas, muy en particular en la de Juan de Mariana, es un tema central en las comedias políticas de Lope. Según Gómez-Moriana (1968: 54), “cuando la voluntad de poder sin límites se da unida al abuso de la autoridad que se posee -sea esa la de un señor feudal o la de un rey- entonces recibe un nombre propio en las ‘comedias’ de Lope, el mismo con que había sido designado por Aristóteles, por Tomás de Aquino, por la Escolástica en general: tiranía, que es definida como corrupción de la autoridad legítimamente constituida, como su desviación del recto fin (servicio a la comunidad política) por un fin bastado (la utilidad propia)”. Y una vez “declarado el carácter tiránico de la autoridad”, caben varias respuestas: la resistencia pasiva (La corona merecida), el plebiscito y la rebelión (Fuenteovejuna), la apelación a la autoridad superior (El mejor alcalde, el Rey), la resistencia individual y la rebelión (Peribáñez).
La idea del teatro de Lope, y por extensión del del siglo XVII, como un teatro popular volverá en Maravall (1972: 29), aunque en una perspectiva distinta, que hace del pueblo el destinatario, y no el partícipe ni el inspirador del género. La cultura del momento, el Barroco según Maravall (1975), es una respuesta a la crisis política, económica y social propia del siglo XVII. Ante las diversas amenazas al poder, la mentalidad barroca intenta controlar las posibles consecuencias de la crisis mediante la elaboración consciente de una cultura de masas, destinada a defender la monarquía absoluta, así como una imagen del soberano como representante de Dios en la tierra, por encima, por tanto, de la ley, de la que es fuente única.
Las propuestas de Maravall fueron continuadas por Díez Borque (1976: 229) que profundizó en el papel de la comedia “como difusora y mantenedora de las ideas político-sociales del español común”. Hormigón (1988: 180-181) apuntalaría esta perspectiva: “(…) la imagen mítica del Rey como ejemplo de justicia, paladín de la unidad patria, garantía el orden, personificación del Estado, voz divina en la tierra, fuente de la ley, padre de sus súbditos, etc., es una constante en el teatro Barroco español.” El éxito de esta sorprendente interpretación fue considerable, y valdría la pena intentar comprenderlo teniendo en cuenta al posición y el uso del teatro áureo durante la dictadura (recuérdese lo apuntado sobre Pemartín y Acción Española), las ideas predominantes en los años 70 y el contraste con la culminación de la construcción del mito progresista de Cervantes.
La respuesta a las reflexiones de Maravall y sus seguidores vino de la mano de McKendrick, con su trabajo Playing the King. Lope de Vega and the Limits of Conformity (2000), que ya desde el título marcaba distancias con la célebre “conformidad” de Lope. McKendrick volvía a leer la obra de Lope a la luz de los tratadistas políticos de la época, desde Mariana y Ribadeneira a Saavedra y Fajardo, para afirmar que los debates ideológicos del momento aparecen en su teatro, pero que este no puede ser asimilado a la propaganda ideológico-estética de un régimen absolutista.
Lope tenía una libertad que aprovechó para hacer una crítica política desde varias perspectivas, de las que aquí nos interesan dos en particular (MacKendrick 2000: 203). La una es el retrato del tirano, cuando el soberano excede los límites que le imponen las leyes del reino y el derecho natural: así ocurre en El Duque de Viseo -con el añadido en este caso del asunto crucial del consejero. La otra es la del retrato del soberano ideal, como en las dos partes de El príncipe perfecto, que presentaría dos caras. Por un lado, la exposición explícita de un ideal político: el de Mariana y Ribadeneira, un auténtico De regimine principum, para Mckendrick (2000: 54-57), o un speculum principis, según Carreño-Rodríguez (2009: 35).. Y, por otro, la crítica, por comparación, de la situación política de su momento (McKendrick, ibid.).
McKendrick (2000: 69) insiste en que el público de Lope, al tanto de los avatares políticos del momento, no podía dejar de interpretar las obras a cuya escenificación asistía sin sacar las consecuencias de lo que estaba viendo. Resultaría imposible escribir y representar una obra inocente sobre un favorito en tiempos de Felipe III, cuando el duque de Lerma gobernaba el reino y la voluntad del rey. A Lope no le resultaba necesario ser explícito en cuanto a la exposición de la crítica al rey y a la monarquía porque confiaba en las conclusiones que el público deduciría por su cuenta. Y si se impone la decisión de restaurar el orden, como en Fuenteovejuna y en tantas otras obras, McKendrick argumenta: “When Lope nostalgicaly evoques an age when kings championed the cause of the people, he offers, and knew full well that he offered, an ideal of government that had little in common with the political configurations and alignments of contemporary Spain” (McKendrick 2000: 181). A pesar de invocar el genio de Brecht a la hora de comprender a Lope, la estudiosa británica hace de este una peculiar -y atractiva- combinación de “radical y conservador” (McKendrick 2000: 177, 179).
McKendrick no hace hincapié, en un hecho que condicionó buena parte de la actitud de Lope ante la Corte, como fue la frustración de la ambición del dramaturgo por ocupar el cargo de “cronista” de la Corte y alcanzar así un prestigio y una respetabilidad social que la Corona siempre le negó, aunque no dejara de utilizar los servicios del dramaturgo para las fiestas y celebraciones de palacio. La línea de investigación abierta por Bershas en su artículo de 1963 ha sido continuada luego (Rozas; 1889) y ha contribuido a aclarar tanto la vida de Lope de Vega como su obra, por las estrategias de autopromoción que pone en marcha para alcanzar el objetivo deseado. Arellano y Feros (2013: 9) conceden a esta crítica al mecenazgo una importancia central, que llega hasta las últimas obras -aparentemente festivas- de Lope, en particular el Burguillos, donde no deja de manifestarse “un “mecanismo de superación, desengaño y melancólica resignación frente a la actitud negativa de los poderosos”.
Gómez (2001), en su estudio de las comedias de Lope hasta 1604, observa que muchas de las rebeliones que tienen lugar en las comedias de Lope vienen causadas, más que por motivos políticos, por el desorden social que provoca la pulsión erótica del rey (o del poderoso). Aun así, constata la “radicalidad” de la soluciones de las “soluciones a los conflictos entre el amor y al ley común, entre las pasiones y la razón de estado” (Gómez 2001: 55). Una radicalidad de la que Fuenteovejuna, con la aparición en escena de la cabeza del Comendador clavada en una pica, es el ejemplo más famoso.
En su análisis de las primeras comedias de Lope, Gómez insiste en la importancia que Lope concede a la administración judicial y a la resolución jurídica de los conflictos. Aun gozando de un poder absoluto, y siendo imagen de Dios en la tierra, el rey no está por encima de las leyes. El poder real no es ilimitado, por tanto y “debe regirse por la ley para distinguirse del tirano” (Gómez 2001: 59). Para el corpus de 160 obras que estudia en su trabajo, Gómez (2001: 69) consigna cuatro que terminan con el rey muerto (El postrer godo de España, El Príncipe despeñado, La reina Juana de Nápoles, El hijo de Reduán), una con un poderoso castigado a muerte por el Rey (El Marqués de Mantua), tres que ponen escena una rebelión contra el tirano (Roma abrasada, La fe rompida y El tirano castigado) y otras cinco que escenifican el arrepentimiento del rey por su deseo indebido (La resistencia honrada, El lacayo fingido, El hombre de bien, La corona merecida y El amor desatinado). Habrá más a partir de ahí, cuando Lope se vuelque, a partir del principio del siglo XVII, en los temas históricos (Gómez 2001: 23-24). En la misma línea, y referida a una obra durante largo tiempo atribuida a Lope, como es La estrella de Sevilla, Oleza (cit. Arellano y Feros 2013: 12) expresa su “total insatisfacción” con su interpretación como una reafirmación de la autoridad de la monarquía y ve en ella un “linchamiento moral” del monarca.
Más recientemente, Carreño-Miranda (2009) ha vuelto a tomar distancias con respecto a las tesis de Maravall, Díez Borque y los críticos marxistas para retomar la argumentación de McKendrick, que “hábilmente desarma y desarticula el mito de una sociedad monolítica y homogénea. Para McKendrick, la comedia nueva y el arte barroco en general no se constituyen en un instrumento del Estado o de una élite cuyo fin es asegurar y reforzar la ideología dominante” (Carreño-Rodríguez 2009: 27). Según Carreño-Rodríguez, “la comedia es más bien un proceso de propagación natural, una simbiosis espontánea entre teatro y audiencia donde ambos elementos se nutren, reflejan y afectan mutuamente. Es decir, no es de ningún modo el producto de una propaganda estatal preestablecida o de un programa político impuesto. Al contrario, es fruto de una voluntad colectiva y socialmente variada” (Carreño-Rodríguez 2009: 27).
Cualquier lectura política de Lope de Vega requiere además recordar el Arte nuevo de hacer comedias, donde su autor proporciona algunas pistas al respecto, en particular en cuanto a un tratamiento tacitista -ya que no maquiavélico- de los asuntos puestos en escena: “(…) en la parte satírica no sea / claro ni descubierto, pues que sabe / que por ley se vedaron las comedias / por esta causa en Grecia y en Italia; / pique sin odio, que si acaso infama” (Vega 2011: 332). Queda insinuado un arte del “decir sin decir” en el que, como afirman Arellano y Feros, el mismo ideal de príncipe perfecto ofrecido por la propaganda podría servir para elogiar el poder, pero también para criticarlo (Arellano y Feros 2013: 11). La libertad que se tomaba Lope de Vega (2010: 310) también atañe al sujeto: “Elíjase el sujeto, y no se mire / (perdonen los preceptos) si es de reyes”. Y eso a pesar del recordatorio, que acto seguido hace el propio autor, acerca del veto que Felipe II quiso imponer a la aparición de los reyes en escena.
Al hablar del modo en el que la ideología aparece en el teatro, F. Ruiz Ramón había afirmado que “hay una relación dialéctica entre dramaturgia e ideología: la posibilidad virtual de expresar en acción la ambigüedad de las complejas nupcias entre el principio (estético/ideológico) de coherencia y el haz (dramatúrgico) de contradicciones”. “En no pocos textos -sigue diciendo- cuanto más se subraya verbalmente la Autoridad, más se la desafía dramatúrgicamente en su expresión y representación” (Ruiz Ramón 1997: 22-23). Y eso sin necesidad de suponerle al autor -en nuestro caso, Lope de Vega- una intencionalidad crítica, sino más bien porque el poder y la “constelación de tensiones” entre la autoridad y la libertad -en términos propios de Maravall- forman parte intrínseca de la vida del período, lo que este último llama el Barroco. En términos de Maravall, el teatro de Lope reflejaría la interrogación acerca de “la naturaleza conflictiva del poder político”, que es lo propio de Maquiavelo y del Siglo de Oro (Maravall 1972a: 87).
Por eso al tratar la figura del rey en el teatro del Siglo de Oro, Ruiz Ramón plantea cuatro formas de dualidad, referidas a las contradicciones internas de la persona real. Una es la dualidad de la imagen histórica, tal y como va ejemplificada en la doble apelación de Pedro el Cruel y Pedro el Justiciero. La segunda es la dualidad de los dos “cuerpos”, místico / físico (con referencia a Kantorowicz) o las dos personas (pública y particular), consustancial a la naturaleza dual del Rey y de la Realeza. La tercera sería una dualidad entre el rey y el tirano. La cuarta es estructural, y depende de la situación de la figura del rey en el sistema dramatúrgico de la Comedia Nueva (Ruiz Ramón: 1997: 27).
Las páginas que siguen se inspiran en la complejidad a la que apuntan las observaciones de Ruiz Ramón y que el propio estudioso caracterizó como la condición “centáurica” del rey como personaje teatral: príncipe perfecto y perfecto tirano (Ruiz Ramón 1997: 28).
¿El príncipe perfecto?[3]
Desde que Erasmo escribió para el futuro Carlos V su Educación de un príncipe cristiano en 1516, la formación del príncipe se convirtió en motivo favorito de los muchos tratadistas que teorizaron la política cristiana, desde la Religión y virtudes de un príncipe cristiano (1595) de Pedro Rivadeneira, hasta la Idea del príncipe cristiano, representada en cien empresas (1640) de Saavedra Fajardo, pasando por De Rege et regis institutione (1599) de Juan de Mariana. La “dilogía” de Lope dedicada al príncipe perfecto le reserva un lugar central, aunque va tratado con mayor detenimiento en la parte II, que es la que aquella por la que empezaremos.
La obra arranca en los aposentos del príncipe don Alfonso, hijo de Juan II, que va a ser el protagonista de la obra después de que su padre lo fuera de la parte I. Para no poner en escena una clase, Lope recurre a la entrada del rey a las habitaciones de su hijo. El contenido de la educación del príncipe queda expuesto en un diálogo entre el Rey el que ejerce de profesor, Lope de Sosa, hijo del Juan de Sosa que fue amigo del Rey en la Parte I.
Así es como nos enteramos, por la lección que recita su preceptor, que don Alfonso está recibiendo una esmerada educación en Ciencias Naturales, con la lectura de Aristóteles, Tolomeo, “Alfragano”(Al-Farghani) y Alfonso X. La escena permite a Lope lucir, como gusta de hacer, su erudición enciclopédica. Además, como recuerda en su biografía A. Sánchez Jiménez (2018: 47-48) Lope había estudiado Matemática y Cosmografía en la Academia Real Matemática entre 1584/85 y 1587, donde tuvo ocasión de leer a los autores aludidos. Sobre todo, indica la dignidad que la ciencia, es decir las letras, tienen de por sí y como elemento fundamental de la educación de quien está destinado a gobernar. “Bien parece a un caballero / la ciencia” (vv. 178-178), comenta el rey. A lo que el preceptor responde: “Señor, las armas / nunca embotaron la pluma” (vv. 177-179), con referencia a Julio César (v. 180). El rey también se muestra interesado por una cuestión teológica, pero en la cuestión religiosa, la verdadera lección llega cuando el Prior irrumpe en escena para anunciar la inminencia de la celebración de la Santa Misa y el Rey lo interrumpe todo (“aquí las lecciones paran”, v. 241) porque nada, ni los negocios ni la mala salud, justifican la no asistencia a la celebración (vv. 242-249). La lección religiosa lleva implícita otra política. Dios es al rey lo que este es a sus súbditos (vv. 251-259). Y si bien el rey es soberano en la tierra, el soberano está sujeto a la ley de Dios. Es la primera lección práctica de gobierno que recibe en escena el príncipe Alfonso.
No contento con la humorada de hacer que sea el preceptor quien recite la lección, Lope se las ha arreglado para arrancar, inmediatamente antes, con otra escena que muestra a don Alfonso enfrascado en probarse un cuello que le viene estrecho, como unos puños que le aprietan la mano. El paje Tristán añadirá algo más de frivolidad con un toque sobre el peinado (“rízate un poco el cabello”, v. 4), lo que el príncipe continúa con la referencia a la capa, la espada y unas “cadenillas” (v. 37). Todo desemboca en una glosa con música sobre una canción popular (“En la fuente está Leonor”, v. 45), a cargo del mismo preceptor que poco después se mostrará tan erudito. El estudio de las letras ha adquirido, antes de las referencia a Aristóteles y a Alfonso X, una tonalidad más ligera. El príncipe recompensa al poeta con un diamante (v. 116), lo que apunta a uno de los elementos clave de este retrato principesco, como es la liberalidad, motivo antimaquiavélico, como es bien sabido, por su resonancia cristiana propia y por haber insistido Maquiavelo en sus peligros, a los que dedica el capítulo XVI de El Príncipe.
En el retrato de la educación del príncipe perfecto, el teatro ha impuesto sus reglas: es el preceptor el que recita la lección, mientras que la atención del príncipe se centra en la moda, la música y los versos. Para más ironía, el preceptor tiene la misma edad que el pupilo –“Mozos con mozos”, dirá el Prior un poco más adelante (v. 662)- y coincide en el nombre con el autor de la obra. Además de una intervención característica, y que probablemente divertiría al público, tal vez se pueda ver en la liberalidad del príncipe una alusión, aunque sea indirecta, a la falta de generosidad de los mecenas que patrocinaron a Lope de Vega durante su vida. La distancia entre el ser humano y el príncipe perfecto (la segunda de las contradicciones apuntadas por F. Ruiz Ramón) no es grande, y de hecho hace más atractivo al personaje, pero no deja de estar presente. Por ahí se colará el conflicto que tiene lugar en la obra.
Este conflicto forma parte también, como era de esperar, de la educación principesca. Otro tanto había ocurrido en la primera parte, aunque allí de forma atenuada, porque entonces se trataba de una dama, doña Clara, que se enamora del príncipe don Juan sin que este se entere del asunto hasta muy tarde, cuando ocupa ya el trono. Juan II lo soluciona enviando a Clara a un convento. Casado ya con Leonor de Viseo, el gesto no le requiere un gran esfuerzo moral -la educación sentimental queda fuera de escena, y en la Historia afectó a unos amores de don Juan de los que nació Jorge de Lancaster-. En la parte I, Lope de Vega trata discretamente este episodio. Vuelve a él, sin embargo, en la segunda, cuando el príncipe recuerda los amoríos de su padre en tono de broma: “Yo sé que mi padre fue / antes de sus perfecciones / a más de cuatro estaciones, / de quien hoy fruto se ve, / como es don Jorge, mi hermano” (vv. 666-670. El subrayado es mío).
Poco después de la escena de acicalamiento, el príncipe, que no disimula su impaciencia ante la vida que le hacen llevar (“Hablemos cosas de amor, / ¡pesia vida tan ociosa!”, vv. 664-665-), se dispone a acompañar de incógnito a su preceptor Lope en una salida nocturna, que este tenía pensado hacer para visitar a su dama, “la bella doña Leonor” (v. 695). Es una visita honesta, pero dará lugar a la intriga amorosa de la obra. Como suele ocurrir en Lope, el príncipe se enamora de Leonor nada más verla, y con una violencia arrolladora. Será esta pasión la que el príncipe habrá de vencer. Lo hará con ayuda de su padre.
Los elementos teatrales de esta parte II van relacionados, como en un juego de espejos, con otros de la primera, y también en esta encontramos una salida nocturna del príncipe don Juan con su amigo (padre, como ya sabemos, del Lope de la segunda). Cada una de las dos salidas presenta su propio toque de truculencia. La de la segunda parte, con una ronda de mujeres de mala nota, propia de las comedias del Lope joven o del duque de El castigo sin venganza: ambiente y lenguaje muy alejados de lo que es decoroso en el futuro príncipe perfecto. Y en la primera, con una pelea callejera en la que el futuro soberano demuestra su fuerza, su valentía y su dominio de las armas, a costa de matar a un hombre, cuyo cadáver acaba tirando al Tajo, en una escena lo menos ejemplar posible. Es esta pelea la que da pie a una de las intrigas amorosas de la obra, con doña Clara inmediatamente enamorada del príncipe don Juan, como Alfonso de Leonor en la parte II. Como ya sabemos, don Juan será capaz de vencer los halagos del amor propio a los que le somete Doña Clara.
En la segunda parte, el príncipe don Alfonso habrá de vencer su amor por Doña Leonor, en competencia con su amigo Lope. Lo consigue con la ayuda de su padre, a quien confiesa el enredo de forma disimulada, lo que este descubre sin dificultades. Es una nueva lección, esta vez de discreción. A modo de moraleja encubierta, el Rey don Juan recurre a una imagen clásica, la del armiño que se deja morir antes de manchar su blancura en el lodo con el que los cazadores lo han acorralado: “(…) no manchéis tanta blancura / con un deleite tan feo” (vv. 1784-1785). La virtud del príncipe exige el apartamiento de vicios como el amor torpe y la traición al amigo. Aún más: la naturaleza del príncipe es tal que no podrá disimular, ni disimularse a sí mismo tal corrupción. La blancura es el signo de la dignidad y al pureza que deben presidir el comportamiento del príncipe. Ese es el sentido de la aparición de la sombra del asesinado, en el acto II, que desagradaba a Menéndez Pelayo. El príncipe no puede ser perfecto si no se enfrenta -literalmente, y con valentía- a las sombras de su propia vida. La absolución del Prior refrendará luego el cierre del pasado, pero antes el rey tendrá que someterse a su propio calvario nocturno, en una escena de intenso dramatismo.
El príncipe no sólo habrá de vencer sus propias pasiones. También debe vencer las intrigas que se tejen a su alrededor para suscitarlas. Si el rey Don Juan felicita al preceptor Lope al principio de la parte II de El príncipe perfecto, luego le reprenderá (aunque ponto lo perdona: el príncipe perfecto es magnánimo) que lleve al príncipe a sus correrías nocturnas. El príncipe también tiene que sortear los consejos de Tristán, su paje, que le anima a satisfacer sus deseos aduciendo que un futuro rey está por encima de la ley. Tristán no es sólo una parodia cómica y amable de la figura -potencialmente trágica- del mal consejero. También juega, en parte, el papel del gracioso, aquel que representa el principio de realidad en las sofisticadas atmósferas palatinas. Tras él resulta lícito percibir la mirada del espectador, que acepta las doctrinas de la perfección del príncipe por el placer el espectáculo, y por identificación política con los presupuestos de tal doctrina, aunque no le resulten del todo creíbles. Tampoco se toma en serio Tristán el despliegue de esplendor que rodea la llegada a Lisboa del navegante Vasco de Gama, relatada con el fastuoso derroche de imágenes propio de Lope. Argumenta que los negros viven de forma más honrada que los conquistadores: “(…) pardiez que es gente discreta, / que no se pierden por galas. / ¡Ah, Dios, si por estas tierras / andar como ellos se usara, / ¡qué ricos fuéramos todos!, / qué se excusaran de infamias! / Las galas han destruido el mundo…” (vv. 2328-2335). El parlamento es cómico en su esencia, pero dada la tipología del personaje del gracioso, no deja de abrir una perspectiva diferente sobre las conquistas que constituyen una de las bases del prestigio de la monarquía de Juan II y por extensión, y siguiendo a McKendrick, de la monarquía española. Ni siquiera en esto, que parece indiscutible, se le ahorra al príncipe una alusión a la imperfección de su política.
En su camino de perfección, el príncipe don Alfonso habrá de afrontar también las maquinaciones de quienes van a manipular sus deseos. Aquí se trata de Leonor (que aparece en escena engalanándose, como el príncipe al inicio de esta parte II), un personaje consciente del poder que le da su belleza sobre Lope y en don Alfonso. Ya antes de conocer al príncipe, en un gran parlamento en décimas, Leonor ha decidido su línea de conducta con un vocabulario político de linaje maquiavélico, que opone la razón al amor, y lo justo (lo que resulta conveniente, en este caso) al gusto: “En el amor, que es injusto, / es esclava la razón, / y con injusta pasión / sirve el alma y reina el gusto; / más donde amor es tan justo / la razón su imperio tiene. / Amar lo que me conviene / es discreta ley de estado (…)” (vv. 270-277). Y una vez descartado el príncipe, que ha seguido los consejos de su padre, la discreta Leonor lo utilizará con descaro para dar celos a Lope y reanimar el amor de este, un poco alicaído después de tanta razón de estado. Son las intrigas que el príncipe perfecto habrá de aprender a sortear, algo que don Alfonso consigue al fin, aunque no sin haber expuesto antes algunas debilidades. El maquiavelismo, en este caso, tiene nombre de mujer y es, como el resto del corpus doctrinal político, un elemento clave en la acción dramática.
Para completar su retrato en acción del “príncipe perfecto”, Lope de Vega recurre a un motivo tradicional. Es el del monarca como administrador de justicia. El rey es el juez supremo, como representante de Dios en la tierra y como encarnación viva de la república, la comunidad política a la que su acción protege e infunde vida y sentido. Sin embargo, esa misma función, como ya hemos visto en la teoría del príncipe cristiano, limita su poder a lo establecido por las leyes. En este punto los riesgos son la tiranía o el desorden causado por una mediocre o descuidada aplicación de la ley. De ahí la dificultad de su papel, que los obstáculos que ha debido vencer acaban poniendo en relieve. Ninguno de los dos Príncipes perfectos pone en escena grandes conflictos que requieran juicios a gran escala, como los de Fuenteovejuna. Aun así, la importancia del rey como administrador de la ley viene manifestada, en las dos partes, por una serie de pequeñas escenas en las que el monarca ejerce la justicia a quien se le presenta para solicitarla. Es la imagen arcaica ya, en tiempos de Lope, de un soberano próximo y conocedor de su pueblo, sin intermediarios cortesanos ni institucionales.
La sentencia real resulta inapelable y, como era de esperar, siempre justa y aceptada así por los pleiteantes. El príncipe no sólo da muestras de su sentido de la justicia. También lo hará de su perspicacia, de su ingenio y de su claridad moral. En un caso, desarrollado en varias escenas, incluso se dejará sobornar, con evidente guasa destinada a propiciar la identificación del público con el soberano, por unos “naterones” que trae la villana Madanela, dispuesta a comprar al juez para sacar a su marido -que ha matado un hombre- de la cárcel. La doctrina política deja paso al apólogo que pone en escena una utopía popular probablemente muy gustada del público -el recurso aparece también en el ciclo de Pedro I de Castilla, en Las audiencias del Rey Don Pedro-. Que esto suponga una crítica a la lejanía del soberano aislado y apartado del pueblo por la Corte y el valido, queda a criterio del crítico o de los espectadores.
Una última forma de presentar al príncipe perfecto será mediante un parlamento hablado en el que un personaje se hace cargo del elogio del rey. Así ocurre en la primera parte, cuando don Juan de Sosa describe a su señor ante Doña Isabel y Don Fernando. Juan II es guapo y “galán por estremo”, airoso de cuerpo, desenvuelto en la danza y a caballo. Gusta de la caza -preparación para la guerra- y se entretiene en diversiones honestas, como la música. Temible cuando enfadado, inspira confianza cuando está alegre. Es discreto de palabra, sin arrogancia, piadoso y prudente. Guarda las leyes (“como si fuese sujeto / a las leyes el que es rey”, vv. 1053-1055), es asequible (hace justicia todos los sábados), cierto y verdadero, además de escrupuloso (incluso lleva un “libro de memoria”, v. 1094). Su liberalidad no está reñida con su preocupación por la prosperidad del reino y es hombre religioso.
Como es natural, los Reyes Católicos, que antes del elogio no parecen estar del todo decididos, se apresuran luego a decretar la boda de su hija con el hijo de un tal prodigio, síntesis de la multitud de relojes o espejos de príncipes de la época. La “exaltación del modelo cristiano del príncipe,”, como apunta M. Romanos (1998: 187), es indudable, pero la propia dramaturgia, y la imaginación teatral de Lope, la matizan considerablemente (Romanos, p. 187). Y E. Blanco (2019: 69-70), editor de la obra, subraya hasta qué punto Lope ejerce de dramaturgo más que de pensador político. Lejos de la exposición doctrinal, las dos obras presentan príncipes humanizados, amables por tanto, pero sujetos, por eso mismo, a situaciones y deseos que ponen en peligro sus “perfecciones”.
¿El perfecto tirano?[4]
Ya sabemos que uno de los problemas a los que se enfrentó Juan II de Portugal, que reinó entre 1481 y 1495, fue la rebelión de una parte de la nobleza, encabezada por el duque de Viseo y la familia del duque de Braganza. En términos generales, es un conflicto similar al que tuvieron que afrontar Luis XI en Francia y Pedro I en Castilla, y más tarde Ios reyes españoles Isabel y Fernando para consolidar el poder de la Corona. Según A. Resende y J. Gouveia Monteiro (2018: 284), aquello no fue un proceso de “aniquilación indiscriminada”, aunque fijó -con el asesinato del duque de Viseo, su propio primo en 1485- los límites del poder de la nobleza. Estamos ante uno de los variados antecesores, tan característicos de su tiempo, de una política maquiavélica de consolidación del poder del Estado.
Las dos partes de El príncipe perfecto apenas tratan el asunto, salvo por una breve referencia, en la segunda, a un príncipe Fernando que ha sido derrotado y muerto por el Rey, alusión al tercer duque de Bragança, don Fernando, ejecutado en 1483, es decir el mismo que Lope llama duque de Guimaráns. El mismo Fernando inicia, justo al arranque de la obra, en la escena en la que don Alfonso anda enfrascado en sus cuellos, sus puños y sus rizos, una discusión política sobre el buen príncipe que no tiene continuidad, pero proporcionaba, para quien supiera entenderlo, el marco ideológico de la obra.
Sí que la había tenido en El Duque de Viseo. De hecho, el debate sobre la rebelión y los límites del poder real pasa a ser aquí el objeto central, con el protagonismo de aquellos que en la historia no acataron al rey. Nada más arrancar la obra, el duque de Viseo y el Comendador, que acaba de volver triunfante de África y se presenta como el representante del valor de la nobleza portuguesa, discurren sobre la frialdad y la lejanía de Juan II. Curiosamente, es el Condestable el que defiende al rey (con una imagen clásica, y que ya conocemos, sobre lo delicado de su prestigio: “Los reyes son como nieve, / que tratados, se deshacen. (…) / Conservar esta blancura conviene a la majestad” (vv. 65-70).
En su tragedia, Lope de Vega con delicadeza trata la rebelión nobiliaria. En realidad, no hay en toda la obra una sublevación política abierta, salvo en un asunto muy específico. Sí que se dan, en cambio, conversaciones en las que la conducta del rey es objeto de debate político doctrinal, como si de una tragedia de Jerónimo Bermúdez se tratara. Así ocurre en la jornada I, cuando el Condestable queda solo con sus tres hermanos -el duque de Guimaráns, el Conde Faro y don Álvaro- y se manifiesta sin ambigüedad el descontento de los personajes con el monarca. Tan fuerte es este que Guimaráns habrá de insistir: “Quede entre los cuatro aquí, / hermanos, determinado / que el Rey ha de ser amado / y servido. ¿Queda ansí?” (vv. 193-196). El propio Guimaráns ha teorizado poco antes que “al Rey, serville y no más” (v. 177) y vuelve luego a la teoría política con un soneto acerca de la correcta conducta del soberano: “(…) gobierne un Rey, de serlo no se alabe, / si Rey de voluntades no se ha visto. / ¡Dichoso aquel que con prudencia sabe / vencer su condición y ser bienquisto, / que es de la voluntad la mejor llave!” (vv. 214-218). El personaje combina dos argumentos clásicos: el rey debe ser prudente y gobernar sus pasiones, con lo que se ganará la lealtad de sus súbditos, que es el mejor instrumento de gobierno. Del elocuente apunte doctrinal se deduce que la lealtad al rey está condicionada. Los nobles no conspiran, pero discurren como si estuvieran dispuestos a hacerlo. Volvemos a encontrar un uso puramente teatral, y profunda e inevitablemente irónico, de la literatura política cristiana. Cuando en la jornada II Guimaráns, tan leal en la primera, se niegue a acatar una orden del rey, sus hermanos manifiestan su alegría, incluido el Condestable, que llega a decir al rebelde: “Mis brazos te quiero dar, / porque hasta ahora no has sido / mi hermano.” (vv. 1386-1388). Si Lope de Vega hubiera querido poner en escena una rebelión nobiliaria, difícilmente podría haberlo hecho más abiertamente.
Para evitar el matrimonio de Inés, una dama de la que anduvo enamorado sin éxito, con Egas, consejero del príncipe, el Condestable ha contado le ha contado que Egas es descendiente de una mujer marroquí, tras de lo cual Inés, muy lógicamente según los criterios de decoro de la época, le explica a este que ya no piensa casarse con él -luego el Condestable se quejará en un magnífico soneto, y que por eso revela aún más la inconsistencia del personaje, de la indiscreción de las mujeres…- vv. 754-767-. Cuando Inés se niegue a rectificar y casarse con Egas, Guimaráns la abofeteará. Como en el caso de la rebelión, si Lope hubiera querido presentar un retrato poco atractivo de la nobleza, difícilmente podría haberlo hecho mejor.
Por su parte, el retrato del Juan II de la “dialogía” se muda en el de un tirano, y la obra entera es una descripción de cómo el príncipe se hunde en la monstruosidad hasta asesinar a su primo por sus propias manos. En las primeras escenas, Juan II aparece distante y poco generoso. Cada vez más inseguro, más desconfiado, el personaje, movido en parte por los celos que siente hacia Viseo, va cayendo en la paranoia. Y como el celoso interpreta cualquier signo en función de su obsesión amorosa, Juan II interpreta cualquier acto ajeno en función de su obsesión por el poder. Es el perfecto príncipe maquiavélico, como aclara Lope en esta máxima en la que el personaje teoriza su propia conducta: “(…) que ha de ser río un Príncipe discreto, / que va donde más hondo muy más quieto” -vv. 656-657-. Entre la perfección (del príncipe cristiano) y la discreción (que lleva al poder absoluto), el príncipe sabe lo que tiene que elegir. Claro está que esa misma discreción le lleva a dejase arrastrar por sus pasiones, y a perder el control de su conducta y de la corte, es decir de los resortes del poder, en particular cuando varios personajes se niegan a acatar sus órdenes (la de casarse, por parte de Guimaráns y de Inés, y al final, la de asesinar al duque de Viseo). El personaje parece por tanto el perfecto retrato del tirano, aunque no habrá que olvidar lo que Lope ha insinuado de los aristócratas que lo rodean. Tal vez por eso Fidelino de Figueireido (cit. en Apolinário, 158) considera la tragedia como “una higienización previa” del tema que Lope tratará en El príncipe perfecto.
El futuro príncipe perfecto va flanqueado por una figura de pura ficción, Diego Egas, retrato del valido. De ascendencia moruna, está incapacitado para ocupar un tal puesto -en la realidad histórica, Juan II dio acogida a los judíos que habían sido expulsados de Castilla y Aragón en 1492-. También él sufre la pasión amorosa. Está enamorado de Inés, si bien la revelación del oscuro origen de Egas impide un matrimonio ya acordado a medias. A partir de ahí, Egas emprende su venganza. Venganza sistemática, destinada conscientemente, y con cierta grandeza de propósito, a convertir al rey en un instrumento de su rencor tirano: “En él [el Condestable], con sus tres hermanos, / una venganza he de hacer, / que pudiera ejemplo ser / a los pasados tiranos (vv. 487-490). Egas manipulará al monarca mediante la mentira y la calumnia. Llega incluyo a defender y elogiar al duque de Viseo, con la evidente intención de suscitar la suspicacia y la envidia y la suspicacia del rey: “(…) tu cuñado, el Duque de Viseo, / mozo gallardo, cuerdo y generoso / y lleno de excelencias y virtudes / y, sobre todo, a quien el vulgo y plebe / idolatra y celebra de tal modo…” (vv. 631-635). E incluso, colmo de la ironía por parte de Lope de Vega, se permite darle consejos de buen gobierno, como si por su boca hablara alguno de los tratadistas antimaquiavélicos de la época, los mismos que aparecen en boca de los hermanos aristócratas. La dramaturgia de Lope, de cuyo antimaquiavelismo básico no cabe la menor duda, llega aquí muy lejos en la pintura de un personaje que no duda en utilizar los argumentos propios de un espejo de príncipes cristianos para un designio y una estrategia propiamente maquiavélicas.
Aunque hoy en día resulte difícil evaluar el efecto de la escena en su momento, es difícil dudar de la arrogancia con que el Comendador trata a Egas. El inagotable resentimiento del valido, injustificable en sus medios, no lo es tanto si se tiene en cuenta esa primera confrontación. Egas, cristiano nuevo, puede ser interpretado como el representante de una burocracia o una nobleza de toga que apoya al proyecto de reforzamiento del Estado propio del monarca absoluto en contra de los nobles.
Para complicar aún más cualquier interpretación política de El duque de Viseo, a partir del final de la jornada II asume el protagonismo el héroe del título. Sabemos que se ha mantenido al margen de cualquier deslealtad, aunque antes su amada Elvira lo ha señalado ante Inés, con notable imprudencia, como el rey ideal (el verdadero príncipe perfecto): “Merece ser rey” (v. 1587). Él mismo ha emitido alguna crítica a la gélida indiferencia del soberano al recibir al Condestable. Y además, ha discutido con el monarca acerca de los límites del poder real y, lo que es más peligroso aún, acerca de cómo el rey ha de esforzarse por conocer la verdad, más allá de las apariencias, a lo que el rey contesta, no sin lógica desde una perspectiva estrictamente política: “No juzgamos nosotros lo secreto” (v. 1915) y, como era de esperar, el secreto es una de las claves de este descarnado drama político. Es esta discusión la que induce al rey a expulsarlo de la corte, momento a partir del cual, decapitado Guimaráns y desterrados y despojados de sus bienes sus hermanos, se convierte en el auténtico protagonista.
Aunque es un destierro injusto, Viseo lo acoge con alivio en una sintética y sentida alabanza de aldea: “Adiós, Corte; adiós, jueces / del albedrío del hombre. / ¡Dichoso el que vive y muere / en su casa! Que en su casa, / hasta los pobres son Reyes” (vv. 1992-1996). Y sin embargo, será esta nueva vida la que le lleva a incurrir en tres acciones que el rey no le perdonará. El primero es participar en los juegos de sus vasallos, juegos ingenuos y casi bucólicos -con algún nombre procedente de la tradición pastoril, como Melampo y Fileno-, en uno de los cuales Viseo acepta el papel de rey para distribuir cargos entre sus “súbditos”. El segundo es el encargo que el duque le hace a un estudiante pobre para que le trace su carta astral (se recordará la afición de Lope a la astrología): resulta que las estrellas, según el estudiante, le anuncian que llegará a ser rey. Para colmo, el propio Viseo incurre en un lapsus que pone la carta astral en manos de Juan II. La tercera acción, finalmente, es incumplir la orden de alejamiento del rey y cruzar el Tajo por la noche, como un nuevo Leandro, para ver a su amada Elvira en Lisboa.
No hay culpabilidad ninguna en las acciones de Viseo -Eason (1969) ve en él una figuración de Cristo- pero está claro que el rey, instigado además por Egas, no va a dejar de interpretar estas acciones como pruebas de que Viseo sigue conspirando, como antes ha interpretado en el mismo sentido las máximas de política cristiana de los Guimaráns. En un mundo en el que cualquier gesto, por insignificante que sea, tiene sentido político -es decir de lucha por el poder-, no hay forma de interpretar de otra manera el comportamiento del joven duque. Tan obcecado y ciego está Viseo por su amor, y tan convencido de su propio inocencia, que rechaza incluso los avisos sobrenaturales que se le hacen en una noche particularmente oscura y tormentosa. Uno corre a cargo de una Voz, que canta: “Guárdate, Duque inocente; / guárdate, Abel desdichado; / que malas informaciones / ensangrientan nobles manos” (vv. 2707-2710). El otro –“…¡guárdate del Rey”, v. 2717- se lo hace justo después el fantasma del propio Guimaráns, “difunto, con manto blanco y cruz de Cristo”.
En la parte I de El príncipe perfeto, también aparece una sombra, la del hombre muerto por el rey al principio de la obra, pero para entonces el monarca conoce el significado de la aparición y su propio deber: pedir perdón y arrepentirse de su pasada conducta. Los avisos al duque de Viseo remiten en cambio a los que le predicen su próxima muerte a Alonso, el desdichado protagonista de El caballero de Olmedo. Avisos a los que ninguno de los dos personajes hace caso, por mucho que intuyan, y en el fondo sepan, que se encaminan a su violento final.
Como Álvaro (y un poco como el Federico de El castigo sin venganza, tal y como ha analizado Teulade -2013-, que con buenos argumentos pone en relación estos dos dramas con Les Amours tragiques de Pyrame et Thisbé del libertino Théophile de Viau), el joven duque de Viseo, el perfecto inocente (“Abel”, lo ha llamado la Voz), se encamina a su muerte. Movido por la melancolía, por el deseo profundo e imposible de cumplir de retirarse del mundo, y por un amor que le lleva a transgredir los límites espaciales que se le han marcado, Viseo acepta e incluso parece llamar a la muerte. El drama adquiere así una nueva e intensa tonalidad lírica, manifestado en las escenas bucólicas, en la canción de la Voz, en el retrato conmovedor de un personaje que se niega a apartarse de su destino. En realidad, y siguiendo el análisis de Teulade, se podría decir que es ahora cuando cobra su verdadero sentido político, lejos de las disquisiciones sobre los límites del poder del soberano y el retrato del rey convertido en tirano. Ajeno a la política, y deseando alejarse de ella, el joven duque va a ser literalmente triturado por lo político, significado por un rey llamado a encarnar su misma esencia.
Por si esto fuera poco, Viseo siembra la destrucción a su alrededor. Elvira muere de amor al contemplar su cuerpo acuchillado por el rey, y Brito, su fiel criado (excepcional entre los “graciosos” de Lope) cae asesinado después de matar a Egas. La tragedia política, que por un momento se inclina hacia el drama lírico, acaba convertida en la escenificación del drama intrínseco de lo político, que está más allá del alcance de los comportamientos individuales y aún más de las doctrinas sobre el buen príncipe. El teatro ha impuesto sus leyes y la acción dramática ha puesto en evidencia lo que mueve a los personajes, más allá de la función que representan. Sobre los cimientos puestos por el perfecto tirano se levantará el monumento al príncipe perfecto.
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Young, Richard A., La figura del Rey y la institución real en la comedia lopesca, Madrid, Ediciones José Porrúa Turanzas, 1979.
[1] Para una panorámica de su obra, véase https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=97600. Asimismo, aspectos relacionados con su vida profesional y con la génesis de su pensamiento pueden verse en la siguiente web: https://es.wikipedia.org/wiki/Jos%C3%A9_Mar%C3%ADa_Marco
[2] Las citas de El Duque de Viseo remiten a la edición digital de Juan Ramón Muñoz Sánchez en ARTELOPE, ⟨EL DUQUE DE VISEO / Félix Lope de Vega y Carpio: (ed.): adaptación digital para EMOTHE⟩. Las de El príncipe perfeto (parte I) a la Judith Farré Vidal en Lope de Vega. Comedias – Parte XI, t. I, pp. 919-1074. Y las de El príncipe perfecto, segunda parte, a la de Emilio Blanco, en Lope de Vega, Comedias – Parte XVIII, t. I, pp. 65-203.
[3] Para las dos partes de El príncipe perfecto, además de J. Farré Vidal y E. Blanco, responsables de las ediciones citadas: Menéndez Pelayo 1949: 148-178; McKendrick 2000: 54-57; Young 1979: 26-33 y 81-86; Carreño-Rodríguez 2009: 35-36; Campbell 2010.
[4] Para El Duque de Viseo, además de Muñoz Sánchez, responsable de la edición citada: Menéndez Pelayo, 1949: 129-148; Ruiz Ramón 1966: 9-28; Eason 1969: 11-141; Young 1979: 26-33 y 91-98; Alborg 1981: 745-754; Carreño-Rodríguez 2009: 45-48; Ostlund 2010: 225-240; Teulade 2013: 109-115; Domínguez Matito 2016: 111-124; Roselló 2017: 147-189.