Un Papa para el siglo XXI

La retirada de Benedicto XVI ha traído aparejado lo que se está convirtiendo en una costumbre. Una parte no irrelevante (tampoco demasiado importante) de los medios de comunicación y la opinión pública occidental se lanza a hacer el ridículo con comentarios y gestos disparatados. Antes, esto estaba reducido a franjas marginales de la sociedad o, como mucho, a algún comentario privado. Ahora ha pasado a la primera plana de la actualidad, con algunos representantes políticos sumándose a la corriente, y felices de hacerlo. Se ve que el nivel se derrumba.

 

En otro orden de cosas, tampoco han faltado los comentarios sobre el conservadurismo de Ratzinger. Esto es algo más serio que lo anterior. En las sociedades modernas, parece que hay una invencible aversión a dejar de lado las anteojeras ideológicas y mirar la realidad de frente. Que esto ocurriera en 2005, cuando al recién elegido Benedicto XVI se le conocía poco fuera de los círculos intelectuales y católicos, es natural. Que siga ocurriendo ahora, después de que Joseph Ratzinger haya ocupado la primera línea de la actualidad durante siete años, es más significativo.

Como ningún otro pontífice desde por lo menos el siglo XIX, Benedicto XVI conocía –y sigue conociendo- el vocabulario, los debates, el fondo mismo de la modernidad. Su tan traída y llevada oposición al relativismo ha consistido en una invitación a reflexionar sobre la fundamentación moral de las sociedades libres, como son las nuestras, y no un intento absurdo de restaurar un orden que no va a volver nunca y que Benedicto XVI no quería que volviese. El Papa partía, como no podía ser menos, de la separación entre la religión (la Iglesia católica, en este caso) y el poder político, e intentaba sacar todas las consecuencias de esta realidad.

Si el catolicismo no puede aspirar a dirigir la vida moral de toda una sociedad, tampoco puede hacerlo el Estado desde su propio ámbito de actuación. La lección, repetida una y otra vez, insiste en que si aceptamos que el Estado nos diga lo que está bien y lo que está mal, debemos estar dispuestos a aceptar como principio moral vinculante las decisiones políticas, en particular aquellas que vienen respaldadas por la mayoría. El Papa señalaba un camino para los católicos, pero también se esforzaba por mostrar la raíz de un problema que atañe a todos, en particular después de los totalitarismos –las religiones políticas, ahora sí- del siglo XX.

La Razón, 15-02-13