España. La vuelta de los judíos
La publicación del anteproyecto de ley que facilitará la concesión de la nacionalidad española a los sefardíes, españoles por tanto y descendientes de los judíos expulsados de España en 1492, ha despertado toda clase de reacciones.
Como es natural, se han discutido los motivos del gobierno para sacar esta medida justamente en un momento de crisis. Los más críticos sugieren que así como los Reyes Católicos expulsaron a los judíos para quedarse con sus bienes, ahora el gobierno invita a los judíos a venir a España para que contribuyan a la prosperidad, un poco maltrecha, del país. Se ha apuntado, de hecho, que la recuperación de la memoria judía en España ha venido insistiendo sobre todo en lo más rentable y turístico, como es la red de juderías en la que participan numerosas ciudades españolas.
No es del todo justo, como explicó Gustavo D. Perednik hace tiempo. Una parte de las elites españoles lleva muchos años insistiendo en la dimensión judía de la identidad española. Junto con la comunidad judía del país, ha logrado cambiar la idea que las clases dirigentes se hacían de Israel y del judaísmo. En menos de treinta años, los españoles han pasado de establecer relaciones diplomáticas con Israel (en 1986) a cerrar lo que se suele llamar una herida histórica. Además, en un momento en el que vuelven las amenazas de boicot a Israel y en el que algunos países europeos presencian la vuelta de reacciones antisemitas, es importante que España adopte una posición tan clara de amistad y bienvenida, que nadie ha discutido por otra parte.
Más que dedicarse a reflexionar sobre la historia, la identidad y la política españolas, muchos israelíes (y muchos judíos de otras nacionalidades) han visto en el anteproyecto algo más práctico: la posibilidad de adquirir el pasaporte español: un pasaporte de la Unión Europea, con todas las ventajas que tiene. Hay quien calcula que unos 3,5 millones de personas podían solicitar en los próximos dos años la nacionalidad. Una auténtica bendición, según muchos. Como los requisitos no estarán claros hasta que se apruebe la ley, aunque está claro el fundamento, miles de personas se han lanzado a comprobar su linaje. Han circulado listas falsas de apellidos sefardíes, que han obligado a intervenir a la embajada española en Israel. Las relaciones familiares se están poniendo a prueba, y en muchos casos se están renovando. El conocimiento español –ahora que el ladino casi ha desaparecido- es un plus. No han faltado las sugerencias para investigar las tradiciones culinarias familiares, capaces de indicar un remoto origen español… Por fin está de moda ser mizrají en Israel.
La excitación que la medida ha provocado no ha dejado de suscitar también alguna pregunta sobre la propia mentalidad judía e israelí. En pocas palabras: por qué tantos judíos israelíes, habiendo cumplido por fin el sueño de la nacionalidad propia, manifiestan tanto interés en tener otra. (Bien es verdad que la nueva nacionalidad española permite conservar la anterior.) Desde esta perspectiva, algunas reflexiones parecen hechas, más que por israelíes, por españoles, tan aficionados siempre a la autocrítica y a la autocompasión. El parecido, perceptible para quien conozca algo de la cultura española, tan quejosa de sí misma, viene a otorgar cierta credibilidad póstuma a las tesis, tan melancólicas como irritadas, de Américo Castro sobre una España condenada a vivir mutilada tras la expulsión de judíos y moriscos.
No han faltado críticas, claro está. Varios rabinos sionistas han prohibido la posible vuelta de los judíos al país que los expulsó. Diversas voces –en España y en el propio Israel– han solicitado que se apliquen medidas similares a los descendientes de los moriscos. Jose Ribeira e Castro, abogado y político portugués, alega que los motivos de las expulsiones son distintos, ya que la de los moriscos tuvo su origen en un conflicto. Requieren por tanto tratamientos diferentes. El argumento es discutible. Por su parte, la noble retórica de la prosa del anteproyecto de ley, tan propia de un momento conscientemente histórico, parece indicar que se ha querido limitar el asunto a Sefarad. No sabemos si al-Andalus habría suscitado un despliegue parecido, aunque es posible que dentro de algún tiempo el legislador recurra a giros cervantinos para dar la bienvenida a los descendientes de Ricote, el vecino morisco de Sancho Panza.
También se ha hecho observar, en tono de humor negro, un tanto agrio a veces, que si vuelven judíos y moriscos, España habrá importado la semilla de un posible problema. En realidad, tal vez no vendría mal que el Mediterráneo, el Mediterráneo multicultural que tanto le gustaba a Cervantes, se instalara de nuevo en España.
El Medio, 24-02-14