Política
Estos años han traído, según se ha dicho más de una vez, el descrédito de la política. Mucha gente relaciona de forma automática, como un movimiento reflejo, el ejercicio de la política con la codicia y, claro está, la corrupción. La gente se mete en política para forrarse. Punto. Una versión más sofisticada habla de minorías extractivas, es decir de elites que se benefician de su acceso privilegiado a información… y a algunos despachos. En otro registro, se intenta explicar el fenómeno diciendo que la política lo ha invadido todo, incluidos aquellos aspectos de la vida pública (y privada) que deberían estar separados de ellas. Y cuando se reivindica la política frente a su descrédito, se estaría cayendo en una trampa porque lo que este refleja es la politización generalizada que ha llevado, entre otras cosas, a tapar o tolerar la corrupción.
Las respuestas a esta realidad son variadas. Está la voluntad de despolitizar lo que no debería haber sido politizado. Se reivindica así, y seguramente con razón, la (re)institucionalización de parte de la vida pública. Eso equivale a sacar del debate partidista aspectos fundamentales de la vida en común. Una línea interesante en este aspecto consiste en preconizar que se dejen de lado las grandes fórmulas ideológicas y la retórica política, que siempre tiende a lo incandescente y lo irremediable, para pasar a la negociación de reformas evaluables. No debería ser tan difícil ponerse de acuerdo sobre los grandes objetivos… En otra línea está la respuesta tecnocrática, que aspira a dejar de lado la ideología para centrarse en los resultados. Ha sido una tentación muchas veces presente en la vida pública española, y siempre recibe la misma crítica: la vida pública exige algo más que hechos, exige política, a ser posible con mayúscula.
Otra propuesta, de gran éxito en los últimos años en todas las democracias liberales, es la de la política, por así llamarla, de los derechos humanos. Esta consiste en sustituir el ejercicio de la política, que siempre tiene algo de complicado, poco claro, con zonas grises y mal definidas, por los derechos humanos, evidentes de por sí, indiscutibles, resplandecientes en su verdad eterna. Así que vamos a ver si “blindamos” los derechos, en particular los derechos sociales, en los textos constitucionales. Ya no habrá nada que hablar, nada que negociar, nada que añadir ni debatir… El fin de la Historia no ha acabado de revelar todas las ilusiones a las que sigue dando lugar.
Lo curioso es que, sean cuales sean el diagnóstico y la solución, el interés por la política no disminuye, al revés. Habrá quien se queje de la calidad de este interés. Ahí está, sin embargo.