Un orden cósmico justo: Virgilio y San Juan, por José María Sánchez Galera
La trascendencia y el deseo de un orden cósmico justo custodiado por la Divinidad. Aproximación a similitudes y diferencias entre Eneida VI (Virgilio) y el Apocalipsis de San Juan.
José María Sánchez Galera (Madrid, 1976) es periodista, escritor y consultor de comunicación y marketing. Licenciado en Periodismo por la Universidad de Navarra, master en marketing (ESIC), master de doctorado en Filología (UNED) y doctorando en Filología Clásica. Compatibiliza tareas profesionales en comunicación corporativa y marketing con colaboraciones en radio y prensa, en especial sobre tendencias sociales y crítica de libros de ensayo. Ha participado en el desarrollo de proyectos web para Acciona, Banca Privada d’Andorra, Diageo o BMW, entre otras compañías. Fue responsable de la web conmemorativa del IV Centenario de El Quijote para la Comunidad de Madrid. Es editor de la página copa-america.org, desde la que propuso una participación española en esta competición náutica. Ha publicado el libro de divulgación histórica Vamos a contar mentiras (Edaf, 2012), así como trabajos académicos sobre literatura latina. También ha sido profesor de Universidad. Perfil profesional: http://es.linkedin.com/in/jotaeme. Twitter: https://twitter.com/sanchezgalera. Colaboraciones en Neupic: https://neupic.com/authors/jm-sanchez-galera Colaboraciones en Aceprensa: https://www.aceprensa.com/articles/signer/jose-maria-sanchez-galera/
Uno de los aspectos que explican la progresiva extensión del cristianismo dentro del Imperio Romano es la cercanía de determinados planteamientos espirituales, sobre todo la tendencia al teísmo en algunas ramas de filosofía grecolatina, así como una cierta coincidencia en la visión de las postrimerías, la inmortalidad del alma y la vida eterna. Este último punto, que entronca con ideas semíticas y camíticas, es el que centra nuestra atención, ya que, de una parte, recoge una tradición órfica, y de otra parte, incorpora figuras literarias e iconográficas que, incluso desde el arte paleocristiano, se irán integrando en las representaciones pictóricas y escultóricas medievales. Pero será también un punto que marque disputas profundas entre cristianos y “paganos”.
Cicerón ya hablaba de una fe en el alma inmortal que, tras esta vida, alcanzaba la felicidad junto con los dioses (vg. De amicitia 14). Sin embargo, y de acuerdo con Aldo Setaioli[1], resulta complicado colegir que el famoso orador de Arpino tuviera, de verdad, esperanza en que el alma persiste tras la muerte. De hecho, da la impresión de que Cicerón, al referirse a la pervivencia del espíritu, no plasma sus convicciones, sino las opiniones de otros; ya como un motivo literario o religioso —con el que se identificaría una parte de su público forense, pero no desde luego él mismo—, ya como motivo de consolatio a propósito de la muerte de sus seres queridos. Quizá uno de los puntos más duros de aceptar de las teorías órficas —insistimos en su conexión con las religiones orientales y semíticas—, para un romano y para un griego, era “la mención de un más allá que reserva penas a los impíos y recompensas a los buenos”[2].
Aquí convendría que, para ilustrar la cuestión, comparásemos un momento el libro VI de la Eneida y el Apocalipsis; y en concreto, los castigos eternos de la ultratumba. Recordemos que, dentro de los pasajes de los Hechos de los Apóstoles hay constantes apelaciones a la resurrección de los muertos y la retribución acorde con los méritos de esta vida. Y Pablo, siempre que comunique la buena nueva, destacará la vida eterna como uno de los dos o tres puntos esenciales, pues “si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”[3]. Este asunto va a suponer uno de los inconvenientes del cristianismo a la hora de presentarse ante la gentilidad. Pues, como decimos, se trataba de una hipótesis conocida, pero controvertida. Así, cuando Pablo diserta con el procurador Félix —casado con una judía—, le insiste en la fe en la vida eterna, pero una vida eterna con premios y castigos, por eso “atemorizado se quedó Félix”[4].
Recordemos: las concomitancias del texto virgiliano con la teleología del Apocalipsis incluyen notables puntos de fricción. En especial la propuesta cristiana de una condena eterna, que choca con las ideas órficas. En la Eneida los castigos de ultratumba duran un tiempo determinado, tras el cual el alma transmigra a una nueva vida terrena, como otra oportunidad que se le presta para su purificación. Y aquí localizamos la gran diferencia: la obra de San Juan es un texto que coloca la mirada en la otra vida, fuera de este mundo. De hecho, pasajes como los de los Sellos o las Trompetas rezuman cierto regocijo ante las visiones de la destrucción de las naciones y el derrocamiento de los reyes[5]. Por eso, es un libro de consolatio para los creyentes atribulados por la persecución de las autoridades romanas. El Apocalipsis plantea una batalla entre el mal y el bien; y puesto que Dios y los suyos son el bien, y la victoria final está garantizada, el libro aporta un lenitivo explícito y dogmático en el presente.
La pretensión de Virgilio difiere de manera notable, pues su viaje al mundo de los muertos queda orientado hacia el presente, hacia los años en que él escribe la Eneida. La época que justifica la historia o que la determina no está en un futuro idílico, sino que se halla en el mismo momento del que era protagonista. El libro VI de la Eneida expresa de manera clara los dos principales aspectos de su obra: de un lado el elogio —con evidente significado religioso y político— a Octavio como Soter de Roma y gozne de la Historia, conquistador y pacificador del mundo conocido; de otro lado, la mentalidad filosófica y teológica que grosso modo va a presidir esa nueva etapa de la cultura grecolatina.
El protagonista de la Eneida, al contrario que su equivalente griego Odiseo, no se nos presenta esencialmente definido por su ingenio, su fuerza o su determinación. Por el contrario, el rasgo más auténtico de Eneas es su piedad, su sumisión al designio de los dioses, su sincera disposición a servir como herramienta dócil y eficaz dentro del plan providente del Destino. En este punto podemos encontrar similitudes con la obra cristiana, que subraya la necesidad de obediencia del hombre a Dios, y compendia en esta cualidad toda virtud o excelencia humana. Sin embargo, Virgilio se empeña en conceder el puesto de honor a los piadosos próceres romanos, algo que no aparece en el Apocalipsis; o, mejor dicho, el Apocalipsis sólo reconoce la gloria de Dios y su Hijo. Así, Virgilio repasa un elenco de personajes históricos o legendarios de Roma, en un crescendo que conduce, en paroxismo, hacia el césar Octavio Augusto, y termina con un verso explícito: “tu regere imperio populos, Romane, memento”[6]. Aquí la diferencia con San Juan es enorme, pues el evangelista no menciona en su Apocalipsis a personajes de postín en la historia sagrada; sólo cita a Jesucristo con advocaciones variadas, a Satanás y sus secuaces, así como algún personaje suelto, caso del arcángel Miguel. Son dos enfoques del providencialismo que, por necesidad, van a generar gran parte de la confrontación entre autores cristianos y “paganos”.
[1] “El destino del alma en el pensamiento de Cicerón”, en Anuario Filosófico (34), pp. 487-526. Pamplona, 2004.
[2] Ibid. p. 488. Setaioli se refiere a Philippica XIV, 32.
[3] 1 Cor 15:14.
[4] Act 24:25.
[5] Cfr. Capítulos VI a IX. Vid. también XVIII, 20: “Exsulta super eam, caelum, et sancti et apostoli et prophetae, quoniam iudicavit Deus iudicium vestrum de illa!”.
[6] Aen. 5.851.