Radical Chic

Hace pocos días, el Elizabeth A. Sackler Center for Feminist Art, alojado en el Brooklyn Museum, celebró una fiesta en honor de Angela Davis, activista bien conocida en los años 70, ex Pantera negra, candidata a la vicepresidencia de Estados Unidos por el Partido Comunista y, entre otros méritos, Premio Lenin de la Paz. La anfitriona y activista Elizabeth A. Sackler, heredera de una fortuna farmacéutica, se mostró encantada con la velada, a la que asistieron Chirlane McCray, esposa del alcalde de Nueva York, y la estrella feminista Gloria Steinem.

 

Vivimos una transición acelerada hacia un mundo completamente nuevo, con retos y formas de vida que ni siquiera empezamos a imaginar. Al mismo tiempo, y quizás por eso mismo, muchas veces se diría que estamos volviendo a formas de vida y a ideas propias de los años 60 y 70, cuando seguramente no hacía falta explicar quién era Angela Davis, como ocurre ahora, y una fiesta como la del Museo de Brooklyn, tan rabiosamente radical chic, iba, por así decirlo, de soi.

En Francia están los chicos de la Noche de pie, que intentan revivir los días gloriosos de mayo del 68. También están los sindicatos de la clase trabajadora (o más exactamente, la clase no trabajadora), empeñados en defender sus privilegios. En España están los podemitas, para los que no se ha derrumbado el Muro de Berlín, y en Estados Unidos, además de Angela Davis y sus millonarias neoyorquinas, está la nostalgia de la lucha por los derechos civiles, que lleva a encuadrar la cuestión de las minorías en ese misma plantilla –a la que no se ajusta del todo.

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También está la cuestión estética, tan propia de aquellos años, cuando la revolución, mucho más que política, era una cuestión de estilo. Del radical chic se burló con acidez Tom Wolfe, pero es que era eso lo que estaba en cuestión: no tanto la política en sentido tradicional, como la extensión de la política a cuestiones que hasta ahí no tenían nada que ver con ella. El estilo –el chic- era, en consecuencia, una premonición y un salto. A partir de ahí se haría política en otro sitio: de las filas de la vanguardia proletaria –los comunistas- a los anfitriones millonarios y los intelectuales y profesores universitarios de moda.

Como a la mutación que estamos viviendo le están dando rostro los herederos de aquellos pioneros, no es de extrañar que lo que hoy pasa por revolucionario haga del estilo una de las claves de su formulación y su atractivo. España siempre ha sido pionera en esto, porque aquí el criterio estético ha sido el criterio más eficaz a la hora de formular una identidad política. No siempre la izquierda ha sido glamurosa, pero sólo ella podía aspirar a serlo. Sobre la derecha, en cambio, cayó la condena de vulgaridad, infinitamente peor que cualquier otra referida a la ideología. Se sabía muy bien quiénes detentaban la legitimidad que otorga el radical chic y sobre todo –porque eso era lo más importante- quiénes no. Un gesto, un guiño bastaban, y aún siguen bastando.

La irrupción de los podemitas ha perturbado un panorama que la derecha política, incapaz de comprender el alcance del gesto, nunca se atrevió a cuestionar. Al retomar a su cargo la cuestión de la estética, los muchachos de Podemos han dinamitado también lo que quedaba de todo aquello, que era la repetición solipsista de la distinción -estética. Está claro que lo que se lleva ahora mismo en política son los batasunos, los de las CUP… los podemitas. Se comprueba que la democratización del chic radical no deja de presentar algunas complicaciones… Algunos de ellos vienen de familias bien, o muy bien, y se han educado en los colegios donde antes se educaba la elite detentadora de las llaves –estéticas- del Reino. De ahí a que eso configure un nuevo chic radical va, sin embargo, un trecho. Estamos en ello.

Ilustración de portada: Yvetta Fedorova’s weekly illustration for Jane Brody column in Health Section of The New York Time

Idea y Diseño: Locco Starr