Activistas y políticos
La Cámara de los Comunes británica ha celebrado una sesión en recuerdo de la (tristemente) asesinada Jo Cox y los parlamentarios han podido sentarse sin respetar la distribución por partidos, que es lo habitual y la norma. La medida ha sido presentada como un gesto de buena voluntad, tal vez destinado a expresar lo que nos une a todos por encima de la política. Si contribuye a que los británicos se abstengan de despeñarse por la pendiente populista y nacionalista que les mueve a separarse de la Unión Europea, bien estará. A medio plazo, y como ocurre con el referéndum –sea cual sea el resultado-, este tipo de gestos sentimentales acaban teniendo un precio.
Desde hace tiempo, las democracias desarrolladas viven una tendencia que pone en sordina el valor de la política frente a otra forma de acción colectiva que llamamos activismo y que se relaciona, no con el bien común, sino con los derechos humanos. El bien común, efectivamente, es una instancia de perfiles difíciles de precisar, continuamente sujeto a reevaluaciones según las relaciones de fuerzas y el estado de la opinión pública. El bien común se definirá así según las leyes de la política, leyes inmutables, como descubrieron los clásicos, pero infinitamente complejas porque su materialización depende de cada momento, de cada circunstancia.
Frente a esta complejidad, de la que desconfían, nuestras sociedades prefieren la claridad de los derechos humanos y la sencillez del activismo. Nadie puede poner en duda los derechos de la Humanidad. En consecuencia, la posición del activista que promueve una causa relacionada con ellos es inatacable. Se llega así a la supuesta superación de la complejidad y la opacidad de la política por el mundo luminoso y absoluto del activismo y los derechos.
Y sin embargo, la sustitución del bien común por los derechos, y la de la política por el activismo no aclararán las cosas. Al contrario, las volverán aún más confusas porque cada uno de ellos tiene su propio espacio, se refiere a cuestiones distintas y requiere instrumentos específicos. La política no es el activismo, como parece creer mucha gente, en particular en nuestro país. En política hay que negociar, pactar, conocer los asuntos y tener una especial capacidad para comprender el fondo de una sociedad. Trasladada a la política, la evidencia sentimental del activismo tan sólo contribuye a trivializar y degradar la vida pública.
La Razón, 21-06-16