Consensos
Los países que se han enfrentado con éxito (aunque sea relativo y sólo en comparación con otros) al covid-19 son aquellos que han preservado un consenso cultural y moral, como Corea, Japón o Taiwán, o bien aquellos que sin llegar a eso tienen gobiernos capaces de concitar un importante grado de consenso social y político, entre ellos Alemania, Portugal y, en general, los nórdicos –salvo Suecia, donde el acuerdo social ha jugado al revés.
En cambio, los países en los que no subsiste ningún consenso moral y cultural y en los que no se ha elaborado un consenso político, son aquellos en los que el covid-19 ha hecho estragos con mayor fuerza. Los principales son Estados Unidos, Francia, Italia, Gran Bretaña y España –nosotros con unos 47.000 fallecidos, de los que el gobierno sólo reconoce unos 28.000. Esta cifra es una buena forma de empezar a comprender la atrocidad de lo sucedido y la responsabilidad de los gobiernos, porque esta falta de consenso no es un accidente sobrevenido ni una necesidad deducida de la lógica de la Historia. Es un proyecto fomentado por las elites de cada uno de esos países en función de agendas ideológicas y políticas específicas, conducidas durante años con el resultado que acabamos de comprobar.
En nuestro país el hecho corrobora una vez más lo que viene siendo la característica de la política española desde hace décadas, en particular desde que el PP de Aznar consiguió la mayoría absoluta. Lo jalonan hechos como la traición del PSOE al pacto antiterrorista, la transformación de la victoria sobre ETA en una victoria del nacionalismo y contra el PP, la reacción a los atentados del 11-M y la llegada al gobierno de los socialistas de la mano de quienes poico antes habían querido acabar con la Constitución y con España.
La demolición sistemática de cualquier posibilidad de consenso, acentuada con el gobierno social peronista, conduce por sus pasos contados a lo ocurrido entre enero y marzo de este año. Conociendo el Gobierno la existencia de la amenaza, su letalidad, la velocidad de transmisión e incluso buena parte de sus síntomas, se encontró atado de pies y manos por su propia retórica y su propia línea de acción. Y es que el Gobierno sabía que carecía de la confianza suficiente como para tomar unas medidas tan duras, tan difíciles y tan rápidas como las que eran imprescindibles: ni confianza por parte de la sociedad española ni confianza por parte de los posibles interlocutores políticos, en particular la oposición. Sólo la confianza hacía posible iniciar una acción rápida y eficaz.
Si a esto se añade el fanatismo radical feminista que llevó a mantener por encima de cualquier otra consideración la manifestación del 8-M –y con ella todas las demás aglomeraciones de aquellos días-, cuando un puñado de ministros puso en riesgo su propia vida, tenemos el escenario perfecto para el desastre que se avecinaba. En este sentido, el Presidente del Gobierno y sus ministros no sólo son responsables de una gestión penosa y manipuladora de la crisis. También son responsables, política y moralmente, del sufrimiento sin límites y de las decenas de miles de muertos. Para empezar, pero no sólo, de aquellos que el Gobierno se niega a incorporar al recuento de fallecidos.
Intuitivamente, o de forma más reflexiva, la opinión pública conoce esta realidad. De ahí la petición, repetida una y otra vez, de unidad y de acuerdo entre las fuerzas políticas. A pesar de la conducta de su clase gobernante, y a pesar de todo lo que se ha hecho por contradecir este impulso, los españoles saben que la confrontación permanente en política sólo conduce a un resultado, que es el suicidio de una sociedad. Es lo que hemos comprobado en estos meses de encierro, de enfermedad y de muerte.
La tragedia ha sido tal, que incluso aquellos que hicieron del “No es no” una vía para alcanzar el poder se esfuerzan ahora por aparentar su voluntad de recomponer el acuerdo. Ahora bien, utilizan este gesto para profundizar aún más en su estrategia de confrontación permanente con quienes, en buena lógica, deberían ser sus principales interlocutores en algunos de los grandes campos de acción que requieren la atención de todos después del punto más grave de la epidemia: la reactivación económica, la sanidad, la educación o el medio ambiente. Volvemos por tanto a la misma política de enfrentamiento sistemático de los últimos veinte años. Para el PSOE, no ha cambiado nada.
La oposición se encuentra así en una posición difícil, en particular el PP, que por tradición y por inclinación intenta encontrar un terreno más neutro para su acción política. VOX, surgido del hartazgo ante la tibieza y la inacción del PP, se encuentra más cómodo en una posición de combate ante un gobierno activista, sin importarle que se le acuse de querer romper un consenso que considera, con razón, inexistente por la acción demoledora del Gobierno y las fuerzas progresistas que lo sostienen.
Sean cuales sean sus diferencias, los dos, VOX y PP, tienen que hacer algo similar. Se trata de reconstruir propuestas políticas que puedan ser entendida como la base de un consenso social y cultural como no se ha intentado ofrecer a la sociedad española desde la Transición: fundado en la unidad y la permanencia del país, la credibilidad de las instituciones, la vigencia de la Constitución, los fundamentos de la convivencia democrática. Una propuesta encaminada a restaurar la confianza en el bien común. Y eso, con independencia de los programas progresistas y sin pensar continuamente en ellos. Es un trabajo que debía haberse emprendido hace por lo menos veinte años. La inacción y el retraso acumulado desde entonces explican la situación actual, en la que el centro derecha parece aislado cuando es el progresismo el que se ha encargado de dinamitar las bases de su propia posición.
Libertad Digital, 21-06-20