Desfase 0. La sociedad abandonada
El final del confinamiento total nos coloca a todos en un sendero muy estrecho entre dos abismos. Si no dejamos atrás el encierro, el país se hunde porque aunque somos un país rico, no lo somos tanto como para permitirnos una paralización tan larga. Si salimos y no lo hacemos con cuidado –los antiguos hablaban de virtud-, es posible que el covid-19 rebrote y con él vuelva la mortandad y, con ella, el confinamiento. No hay elección, por tanto. Saldremos, pero habrá que hacerlo con responsabilidad, pensando más que nunca en la propia salud y en la de los demás. Muchos no sabrán si son portadores del virus y nadie tendrá la total seguridad de no volver a casa con él e infectar a algunas de las personas que más quiere en el mundo.
Se entiende muy bien la euforia que muchas personas mostraron ayer. Las había que llevaban 50 días encerradas, y todos necesitaban el aire, el sol, el movimiento. Es de suponer, aunque no parece del todo seguro, que todos los que se lanzaron a correr como si aquello fuera el principio de la vida lo hacían antes de la pandemia. Importa poco, en realidad. Lo que ayer se manifestó es un hecho básico en cualquier ser humano. Más aún en los españoles que han hecho un arte del vivir al aire libre, del estar en compañía, de reunirse con la familia, del hablar, comer o simplemente “tomar algo” mientras se pasa el tiempo como muy pocos en el mundo saben pasarlo. La “nueva normalidad” con la que sueña Sánchez –aparte del sentido totalitario que tiene para el presidente social peronista-, encaja mal con los hábitos de sus compatriotas. Los conoce poco y mal. Lo ha demostrado en su ausencia total de compasión y de amistad -de amor, en el fondo-, que es lo que un líder debe demostrar en situaciones tan graves. En pocas palabras: los problemas de los españoles, nuestros problemas, no son los suyos.
Al revés de lo que se puede pensar y de lo que seguramente se figuran en la Moncloa, el buen humor y las ganas de vivir de los españoles contribuirán a hacer más fácil la conducta de cada uno. Claro que eso no evitará ni el descontrol de bastantes jóvenes –inmortales por naturaleza, más aún cuando el covid-19 se ha mostrado indulgente con ellos-, ni la imposibilidad de respetar siempre la distancia social en el transporte público, que era la panacea de casi todo hasta hace algunas semanas, ni en el trabajo, ni durante el deporte en las calles. Eso entre otras muchas circunstancias que cada cual conocerá.
Por eso el gobierno tiene la obligación al menos de garantizar la posibilidad de adquirir material de protección, mascarillas y guantes, algo que sigue sin hacer a los 49 días del estado de alarma. Tampoco ha cumplido con su obligación de suministrar ese mismo material de protección al personal sanitario, los policías, el personal de mantenimiento, de limpieza y de seguridad en los recintos médicos. Son demasiados incumplimientos y demasiadas tergiversaciones. Se entiende así la paradoja de que intente fijar controles abstractos, como para asegurarse ante sí mismo una autoridad de la que carece moral y políticamente, y al mismo tiempo quiera convertir estos primeros días en una fiesta que culmina esa imagen de una España alegre y descerebrada que ha intentado transmitir en estas semanas terribles.
La salida, por mucho que el gobierno lo quiera, no es una fiesta. Tampoco es un don gracioso otorgado por el gobierno social peronista a sus súbditos. Es el inicio de la recuperación de un derecho básico puesto en cuarentena y los primeros pasos para la vuelta a una forma de vivir que es la propia de los españoles. Si juzgamos por lo ocurrido, tendremos que afrontar el hecho de que el gobierno –al menos, este- no nos va a ayudar a la hora de adaptarla a la nueva situación, que es lo que tendremos que hacer a partir de ahora. Dictará medidas que no ha negociado con nadie, pero no nos guiará en un momento crucial, ni nos echará una mano para encontrar la forma de protegernos, ni se interesará por nuestros problemas. Íbamos a ser el objeto de un experimento político, guiado por ideologías que fracasaron hace décadas y por ideólogos que desconocen el mundo real así como las responsabilidades –tantas veces trágicas- que acarrea. Y hemos acabado solos. No hay nadie al frente. También esto tenemos que saberlo.
La Razón, 03-05-20
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Foto: La Razón