Acción de gracias. Jiménez Lozano, «Parábolas y circunloquios de Rabí Isaac Ben Yehuda»
Del capítulo “Literatura”, en Diez razones para amar España, 2019
Discutir con Dios es una tradición y una práctica judías, bien documentada en las Sagradas Escrituras. En el Génesis, Abraham –que antes ha dudado del anuncio divino acerca de su descendencia- debate con el Señor el castigo de Sodoma y Gomorra. En un coloquio en el que se escucha el eco del regateo practicado en los mercados de todo Oriente Medio, consigue que Dios rectifique su plan sobre la destrucción de las dos ciudades. En vez de requerir 50 justos, bastará con diez para salvarlas. Moisés, que se ha mostrado reticente ante el encargo divino de liderar el pueblo judío, se empeña luego en salvar a este de la ira del Señor. Jonás, al que José Jiménez Lozano dedicó un gran relato, es el que más lejos llega en esta forma de relacionarse con Dios, nunca exenta del todo de humor. (En el Nuevo Testamento queda rastro de esta disposición a la discusión con Dios en la sorpresa un poco escéptica de María ante el anuncio del Señor y en las reflexiones de Jesús durante la oración en el Monte de los Olivos.)
La situación cambia con el Libro de Job. Hasta ahí el debate se desarrollaba en términos de buena fe y comprensión mutua. Los dos interlocutores están dispuestos a cambiar de parecer y de conducta si el otro les convence. De lo que se trata, David. A. Frank, no es de descubrir una verdad general, sino de justicia, la tsedek judía. La lógica de la argumentación se dirige siempre a demostrar que las posiciones respectivas se atienen a la tsedek, que es lo que une al ser humano con Dios.
Con Job, en cambio, Dios mostrará un rostro muy distinto. Cuando Job le pida explicaciones sobre por qué han caído sobre él tantas desdichas inmerecidas, el Señor recurre a la exhibición de su poder y al prodigio de sus creaciones, en particular al cocodrilo y el hipopótamo, de los que se muestra particularmente orgulloso. (Causarán la burla de Satanás en un segundo libro de Job, apócrifo, evocado por Ben Yehuda en el libro de Jiménez Lozano.) Job cede, pero sin aceptar una culpa que no ha cometido. El Señor devuelve a Job la salud, la familia y sus bienes, multiplicados. Y a partir de ahí, vencido por su propia criatura, se callará.
Este es el trasfondo de las Parábolas y circunloquios de Rabí Ben Yehuda (1325-1402), que José Jiménez Lozano publicó en 1985. Es un libro breve, compuesto de 17 capítulos precedidos de una nota biográfica que sugiere una relación entre Franz Kafka y la crónica de la vida de Ben Yehuda. Van seguidos de una Nota final con el epitafio que los discípulos dedicaron a su maestro.
Según esto, Ben Yehuda nació en Évora, Portugal, en 1325. Le tocó por tanto asistir a la explosión antisemita de la segunda mitad del siglo XI, cuando, a partir de un terrible pogromo en Sevilla, las matanzas y los saqueos se extendieron por toda España. Desde su nacimiento, Ben Yehuda está marcado por la elección misteriosa del Señor. Dios ha repetido con él el milagro que concedió a Sara y a Abraham, haciéndoles padres de un hijo cuando ya estaban en la vejez. La primera escena a la que asiste el lector, sin embargo, es la de la humillación violenta del niño y de su padre un Viernes Santo, a manos de unos cristianos fanatizados. Será enviado fuera para evitarle la persecución y propiciar el olvido de Dios. El propio Ben Yehuda se hace buhonero, un nómada que huye del destino y durante siete años se dejará llevar por la felicidad que propicia el ateísmo. Entonces tropezará con una compañía de titiriteros que recuerda, como citando un estudio de Jimenez Lozano sobre los cementerios sagrados y civiles en la historia de España, que ellos también están excomulgados y poco tienen que ver con un Dios del que se han apropiado los curas.
Ocurre, sin embargo, que el ateísmo también es una invención de Dios, el mismo Dios impotente y humillado que deja al mal atacar a sus criaturas. Eso es lo que hizo con Job, como si pretendiera que esas mismas criaturas se alejen de Él y lo sepulten en el olvido. Según Ben Yehuda, así se lo dijo el Señor a Samuel Abravanel, sin duda de la estirpe ilustre de los Abravanel españoles, que dio al mundo a León Hebreo, autor de los muy influyentes Diálogos de amor. Los seres humanos tienen por tanto que empeñarse en el rescate de Dios. Así serán leales a la auténtica relación del Señor con ellos: no la paz, sino el combate, como el que mantuvo Jacob con el ángel durante toda una noche. En su recuerdo Jacob fue llamado Israel, “el que lucha con Dios”.
Ben Yehuda es respetado porque consigue despejar las dudas y el desconcierto que causa “lo incomprensible y extraño que Yahvé Dios resultaba”. También escandaliza. El maestro parte de la constatación de la presencia del mal en la vida de los seres humanos. Más aún, resulta que ese mal ataca con especial ferocidad a los judíos, el pueblo elegido por el Señor para atestiguar de su existencia. Así que la única forma de dirigirse a Dios es la de la provocación y la ironía, a la espera de que el Señor se manifieste. Ya lo había hecho al final de la historia del Horno de Ajnai, en el Talmud, una de las más famosas de la historia del judaísmo: termina cuando Dios, riendo, se reconoce vencido por los rabinos que no aceptan como argumento su propia intervención en el debate. (Los sabios y desconfiados rabinos se atienen a la Torah, que para eso les fue revelada en su día.)
El capítulo dedicado a la verdadera historia de la Torre de Babel cuenta cómo esta alcanzó el cielo y los seres humanos pudieron contemplar a Dios anciano, pequeño de estatura y apariencia de loco pacífico. Ben Yehuda relata cómo Abraham inventó a Dios para que le naciera un hijo de su esposa… Así hasta la blasfemia, con la reivindicación del mal ladrón, que alejó su rostro del Señor cuando comprendió que era Dios quien estaba sacrificando a su propio hijo; la de Caín (“Sed como Caín”, dice Ben Yehuda a sus discípulos), que mató a su hermano en protesta por la arbitrariedad de Dios, y la de Judas, que cumple por amor, amor sin límites, el encargo que Jesús le encomienda.
El final se acerca cuando Ben Yehuda organiza, en un cementerio, con los muertos por testigos, un proceso al Señor. Es como el núcleo del de Kafka: el que debía ser el inocente absoluto carga con todas las culpas desde el primer momento. (Ben Yehuda cuenta que no quería venir al mundo, pero creyó en las promesas, falaces, del Señor.) Otra vez salen a relucir las persecuciones de los judíos: “Aljama de Ávila, ¡ay!, ¿por qué no retorna la paz? Nos van matando, se nos cuenta diariamente como al ganado del carnicero” -que es una cita casi literal del lamento de un judío castellano de tiempos de las prédicas fanáticas de Vicente Ferrer. Y tras la sentencia condenatoria y la quema de la silla del reo donde el Eterno debía haberse sentado, se eleva en el camposanto el canto de alabanza que acompaña al baile con el que los presentes, incluidos los difuntos, celebran la gloria de Dios.
Como Spinoza y Uriel da Costa, como los Solitarios de Port Royal, Ben Yehuda será expulsado en varias ocasiones de la Sinagoga. Comprende que su hora ha llegado cuando un ángel del Señor, de extraordinaria belleza, le despide con un beso para después darle un golpe en pleno rostro. Ben Yehuda muere lapidado por los suyos, el cadáver, quemado, y las cenizas vertidas al arroyo de inmundicias. El maestro no se pudo sustraer al papel de mártir que sus provocaciones, sus insolencias y sus paradojas, siempre destinadas a complacer al Señor, le tenían destinado. En su larga lucha con Dios, Ben Yehuda ha conseguido al fin hacerse Otro, encarnar la presencia del Señor y hacer realidad la quintaesencia del judaísmo, que le tocaba a un escritor católico español exponer con tanta finura, evocando, además, la lengua hablada en las antiguas aljamas de Castilla.
El judaísmo cuenta historias, “parábolas y circunloquios”, en vez de desarrollar un razonamiento lógico que acabe en la proclamación de la Verdad. Por eso el maestro Ben Yehuda contó también la historia de otro judío, obeso desde que vio cómo quemaban a su padre, muy delgado, y comprobó lo rápido que ardió aquel cuerpo enclenque. Desde entonces come sin parar para que la gordura, llegado el momento, haga interminable la acción de gracias.
De Diez razones para amar España, 2019