«El príncipe constante», Pedro Calderón de la Barca
Del capítulo Literatura de Diez razones para amar a España
En 1973, muy joven, llegado a París hacía pocos meses, asistí con una amiga a una representación de teatro en la Sainte-Chapelle, la iglesia construida cono si fuera un relicario en la Isla de la Cité, en el núcleo mismo de París, por el rey San Luis. La Sainte-Chapelle deslumbra por su luminosidad mística, pero aquella tarde estaba oscura y apenas iluminada por las velas y unos focos rasantes. Los espectadores habíamos recibido unas mantas para protegernos del frío y nos sentábamos en el suelo, pegados a las paredes, mientras se celebraba una especie de rito de una austeridad radical.
Pasado el tiempo, y durante muchos años, estuve convencido que aquella función había sido la puesta en escena del Príncipe constante de Calderón a cargo de Jerzy Grotowski. Grotowski fue un mítico director polaco que preconizaba un teatro pobre, despojado de cualquier adorno. El actor debía enfrentarse sin defensa a su condición humana. Mucho más tarde comprobé que aquella tarde no habíamos asistido a la representación de la tragedia de Calderón, sino a otro montaje de Grotowski. El recuerdo persiste, sin embargo. A fuerza de fotos y de fragmentos grabados, aquello se combina con las imágenes que suscita el texto de la obra.
En el acto III de la obra, Fernando, infante portugués, se nos presenta casi desnudo, comido de pústulas y de piojos, tendido en una estera. Le han sacado un rato del muladar donde lo ha recluido el rey de Fez. Fernando se ha negado a ser liberado a cambio de la ciudad de Ceuta, como han negociado la casa real portuguesa y el rey marroquí. Va a pagar su constancia, la más alta virtud de un príncipe, con la humillación, el martirio y la muerte. Suplicará que lo ejecuten, pero de nada le servirá. Este Job moderno, castigado por su firmeza y su paciencia, sufrirá como sufren los animales, concentrado en su pura humanidad. Se entiende que Grotowski, en la Polonia de los años 60 y 70, con el totalitarismo triunfante, fuera sensible a la sugestión católica de la obra de Calderón.
La virtud primera de Fernando es decir “No” a una iniquidad. Los teólogos españoles del siglo XVI habían escrito mucho, y muy bien, acerca de la libertad en la que quedan los súbditos cuando el soberano incurre en injusticia y se convierte en un tirano: el príncipe ejerce el poder, sí, pero sólo en nombre de esa comunidad política y para la perfección del bien común. Contra la maquiavélica razón de Estado, este modelo de príncipe cristiano consigue salvar su ciudad para la Cristiandad. (Cuando Portugal vuelva a separarse de España, Ceuta seguirá siendo española por decisión de sus habitantes.) Todo respira un aire nacional muy reconocible, propio de quienes se habían empeñado en la recuperación del territorio invadido por los musulmanes y están llamados luego a defenderlo.
No hay por tanto fatalidad alguna, ni aceptación del destino. “Firme he de estar en mi fe”, dice Fernando y si acepta el martirio es para defender lo que es el fundamento de su dignidad de ser humano. “¿Quién soy yo? –pregunta a quienes le presionan para que acepte el canje- ¿Soy más que un hombre?” Y se contesta: “un hombre nada más”. Cervantes, que tanto habló de la libertad, puso en labios de Don Quijote unas palabras célebres sobre lo que vale. Calderón nos coloca ante el ejemplo concreto de lo que cuesta. Fernando no regatea, y al salvar Ceuta, se salva a sí mismo. Convertido en un espíritu, con una luz en la mano, conducirá la tropa portuguesa al asalto victorioso de Tánger. La constancia acaba llevando a su país al triunfo terrenal.
En la historia, Fernando era el hijo del rey Don Juan de Portugal. Fue capturado por los marroquíes y murió en cautividad en 1443, a los 41 años, con aura de mártir. Calderón trata una historia bien conocida por españoles y portugueses, que pronto tuvieron al desgraciado príncipe por santo. En su tragedia, Calderón lo enfrenta a una mujer, la hija del rey de Fez. La llama Fénix, por su belleza sin duda, y como sugiriendo desde el primer momento la caducidad de ese don. Eso es lo que obsesiona a Fénix. Su primer gesto, nada más aparecer en escena, será pedir un espejo. Es una mujer triste porque su padre va a casarla con un hombre al que no quiere, a ratos melancólica –tristeza sin causa aparente- y asustada hasta el pánico por una profecía. Una hechicera africana le ha anunciado que será intercambiada por un muerto. Desde entonces Fénix vive obsesionada por esa sugestión que condena su hermosura a la podredumbre.
Desde el primer momento, sabemos que Fernando está destinado a ser ese cadáver. En su camino de degradación, el príncipe trabajará de jardinero. La imagen procede de los Evangelios y resulta tan atractiva para la literatura española por lo que sugiere acerca de la posible recuperación de la naturaleza humana, previa al pecado y a la muerte. Así tendrá ocasión de hablar con Fénix, y en esta escena, una de las más memorables de la historia del teatro, intercambiarán dos sonetos. El de Fernando (Estas, que fueron pompa y alegría) versa sobre la caducidad de la belleza de las flores (“iris listado de oro, nieve y grana”): una lección para la vanidad de los seres humanos. Fénix, horrorizada, le contesta con otro (Esos rasgos de luz, esas centellas) que opone el jardín terrestre al celeste y, en vez de la caducidad de las flores, describe la belleza y el poder de las estrellas que rigen sin apelación posible el destino de los seres humanos.
Fénix, absorta en el cuidado y la contemplación de su belleza, no es capaz de entender que se encuentra ante quien está contradiciendo su visión fatalista y trivial de la vida. La predicción se cumplirá al fin cuando los portugueses canjeen a la princesa, que entretanto ha sido hecha prisionera, por los restos de Fernando. La degradación, el sufrimiento y la muerte, en vez de condenar la belleza terrestre, le dan su auténtico sentido. Fénix se casará al fin con su amante y en cierto modo, renace, como el ave legendaria.
Mucho antes de Grotowski, El príncipe constante había entrado en el canon de la literatura europea. Goethe la adaptó y la puso en escena en la corte de Weimar. “Si la poesía desapareciese de este mundo –dijo de ella-, podría reconstruirse con esta obra de teatro”. De esta poesía forman parte el esplendor de las imágenes de un Calderón joven, fascinado por la imaginación de Góngora del que glosa un espléndido romance. El dramaturgo poeta es capaz de convertir la palabra en una recreación de la belleza del mundo, como si el universo entero se hubiera hecho en teatro ante nuestros ojos.
El mar tiene una presencia particularmente intensa en la obra y remite a la grandeza de las fábulas antiguas, pero también a la inmensidad del horizonte en el que se movían los españoles de entonces. Fernando, el hombre que se atreve a asumir el sentido de su existencia, ilumina con él todo el resto del mundo. Ahí está el núcleo santo que ilumina y da sentido al gran espectáculo. Lo hace desde la extrema miseria del cuerpo expuesto, enfermo, martirizado. El Espíritu todo lo santifica.