La verdad antimoderna. Fernán Caballero y «La Gaviota»
Del capítulo “Literatura” de Diez razones para amar a España
El Real Alcázar de Sevilla es una construcción levantada por el rey Pedro I de Castilla, el Cruel, sobre la antigua alcazaba musulmana. De planta y estilo mudéjar, es uno de los grandes homenajes de los cristianos españoles al gusto y a las formas de vida islámicas. La distribución de las salas –las públicas y las privadas- la ornamentación, el agua y la vegetación, los símbolos, incluida la invocación a Alá, por Dios, en las inscripciones escritas en árabes… todo apunta a un mundo donde la presencia de la cultura musulmana era constante y bienvenida. El palacio y el jardín se enriquecieron luego con otras aportaciones: jardines renacentistas, grutescos venidos de los palacios de Italia, patios castellanos o el pabellón que Carlos V mandó construir en el parque: un cubo perfecto, manifestación del más estricto ideal humanista, rodeado de naranjos y palmeras, recubierto de azulejos multicolores y una pequeña fuente que murmura engastada a ras del suelo… Así hasta llegar al siglo XIX, cuando se añadieron nuevos pastiches mudéjares que disgustan a los puristas pero atestiguan la continuidad del gusto español.
Fue en este palacio donde residió Fernán Caballero. Lo hacía en unos apartamentos del Patio de las Banderas que le cedió la reina Isabel II en reconocimiento a su obra literaria. También, para paliar una situación económica difícil. A esas alturas, todo el mundo sabía que Fernán Caballero era el seudónimo de Cecilia Böhl de Faber. Cecilia era la hija de un importante comerciante en vinos, gran defensor de la literatura española, y de su esposa, Frasquita Larrea, mujer de letras también ella y apasionada, como su esposo, de las cosas de España. Casi nunca fue fácil la vida para Cecilia Böhl de Faber. La niña se crio en Alemania, separada de su madre, y cuando llegó a España no conocía bien la lengua del país que iba a hacer suyo a fuerza de amor. Empeñada en escribir, y en un ambiente cosmopolita, lo hacía en francés y en alemán. Los textos eran luego traducidos y corregidos por sus amigos, aunque no siempre como lo habría hecho su autora, de gusto seguro y con una clara idea de lo que quería hacer.
En 1849, el diario El Heraldo publicó en forma de folletín una novela titulada La Gaviota. Fue un éxito inmediato. Lanzó a su autor, Fernán Caballero -nombre de un municipio manchego de Ciudad Real- a una celebridad instantánea que se difundió luego por toda Europa. Mayor aún habría sido, según el crítico José Fernández Montesinos, de haberse publicado años antes, cuando había sido escrita –en francés. Entonces sí que habría resultado pionera en el panorama de las letras europeas. Lo habían impedido los escrúpulos de su autora, convencida de que una mujer no debía exponerse al público a pesar de llevar ella haciéndolo desde muy joven.
La acción de La Gaviota arranca de noche, sobre un barco, cerca de la costa inglesa. Allí traban conocimiento dos de los protagonistas de la novela, el joven duque de Almansa, guapo como muchos de los protagonistas masculinos de la obra de Fernán Caballero, inspirado al parecer en el duque de Rivas, y Fritz Stein, un joven médico alemán sin medios, que se dirige a España para ofrecer sus servicios en la guerra carlista. Años después, Stein, perseguido, desengañado y enfermo, llega a un pequeño pueblo costero andaluz, Villamar. Lo recoge una familia encargada de cuidar los restos de un fabuloso monasterio abandonado con la desamortización. Stein saldrá adelante gracias a la generosidad de quienes lo acogen, en particular de la tía María, soberbio retrato de una mujer buena, inteligente, católica de una pieza. Allí conoce a otra María, una muchacha más joven que él, que vive en la pobreza con su padre, pescador. María ha sido agraciada con una voz extraordinaria y una intuición musical infalible. Como buen alemán Stein, es, además de sentimental, excelente músico. Enseña a María los rudimentos del arte y de paso se enamora de ella. Se casan sin que la muchacha, temperamento gélido, sienta el menor interés por él más allá de las enseñanzas musicales. “La Gaviota” es el malévolo apodo que le ha puesto, por su egoísmo, un chico al que María dedica su más escogida antipatía.
Entonces vuelve a aparecer el duque, al que Stein cura de una mala caída. Habiendo escuchado cantar a María, se lleva al matrimonio a Sevilla. Allí, en los círculos aristocráticos de la ciudad, se desarrolla la segunda parte de la novela. Cecilia Böhl de Faber los conocía bien por las relaciones de su propia familia y por haber estado casada con el marqués de Arco Hermoso, fallecido después de unos años de felicidad matrimonial. María triunfa en la ópera con sus interpretaciones de la Norma de Bellini y la Desdémona del Otello rossiniano. Mientras, el duque se va enamorando de ella y ella cae enamorada, por fin, de Pepe Vera, un gran torero. Todo acaba mal excepto para el duque, que entra en razón y vuelve con su familia. Vera muere en la plaza de toros en una escena soberbia de crueldad y dramatismo, María pierde la voz y Stein, enterado de la infidelidad de su mujer, se marcha a La Habana y fallece en una epidemia de fiebre amarilla.
El final parece muy propio de Fernán Caballero, que tiene fama de escritora moralizante. Lo es, sin duda, pero con ella –y ya desde el uso del seudónimo- siempre habrá que desconfiar de cualquier opción demasiado simple. No sólo escribió y publicó profesionalmente, por dinero, en contra de sus convicciones. También se casó tres veces, la última con un hombre 17 años más joven que ella. Su vida sentimental, más intrincada de lo que correspondía, le llevó a ser desterrada de la buena sociedad sevillana. En una tertulia aristocrática retratada en La Gaviota, los personajes se entretienen pensando en escribir una novela, pero no encuentran más tema que el de un adulterio, que es, justamente, uno de los asuntos centrales de la novela en la que han cobrado vida. Los demás son insulsos y poco interesantes… ¿Qué pensaba de verdad su creadora de uno de los personajes de su obra, de la que dice, sin venir a cuento, que no habría creído, de llegar a saberlo, “que estaba levantado en el mundo un estandarte bajo el cual se proclama la emancipación de la mujer”? En Elia, una novela corta de juventud, una joya de gracia y desparpajo ideológico, un personaje se equivoca y al querer decir “paradoja” dice “bala roja”…
El Teatro Real de Madrid en el siglo XIX
En el desarraigo de María, y en su obstinada persecución del cumplimiento de una vocación, hay algo más que el retrato de una fría ambición. Otro tanto ocurre con la vinculación de algunos personajes a actitudes ideológicas y políticas, como la amanerada y pesar de todo simpática Eloísa, que personifica algo que Cecilia Böhl de Faber, tanto como Fernán Caballero, detestaba: el provincianismo de los españoles rendidos al culto a todo lo que venga de fuera y a la denigración sistemática de su propio país. En La Gaviota también aparece esa figura eterna de alcalde progresista empeñado en cambiar el nombre de las calles. Con poca fortuna, porque a nadie le importa nada el asunto.
Siguiendo a su padre, Cecilia Böhl de Faber realizó durante buena parte de su vida una labor minuciosa e incansable de recopilación de materiales de arte popular, ya fueran narraciones o poemas. Fue de los primeros en hacerlo. Ahora bien, frente al romanticismo, Fernán Caballero, que conocía bien a Balzac, buscaba una estética distinta. Quería retratar una España ajena al materialismo del resto de Europa, una España que había sabido preservar el espíritu del amor y la sociedad cristiana. Ahí residía la pura poesía que quería expresar y para eso inventa un género, la novela española moderna, y una forma de mirar: un realismo capaz de reproducir esa verdad poética inserta en la vida de un país que se empeñó en hacer suyo.
Julia Escobar, amiga mía, traductora y escritora, gran conocedora de Emilia Pardo Bazán, me preguntará por qué no he escogido alguna novela suya. Es una buena sugerencia, pero siempre me ha gustado el don de observación y la capacidad descriptiva de Cecilia Böhl de Faber. Gran paisajista, pocas veces la luminosidad y la alegría, esa forma de felicidad ideal propia de la vida andaluza, han brillado tanto como en sus obras. De una elegancia y una guasa características, Fernán Caballero es de los grandes escritores españoles.
Del capítulo “Literatura” de Diez razones para amar a España