Patriotismo constitucional. «Cádiz», de Chueca y Valverde

Del capítulo «La música». Diez razones para amar a España

Muy a finales de siglo XIX se reunió en Madrid un jurado compuesto por algunos grandes músicos y hombres de teatro de la época, entre otros Ruperto Chapí, futuro autor de La Revoltosa, y Tomás Bretón, el de La verbena de la Paloma. Se trataba de encontrar una letra para un himno muy conocido. El jurado declaró el premio desierto y donó las mil pesetas con que estaba dotado para ayudar a los soldados que en aquel momento estaban luchando en Cuba.

Por mucho que lo parezca, el himno para el que se buscaba letra no era la Marcha Real. Era la muy célebre marcha-pasodoble con la que termina el acto primero de Cádiz, la zarzuela de Federico Chueca y Joaquín Valverde, con letra de Javier de Burgos. La marcha («¡Que vivan los valientes / que vienen a ayudar / al pueblo gaditano / que quiere pelear! / ¡Y todos con bravura, / esclavos del honor, / juremos no rendirnos / jamás al invasor!») había sido un éxito popular instantáneo y se convirtió de la noche a la mañana en un serio competidor del himno nacional oficial. Daría pie a otra zarzuela (La Marcha de Cádiz) y se escuchó en las calles de Londres, acompañando a la Guardia Real, cuando el príncipe de Gales quedó prendado de aquellos compases en el salón de una marquesa española.

El autor de la célebre marcha era Federico Chueca, nacido en el corazón de Madrid, en la Torre de los Lujanes de la plaza de la Villa. A pesar de unas dotes musicales fuera de serie, demostradas desde muy temprano, abandonó los estudios de música. Su familia quería que fuera médico y el joven Chueca, por su parte, no sentía la necesidad de estudiar para hacer algo que le brotaba con tal naturalidad. Incluso en un arte proclive a los talentos precoces, como fueron Mozart y Rossini, el caso de Federico Chueca resulta excepcional. Pocos han tenido como él el don de la melodía perfecta. Surge como una evidencia absoluta y crea de inmediato todo un mundo de sugestiones aparentemente sencillas, capaces de grabarse y cambiar para siempre la sensibilidad del que la escucha. Siendo tan gran músico, Chueca nunca se interesó por la orquestación ni la armonía. Necesitó siempre un colaborador, el leal y gran Joaquín Valverde. Con él dio vida una vez más a esa obsesión del gusto español por el arte sin artificio, el arte natural.

Y sin embargo, pocos géneros musicales tienen un origen tan artificial como la zarzuela. Surgió de una decisión consciente y voluntaria de un grupo de músicos españoles cansados de la eterna discusión acerca de una ópera española que no acababa de arrancar ante el predominio aplastante de la ópera italiana. Un día de 1850, los compositores Joaquín Gaztambide, Rafael Hernando, Cristóbal Oudrid, Francisco Asenjo Barbieri y José Inzenga, con el autor dramático Luis Olona y el barítono Francisco Salas se reunieron en la casa del primero, en la calle de Santa Isabel. Allí se asociaron para crear una empresa que se encargaría de promocionar el nuevo género. El nombre no se decidió hasta que los demás aceptaron la opinión de Barbieri, que quería llamarlo zarzuela. Como cuenta él mismo con la sorna que le caracterizaba:

Todos comprendíamos que así como para la formación de un estado, la forma de gobierno es la república mejor que cualquier otra, así también no podríamos llegar a nuestro apetecido objeto de establecer la zarzuela sino por medio de la unión de los elementos zarzueleros de una sociedad [asociación] donde se reunieran todos los que hasta el día se conocían útiles al fin apetecido.

El éxito llegó con Jugar con fuego, del propio Barbieri y Ventura de la Vega. A partir de ahí «zarzuela» sería, aunque con partes habladas, la denominación de la ópera española. (En 1865, la Sociedad Lírico Española inauguró el Teatro de la Zarzuela de Madrid, con el patrocinio de Isabel II).

Para responder a la demanda del público, en la década de 1870 el Teatro Variedades empezó a programar funciones cortas, de una hora, que ofrecían diversión por poco precio y una variedad constante. El formato, que obtuvo un éxito impresionante, recalaría luego en el Teatro Apolo, en la calle de Alcalá. El público español, ya se sabe, no aguantaba el aburrimiento. Así nació el «género chico», de tono costumbrista, muchas veces pegado a la actualidad, como un permanente comentario musical del día a día del país: una nueva expresión de la opinión pública, siempre a la última.

Era el género perfecto para el genio de Chueca: inmediato, ágil, sin pretensiones… Una música en la que encontró la forma de alcanzar la eternidad y la universalidad sin vericuetos sentimentales ni complicaciones expresivas. Y sin longitudes: todo en el momento, como si el tiempo estallara en cada compás. Las melodías de Chueca no se olvidan una vez oídas. Casi siempre tienen algo de humorístico, pero resultan al mismo tiempo extrañamente conmovedoras, como la quintaesencia de lo humano.

Esta sofisticación quedó plasmada en obras que retrataron a la perfección el ambiente del Madrid de la época y la naturaleza misma de la ciudad. «El tango de la Menegilda», en La Gran Vía, con esa melodía irónica desplegada sobre una cadencia lenta, exótica, como venida de otro mundo, expresa al mismo tiempo la insolencia del personaje, su rebeldía ante una vida poco satisfactoria, su orgullo algo satánico y sus ganas de divertirse. En «El vals de Neptuno», de El año pasado por agua, uno de los símbolos del paisaje madrileño pontifica con aire hinchado sobre la muy poco edificante vida de la ciudad. Y el coro de «Las lavanderas», de El chaleco blanco, es un retrato alegre de la vida madrileña y una crónica social como jamás soñó el muy teutónico Kurt Weill. Nietzsche, espíritu alerta donde los haya, le confesó a un amigo que no podía seguir escuchando a Offenbach después de La Gran Vía.

El espíritu de Madrid, cuando se capta, permite entender bien las muy diversas sensibilidades españolas. Por eso la zarzuela es un género español, nacional si se quiere, y Chueca supo retratar tan bien Murcia en La alegría de la huerta y Asturias en La caza del oso. En Cádiz el genio madrileño se vuelca en Andalucía y recurre al inagotable repertorio musical andaluz: el dúo de Curra y El Rubio, acompañado de coro con sevillanas y calesera, seguido del pasacalle de «El barrio de la Viña», el tango flamenco con zapateado de «Cuando en Cádiz sale el sol» o el arranque por seguidillas del primer número… Claro que aquí Andalucía representaba como nunca a toda España. La obra se desarrolla en el Cádiz asediado por los franceses, en pleno debate de la Constitución de 1812

Se subtitula «Episodio nacional cómico-lírico-dramático» y se inspira en el Cádiz de los Episodios nacionales de Galdós, aunque simplificándolo. No hay romanzas ni dúos para los protagonistas de la historia de amor, que queda relegada a la parte hablada. Chueca, como siempre, se centra en la materia popular y hace de los tipos y del coro los personajes principales: desde los militares ingleses y sus admiradoras gaditanas, con la «Polca de los ingleses», la anticlerical «Canción del ciego» o el descaro del coro de «Con las bombas que tiran los fanfarrones» en una escena con zapateado y panaderos… Así hasta la jota final («¡Viva España!»), síntesis de la insolencia y las ganas de divertirse que inspiran toda la obra.

Si la marcha-pasodoble de Cádiz estuvo a punto de convertirse en un nuevo himno nacional, y lo fue durante un tiempo, fue porque daba forma al triunfo del liberalismo. El coro «¡Viva la Constitución!» es el mejor ejemplo de patriotismo constitucional que se ha dado en España:

A reír y cantar, gaditanos,
hoy es día de grata emoción,
hoy en Cádiz con gran entusiasmo,
se proclama la Constitución.

Cuando llegó el Desastre, no se lo perdonaron y la obra quedó desacreditada como el liberalismo al que daba voz. Antonio Machado, en su triste peregrinar en busca de un patriotismo ideal —y «crítico», como Ortega había preconizado contra Antonio Maura—, sentenció que era necesario apartar las «vanidosas fanfarronadas» si «hemos de conservar lo poco que tenemos». Así fue como Cádiz, entre muchas otras zarzuelas, quedó sepultada en un olvido hecho de cursilería y mala conciencia. (Hay una estupenda grabación moderna, con Víctor Pablo Pérez al frente, que remedia este abandono voluntario).

Teresa Berganza, la cantante madrileña nacida muy cerca de la casa natal de Chueca, supo dar voz a ese espíritu al mismo tiempo popular y aristocrático tan propio del género, y muy en particular de Federico Chueca. Suele lamentarse de que nunca, en toda su larga carrera, tuvo ocasión de cantar una zarzuela escenificada en un teatro de su país.

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Ilustración: La promulgación de la Constitución de 1812, Salvador Viniegra