Santos Juliá y sus «cuentos galanos». Respuesta de Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa

por Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa García 

El pasado 1 de abril, Santos Juliá publicó un artículo de opinión en el suplemento Babelia donde pretende refutar, con efugios argumentales, nuestro libro recientemente publicado, 1936. Fraude y violencia en las elecciones de 1936 (Espasa).

 

La crítica científica siempre es bienvenida, pero no un texto elaborado con tono de suficiencia por alguien que no ha visto la gran mayoría de nuestras fuentes primarias. Y es que el autor, no contento con presentar nuestra investigación como un esperpento, nos acusa sin ambages de manipular.

No nos corresponde juzgar por qué Juliá arranca hablando de “fanfarrias” y de la “más rancia derecha” cuando lo que tiene que comentar es un libro de historia. Quizás sea porque pretende implícitamente identificarnos con ese sector. Si es así, fracasará, porque nosotros historiamos sin proyectar la guerra civil hacia atrás. Es más, hemos decidido ser ajenos a distracciones tan lamentables, seguramente porque lo único rancio que llegamos a adivinar es la manipulación, venga de donde venga.

Juliá ha decidido ocultar a sus lectores las claves de la obra que comenta. Empeñado en debelar nuestro libro, ha optado por el célebre expediente de recurrir a premisas falsas para sembrar una sospecha malintencionada. El motivo de fondo está ligado a un planteamiento que nubla toda racionalidad. Juliá pretende desviar la atención hacia el debate sobre la “legitimidad” del gobierno Azaña del 19 de febrero de 1936. Nosotros, sin embargo, lo evitamos en el libro por extemporáneo, ya que éste no llegó a plantearse con toda su crudeza hasta la Guerra Civil. Así, como Juliá no tiene con quién discutir de esto, fabula que nosotros echamos “la culpa” a Alcalá-Zamora de haber “legitimado” la victoria del Frente Popular dándole el poder a Azaña antes de que se verificara el recuento. Camino equivocado.

Sorprende comprobar que Juliá coincida con algún conocido publicista en que ya se sabía todo y que no aportamos casi nada. Nos consta que conoce el gran trabajo de Javier Tusell, pues en su libro Orígenes del Frente Popular en España criticó, no pocas veces y no siempre con acierto,sus pretendidas insuficiencias y errores. Por eso nos extraña que ahora no recuerde que Tusell admitió la dificultad de ir más allá de unas conclusiones provisionales respecto del fraude, sobre todo por la falta de fuentes y la imposibilidad de reconstruir los resultados completos. Y es que intuir o aventurar la existencia de episodios sueltos de fraude no es lo mismo que conocerlo sistemáticamente, determinar su extensión y, sobre todo, su capacidad de dilucidar el ganador de aquellas elecciones, que es lo que nosotros hacemos.

Por mucho que se quiera cubiletear con las cifras, Juliá sabe que no hay espacio, con un sistema electoral tan mayoritario como el republicano, para las “cuentas galanas”, y menos cuando se aborda el influjo del fraude en el reparto de los escaños. Los españoles de 1936 votaban candidatos individuales que podían pertenecer, o no hacerlo, a una candidatura de partido o coalición. El reparto de escaños no se hacía en una circunscripción única nacional, sino en 60 circunscripciones distintas; y así, en cada una de ellas, los puestos se asignaban a los candidatos más votados de uno en uno. Resulta por eso inaudito que Juliá confunda “coalición” con “candidatura”. No menos que afirme que la coalición de izquierdas, conocida con tantísimos nombres como la de sus adversarios pero que acabó popularizándose como “Frente Popular”, presentó “una candidatura única”. ¿No sabe que, en realidad, fueron 59 las candidaturas de esta coalición? Y tan heterogéneas en su composición, provincia a provincia, como las de los conservadores.

Por consiguiente, si la atribución de escaños era circunscripción por circunscripción, el fraude debe estudiarse circunscripción por circunscripción y candidato a candidato. Entonces, ¿a qué tanto enredo? ¿Por qué confundir a sus lectores sugiriendo que el reparto de puestos era por coaliciones y no por candidatos? Quizás sea porque Juliá evita así verse obligado a asumir que en cada una de esa “media docena” de circunscripciones que refiere en su artículo –quien se lea el libro verá que son algunas más–, el fraude probado favorece a determinados candidatos de izquierdas y perjudica a otros de derechas. Ese fraude fue el que permitió en la primera vuelta una mayoría de diputados de izquierdas. Tan claro como sencillo. Y, sí, decisivo.

La crítica más llamativa de la columna publicada en Babelia consiste en negar la existencia de una coalición electoral antirrevolucionaria, lo que sirve a su autor para dejar caer, acto seguido, la irrelevancia del fraude. Constátese que Juliá no niega que hayamos probado el fraude y, una vez más, opta por desviar la atención hacia la cuestión de si había o no coaliciones nacionales. En este sentido, causa estupor su afirmación de que el espacio de centro-derecha y derecha estaba articulado por una retahíla inconexa de candidaturas provinciales.

Juliá se basa en la peregrina teoría de que una coalición electoral, para serlo, necesita aspirar a convertirse en una coalición parlamentaria y de gobierno, y hasta redactar un manifiesto. Y metido en harina, no duda en afirmar que la CEDA, los republicanos moderados y los monárquicos no alcanzaron un acuerdo para conformar una coalición, alianza, frente, bloque, concentración… electoral “antirrevolucionaria” (sí, antirrevolucionaria, adjetivo que se popularizó en toda España parasingularizar a esa coalición). Experto en el Frente Popular, Juliá no estudió a sus adversarios y por eso no sabe que, antes de que comenzara negociación alguna en las provincias, los dirigentes y comités nacionales de los partidos de centro-derecha y derecha acordaron aliarse entre sí, con la CEDA comocolumna vertebral y engranaje que permitió unir a republicanos moderados y monárquicos. Un papel de engranaje, por cierto, no distinto al del PSOE, a través del cual se ligaron los republicanos de centro- izquierda con la extrema izquierda. Por lo demás, toda la panoplia de comités negociadores y“manifiesto-programa” que dispuso Azaña para montar su coalición en enero de 1936 no buscaba otra cosa que atar en corto a los socialistas en el momento post-electoral, verdad es que con poco éxito,como conoce Juliá. Si las izquierdas se hubieran planteado como objetivo una coalición exclusivamenteelectoral, habría bastado con acordar ir juntos y negociar los puestos provincia a provincia, como hicieron sus adversarios.

Aclarado esto, no nos engañamos sobre los propósitos de Juliá de desviar la atención sobre algo fundamental: nuestros datos muestran que el pretendido “antirrepublicanismo” de una CEDA “fascistizada” es pura mitología. La alianza de las derechas fue una unión exclusivamente electoral porque la CEDA rechazó explícitamente un pacto programático postelectoral con los monárquicos autoritarios y la extrema derecha, como demostramos en el libro. La cita de Gil-Robles que copia Juliá en su reseña lo muestra a las claras: los compromisos electorales de la CEDA no vivirían “ni un día más allá” del proceso electoral. No es que Gil-Robles pretendiera volverse autista en el futuro Parlamento. Simplemente priorizaba un acuerdo con los republicanos moderados buscando a las claras lograr una mayoría de diputados de centro-derecha en las nuevas Cortes, de la que debía salir un instrumento de Gobierno semejante al de 1933. Y esta pretensión no es un contrafactual: lo repitieron en la campaña los distintos dirigentes y medios de la coalición electoral antirrevolucionaria.

Juliá confunde a sabiendas una coalición electoral con una coalición parlamentaria, y una coalición con una candidatura, malabarismos que le sirven para ocultar el carácter decisivo del fraude. Pero, por más que se empeñe, los errores no se convierten en aciertos a fuerza de repetirlos. El Partido Radical, el Partido Liberal-Demócrata, la Lliga, el Partido Agrario Español, el Partido Republicano Conservador o el Republicano Progresista no formaban en un limbo llamado “centro”, tan equidistante de Azaña como de Gil-Robles. En 1936 estos partidos se alinearon inequívocamente con la CEDA y obtuvieron sus escaños unidos a ésta. Lo cierto es que no consideraban a la derecha católica un peligro para la República y para la democracia, sino al Frente Popular. ¿Es que se trata de ocultar que hubo un centro liberal republicano que se opuso sin veladuras al Frente Popular?

Sorprende también que Juliá, con tal de restar toda originalidad a nuestro trabajo, se haya vuelto tillyano e incluso confluya con quienes, a propósito de la llamada Memoria Histórica, le han aplicado a conciencia las mismas etiquetas que a nosotros. Si los trabajos anteriores de Juliá apuntaban a un análisis de la historia política de la Segunda República bastante lejano a estos supuestos, a día de hoy se muestra conforme en achacar el grueso de la violencia política, en última instancia, al “Estado” constitucional republicano y, por tanto, a sus gobiernos. ¿Es que ahora, con tal de descalificarnos, Juliá defiende que fueron las leyes “represivas” de la República y los guardias civiles y de Asalto los factores desencadenantes y multiplicadores de la violencia política? ¿Sostiene Juliá que la violencia política a la que hace frente el gobierno de Azaña en marzo y abril de 1936 es culpa de éste, incapaz de atajar pacíficamente la movilización del “pueblo” republicano?

Este inopinado tillyanismo no evitará que nuestros lectores puedan comprobar que les ofrecemos, por primera vez, algo más que datos aislados y apenas contrastados sobre la violencia política. Y lo más importante, un asunto por el que Juliá pasa como por ascuas: explicamos el carácter decisivo de esa violencia, especialmente durante el recuento electoral y la repetición posterior de las elecciones de mayo, en Cuenca y en Granada. Muy al contrario, Juliá sí elucubra sobre “rumores y amenazas” nada menos que “cantadas” de “rebelión militar” durante los días del recuento. Lo hace para correr un torpe velo sobre las violencias explícitas de esos días, promovidas por grupos afectos al Frente Popular y al anarcosindicalismo, que acosaron e intimidaron al gobierno de Portela.

Pero, bien, ya que hablamos de esa supuesta “rebelión militar”, ¿por qué no explica Juliá quién la promovió y en qué se tradujo? ¿Qué planes tenían? ¿Qué fuentes de época la explicitan? Porque puestos a hablar de rumores y amenazas, ¿sabía Juliá que el Ministerio de la Gobernación y especialmente la Dirección General de Seguridad habían recogido también “rumores” y “amenazas”, no sabemos si cantadas o recitadas, de huelga general revolucionaria en el caso de que no se confirmara la victoria de las izquierdas? Por cierto, ahora que se ha apuntado a la moda tillyana, ¿le parece a Juliá un procedimiento honesto maridar el “estado de guerra” con una “rebelión militar”? Apurando su tillyanismo, ¿asumirá Juliá que Azaña, cuando hubo de recurrir al “estado de guerra” después del día 19 de febrero, lo hizo acaso para erigirse en dictador? ¿O estaban ya los militares afectos al Frente Popular dando un “golpe legal”?

Juliá concluye con una de las más lamentables inexactitudes que contiene su columna. Asegura que las “juntas” publicaron “resultados electorales firmes” que otorgaban un “triunfo cantado” al Frente Popular la mañana del 19, y ello determinó que Alcalá-Zamora llamara a Azaña al Gobierno. Una afirmación así hay que probarla, pero él no puede ni podrá porque es falsa. No sólo es que Alcalá-Zamora lo negase categóricamente en su dietario. También es que los resultados oficiosos la mañana del 19 de febrero no confirmaban ni asomo de ese “triunfo cantado”. Además, ¿no sabe Juliá que, por ley, las Juntas del Censo que se encargaban del recuento oficial no se reunían hasta el día 20? ¿Ha visto alguna vez una sola acta de esas Juntas? Está claro, pues, quién manipula a sabiendas. Esperamos, al menos, que no sea con el ánimo de ocultar que era Azaña el que presidía el gobierno en aquellas trascendentales jornadas, cuando el clima de intimidación y el fraude probado permitieron al Frente Popular obtener la mayoría absoluta en primera vuelta. Ese mismo Azaña que afirmó en su diario, el mismo 19 de febrero, que ni sabía el resultado ni la mayoría que tendría. ¿También desconoce esto último Juliá, editor de las obras completas de aquél?

Al final, la Historia, con mayúsculas, no tiene mucho que ver con la opinión infundada y el enredo difamatorio. Quien lea el libro comprobará lo lejos que estamos nosotros de los que no discurren más que “cuentos galanos”.

Madrid, a 6 de abril de 2017 Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa García

Foto: Azaña en las elecciones de febrero de 1936