COVID-19. La tempestad
Danme voces de Seir: Centinela, ¿qué queda de la noche? Centinela, ¿qué queda de la noche? / El centinela respondió: La mañana viene, y después la noche. Si queréis preguntar, preguntad, volved y venid. Isaías, 21: 11-12
La fiebre empezó el lunes 23 de marzo. Ya había padecido algún pequeño malestar y varios ataques de tos. Mi hermana Paloma comentó la posibilidad de que estuviera infectado del coronavirus. Aquello, dicho medio en broma, no me sentó bien. El domingo anterior no había tenido fuerzas para levantarme antes de las nueve de la mañana, muy tarde para lo que acostumbro. El malestar iba en aumento. Del lunes por la mañana tengo el primer registro de temperatura, con 36’8º a las nueve y media. Por la tarde, a las cuatro, la fiebre alcanzaba los 38’4º, aunque luego bajó y la situación se normalizó.
Aquel lunes 23 de marzo en Madrid hubo 1.777 infectados nuevos -6.584 en toda España- y 272 fallecidos. Llevábamos en estado de alarma desde el sábado 14 de marzo. Dos días después, el 16, cuando todavía se podía circular por motivos de necesidad, había cogido el coche para ir a la Facultad, a Cantoblanco, a recoger unos libros que me iban a hacer falta durante el confinamiento. Ya estaba todo desierto, salvo una auxiliar en un despacho, detrás del mostrador de recepción, y la persona de seguridad que me hizo firmar un registro a la entrada. Recogí el paquete que me habían dejado los bibliotecarios en el despacho, subí al coche, saludé de lejos a la persona de seguridad y a la salida, en vez de torcer a la izquierda hacia Madrid, cogí a la derecha para subir a la sierra. Pasé Tres Cantos, Colmenar Viejo, Soto del Real y llegué a lo más alto del puerto de la Morcuera. Hacía un día fresco y lloviznaba a rachas, bajo un cielo gris recorrido por nubes oscuras y rápidas. En aquella inmensidad, sólo se oía el viento, ocasional, imprevisible. Estaba completamente solo.
El martes 25 volvieron los picos de fiebre. Uno de ellos, que me llegó echado en la cama, por la tarde, fue tan violento que pensé que estaba a punto de fundirme. De pronto, la temperatura bajó y por un momento me sentí liberado. No recuerdo cuándo tomé plena conciencia de que tenía el covid-19, pero debió de ser bastante pronto. Cuando se lo dije a una amiga por teléfono, la voz se le puso blanca. Sabíamos la gravedad de la enfermedad, pero confiábamos –al menos yo lo hacía- en que si nos atacaba la padeceríamos en su forma más benigna. Aquella reacción me hizo comprender que no tenía por qué ser así. Rellené varias veces un cuestionario on line del Gobierno regional pero los resultados no eran concluyentes. En una situación parecida, una periodista norteamericana se decidió, después de tres intentos, a contestar afirmativamente a la pregunta de si había tenido contacto con algún paciente. Parece que entonces, por fin, le hicieron caso. No sabíamos lo que hacer. Seguía la tos, pero el cansancio, cada vez mayor, podía ser atribuido sólo a la fiebre. Una noche soñé que me habían llevado al hospital de campaña de IFEMA, que para entonces había empezado a recibir a los primeros pacientes. A las 24 horas me dejaban salir, sin rastro de cansancio, de tos ni de fiebre, eufórico, feliz.
El viernes 27 por la mañana la fiebre subió más arriba de los 38º y no bajó en todo el día. Para entonces había perdido el apetito y después de unas horas en las que todo, hasta el alimento más insípido, resultó insoportablemente salado, también había perdido el gusto. Al intentar refrescarme con un poco de colonia, me di cuenta que también había perdido el olfato. Como ocurre en un catarro, pero de una forma más drástica. El mundo parecía retroceder, alejarse de mí.
El sábado continuaba la fiebre, que no había bajado en toda la noche. Llamé al teléfono de la Comunidad, hablé con una persona muy amable pero que no me ofreció ninguna salida. Al mediodía, como seguía alrededor de los 38’5º, llamé a una amiga médico. Me aconsejó que me presentara en Urgencias lo antes posible, en el Hospital de la Princesa, el que me corresponde de la Seguridad Social y donde ella tenía algunos amigos. Hablé con mi hermana, y antes de salir dejé todas las llaves excepto las de casa y cogí sólo una tarjeta de crédito, un poco de dinero suelto, un cargador para el móvil. El Hospital de la Princesa está a dos manzanas de mi casa, pero era incapaz de andar hasta allí. Llamé a un taxi y el taxista, al pararse en la puerta de Urgencias, me regaló un guante cuando vio que llevaba roto uno de los míos.
Ya en la recepción, una mujer me pidió que no me acercara, que no pusiera las manos encima del mostrador y que le diera los datos de viva voz. Luego me indicó que esperara justo al lado. Al poco rato me llamó un médico joven, que me hizo sentarme en un despacho minúsculo, gastado por el uso, y, mediando una considerable distancia entre los dos, tomó notas en el ordenador mientras yo le contaba lo que me pasaba. Volví a salir, esperé un poco más que antes, ahora ya en la sala de espera de Urgencias, y cuando me volvieron a llamar me informaron que tenían que hacer unas radiografías. Fue allí mismo, en la misma planta. Todos llevábamos mascarilla, guantes y el personal del hospital diversas clases de protectores. Pronto estaban hechas las placas –una lateral y otra de frente-, y otra vez me encontraba en la sala de espera. Esta vez me llamó una médico, también joven. Me atendió en un recodo del pasillo, los dos de pie. Vino a decirme que tenía una neumonía en el pulmón izquierdo, un cuadro serio, y que estaban valorando si devolverme a casa. La alternativa era pasar varios días en Urgencias, sin poder decir cuándo me ingresarían porque no había camas libres. Con un gesto de la mano señaló en dirección de la sala donde yo acababa de estar. Le apunté mi debilidad, la fiebre y la seguridad de que si me iba a casa volvería, y no sabía en qué estado, al día siguiente o a las pocas horas. La médico me miró un momento sin decir nada y me indicó que volviera a esperar. (Entonces yo no sabía nada de los enfermos muertos en su casa tras haber sido devueltos allí desde las urgencias hospitalarias. Tampoco sabía que de los ingresados en los hospitales esos días fallecería el 40%.)
Al rato –no creo que pasaran más de tres horas desde que había llegado- una auxiliar dijo mi nombre en voz alta y pasé a lo que antes era uno de los despachos donde los médicos recibían a los enfermos. Lo habían convertido en un laboratorio con apenas sitio para moverse y dos espacios minúsculos, el del fondo reservado al personal sanitario y el primero, más cerca de la puerta de entrada, con varios sillones. Me sentaron en uno grande, cubierto con papel blanco y me hicieron la primera prueba, un test mediante PCR, metiéndome unos bastoncillos mucho más largos que los habituales, con algo que parecía algodón en la punta, por las dos fosas nasales y la garganta. La operación fue tajante y rápida. En el pasillo, al fondo, se oía una conversación sobre una paciente a la que le habían tenido que repetir la prueba y que no parecía haber salido muy bien parada (nada grave, parecía ser). Luego me pidieron que pusieron el brazo boca arriba y cuando esperaba una extracción de sangre, me clavaron una larga aguja en la muñeca izquierda. Sentí una ligera molestia: apenas hubo algún momento de dolor físico, nunca muy intenso, en todos aquellos días. Me dijeron que era una exudación, y como nunca me lo habían hecho, me habría interesado preguntar lo que era. No tenía fuerzas, ni para preguntar ni para escuchar la respuesta. Luego vino el electrocardiograma y, supongo, aunque no lo recuerdo, la extracción para una analítica. También me pusieron una vía en el recodo del brazo derecho y así entendí que iba a quedarme en el hospital.
Volví a la sala de espera y me senté en una silla libre. La sala de Urgencias del Hospital de la Princesa es un recinto alargado, con dos puertas en los lados extremos más estrechos. Entre las dos corre un largo espacio libre, como un pasillo, que la divide en dos zonas, una más ancha que da a la calle, otra más corta y estrecha. Toda la sala es de por sí un lugar de paso. Los grandes ventanales de uno de los lados dan a la calle Maldonado. Cubiertos de un cristal opaco, dejaban filtrar una luz gris. El otro forma un repecho delante de las puertas que dan a lo que eran los despachos de consulta de los médicos de guardia. Allí habían instalado algunos sillones donde se colocarían los enfermos necesitados de oxígeno, que requerían grandes cilindros, muy pesados –los tanques, los llamaban- colocados cerca de cada uno de ellos.
Con el paso de la tarde había ido llegando más gente y aunque no todos los asientos estuvieran ocupados –todavía intentábamos dejar uno libre entre cada uno de nosotros-, la sala parecía saturada. Y aunque inmóvil, la gente sentada en las filas de sillas no parecía quieta, ni en reposo. Se habría dicho que a todos los movía por dentro una fuerza ciega, inhumana. Poca gente hablaba, pero de fondo había un rumor sordo continuo, amenazante de una forma imprecisa, al que contribuía una televisión colgada de la pared, con el sonido muy bajo, que nadie atendía. En su tiempo, tal vez había allí algún símbolo religioso que humanizaba el recinto.
Entre los que estaban allí, había una mujer joven, de unos treinta años, vestida con un mono de tela vaquera azul salpicada de pintura blanca y las manos cubiertas de unos guantes verdes, de los de fregar, que se paseaba nerviosamente, sin parar, la mirada desquiciada. Varias veces le invitaron a marcharse, pero otras tantas se negó hasta que no tuviera noticias de su padre. No quisieron forzar la situación y al decirle que iba a contagiarse, respondió que le daba igual. La dejaron -¿qué más había que perder, en aquellas circunstancias?- y siguió con sus paseos. Al lado de la puerta de entrada, de cara a la sala, habían colocado a una mujer mayor, en una silla de ruedas, inclinada sobre las rodillas, con la cara tapada entre las manos. Cuando se acercaban a proponerle algo, movía la mano derecha en el aire sin levantar la cabeza, como si apartara algo insoportable. Se la llevaron en algún momento que no recuerdo. (…)
Seguir leyendo en The Objective – Zibaldone, 13-06-20