425.000 euros
En Madrid tenemos un teatro llamado Teatro de la Zarzuela que en la temporada 2014-2015, la que ahora empieza, presentará tres zarzuelas. La dogaresa (dos funciones), La Marchenera (tres) y Los diamantes de la Corona (quince). Este último despliegue de energía zarzuelística ha debido de dejar agotados a los responsables del teatro, porque no hay ni una más. En total, en 365 días, se ofrecerán 20 funciones dedicadas al género que da nombre al teatro. Lo demás son recitales de lied, música francesa, una obra del siglo XVIII y otras exquisiteces. El presupuesto alcanza, según lo anunciado, 8,5 millones de euros. Cada función de zarzuela saldrá por tanto a 425.000 euros. No está mal.
Ocurre algo parecido en el Real. Son teatros nacionales, sufragados en buena medida con dinero público y respaldados por el Estado. Sin embargo, en vez de ofrecer una programación orientada a la difusión del género, a la transmisión de la cultura –en particular la española- y al surgimiento de nuevos aficionados y nuevos artistas, están destinados a cultivar los gustos de una minoría que posee la exclusiva del buen gusto. Como se supone que la política debe ser ajena a la expresión artística, estas instituciones quedan puestas al servicio de quienes logran colocarse al frente. Los demás recibimos lecciones.
No debería ser así. Es cierto que los organismos oficiales no tienen nada que decir en ciertas cuestiones, pero no por eso dejan de tener la responsabilidad, y la obligación, de trazar las grandes líneas que garanticen que estas instituciones sirven al bien público: a una política cultural seria, relevante, que abra a los españoles la vía de acceso a su propia cultura y que les ayude a entenderla y por tanto a entenderse a sí mismos. Si esto se hiciera bien, el Teatro de la Zarzuela y el Real estarían llenos siempre, porque la gente sabe responder a quien la trata con respeto, en vez de con desprecio. El público español no tiene por qué seguir sometido a una reeducación permanente.
De paso, todo esto se puede aplicar al teatro clásico, que recibe un tratamiento bochornoso. Y tiene un corolario político. Pocas cosas han contribuido más a hacer inteligible, y por tanto afianzar la comunidad nacional que la conservación y la difusión de nuestro patrimonio artístico, histórico y natural. Es inexplicable que en ciertos asuntos el Ministerio de Cultura siga empeñado en criterios propios de los años setenta, de cuando había que demostrar que se estaba al margen del sistema.
La Razón, 29-08-14