¿Dos, tres Españas? (1)
De Sueño y destrucción de España. Los nacionalistas españoles, 1898-2015, Planeta, 2015
Francisco Franco no consiguió nacionalizar a los españoles al estilo nacional católico. No cumplió, por tanto, el sueño nacionalista de acabar con la nación liberal. A las pocas horas de su fallecimiento ya se había puesto en marcha la instauración de la democracia constitucional. La nación liberal volvía, reforzada por la nación democrática. Lo que había fracasado en la primera mitad del siglo XX empezaba a cobrar forma en el último tercio.
Franco no consiguió lo que se había propuesto porque las fuerzas con las que contaba no eran suficientes para llevar adelante aquel proyecto. Los fascistas y los contrarrevolucionarios de Acción Española y del carlismo habían sido aliados importantes, pero débiles, contradictorios y a destiempo. La Iglesia católica le proporcionó el nacional catolicismo, auténtica ideología del régimen, pero también actuó de freno al nacionalismo. Así que el Franco militante fue dejando paso, con el tiempo, a un pragmatismo autoritario, ajeno incluso al conservadurismo, hostil a la pulsión revolucionaria propia del nacionalismo y sin capacidad para elaborar un argumento que no fuera el desarrollista. Después de la modernización y el desarrollo de los años sesenta, la dictadura de Franco, tan poderosa, era un arcaísmo superpuesto a una sociedad que desbordaba los límites del régimen. Las ideas, las costumbres y las creencias de los españoles le eran ajenas y la utopía de un mundo antimoderno se derrumbaba por todas partes.
En la primera mitad del siglo XX, muchos otros países europeos habían vivido como una tragedia el desplome de los regímenes liberales y la incapacidad de reconciliar democracia y libertad. Los que quedaron bajo influencia soviética sufrieron regímenes totalitarios, algo que los españoles no conocieron, salvo en los primeros años de la dictadura. Los demás países aprendieron a compaginar liberalismo y democracia. Fue la gran novedad política de la segunda mitad del siglo XX. La crisis de fin de siglo que acabó por destruir el liberalismo en nombre de la democracia empezó a ser superada a mediados de los años cuarenta. La democracia no se oponía ya al liberalismo y el nacionalismo, que apareció con la crisis de finales del siglo XIX, debía ser dejado atrás. No había nada que aprender de aquella religión política, nueva en su tiempo, que condenaba a la barbarie, la autodestrucción y la guerra a las sociedades que se dejaban fascinar por ella.
España vivió un proceso social y cultural similar. Lo indican la evolución pragmática de la dictadura de Franco, así como el dinamismo y la voluntad de reconciliación de la sociedad. Al fallecer el dictador y ponerse en marcha el proceso que llevaría a la instauración de la democracia liberal en forma de Monarquía parlamentaria, era de esperar que la sociedad española dejara atrás cualquier rastro de nacionalismo y recuperara la nación liberal y democrática. No fue así del todo.
Las dos Españas. Y la Tercera
Uno de los lugares comunes que sobrevivieron a la instauración de la Monarquía parlamentaria y al éxito de la sociedad española fue el de las dos Españas. Según este tópico, existen dos maneras de vivir la nacionalidad española. Y para existir, cada una de ellas requiere la destrucción de la otra. España sería por tanto un país dividido sin remedio, condenado a enfrentarse periódicamente en una lucha de tintes expiatorios en la que cada hermano debe cumplir el sino fatal de acabar con la vida del otro. Los antecedentes del motivo son prestigiosos: una célebre pintura de Goya, y la observación de Larra, que data de 1836 –el año del golpe de Estado progresista-, según la cual una España yacía en el cementerio víctima de la otra.[1]
Una de estas dos Españas era la de los liberales. La nación española que estos se complacían en imaginar habría alcanzado su apogeo a finales del siglo XV y luego entró en decadencia con la llegada de las dinastías extranjeras. El siglo XIX, el siglo del liberalismo, la había resucitado y continuado. La otra era la España católica y “tibetanizada”, ajena y contraria a la modernidad, que había iniciado su propio proceso de decadencia en el siglo XVIII, con la Ilustración. El siglo XX había traído la oportunidad de restaurarla.
Tras este motivo está la idea de una España que encarnaría la esencia auténtica del alma nacional, mientras que la otra vendría a ser su enemigo, un enemigo mortal. El concepto de “anti España” se remonta a los panfletos y los escritos de los publicistas contrarrevolucionarios de finales del siglo XVIII cuando, como ya hemos visto, los buenos españoles se alzaron contra aquellos que se habían empeñado en destruir el país importando ideas y costumbres extranjeras.
El historiador Vicente Cacho Viu explicó en su momento que el motivo de las dos naciones no es propiamente español y tuvo éxito en numerosos países europeos.[2] Es propio de las sociedades que se van instalando en el pluralismo y que tienen que adaptarse a la presencia de ideas y proyectos de vida diferentes, a menudo enfrentados. En Gran Bretaña Disraeli habló de las “dos naciones”, ajenas una a la otra y producto de la desigualdad. Michelet habló de las dos Francias cuando opuso la Francia católica, la “hija primogénita de la Iglesia”, a la de la Revolución. También es tradicional oponer la Italia del sur, atrasada y campesina, a la del norte, industrial y urbana. En Estados Unidos se ha hablado de “dos Américas”, una de espíritu conservador y con tendencia a ensimismarse, la otra liberal y abierta al mundo. Muchos grandes países tienen el alma partida. En España, aun así, el lugar común ha tenido una vigencia inusual. Aún hoy se sigue hablando de una España cainita, aunque “cainitas” de verdad –como es natural- sólo lo son los demás.
El tópico cobró una dimensión nueva cuando la crisis de fin de siglo sacó a la luz el tan traído y llevado enfrentamiento entre la “España oficial” y la “España real”. Una era la España auténtica, viva. La otra la España anquilosada. Si la primera no se libraba de la segunda, acabaría degenerada y, al cabo, aniquilada. Tampoco en este punto los españoles innovaban gran cosa. La oposición entre un cuerpo nacional pletórico de vitalidad, pero parasitado por un Estado artificial fue el motivo retórico predominante en la crisis del liberalismo -la crisis de fin de siglo o, en España, la crisis del 98. Está en la base, como ya hemos visto, de la pulsión nacionalista. Desde esta perspectiva, la solución consistía en que la nación auténtica, transmutada en pueblo, acabara con el Estado liberal.
La oposición entre esas dos Españas –la oficial y la auténtica- tuvo muy diversas ramificaciones. Está en la base del regeneracionismo político, con subdivisiones complejas que van desde el regeneracionismo radicalmente antipolítico de Joaquín Costa hasta el casi puramente retórico de Antonio Maura y de Santiago Alba. Está en el regeneracionismo estético inventado por los escritores de fin de siglo y la Institución Libre de Enseñanza, que buscaron en el estilo el núcleo diamantino de la verdadera España: gracias a eso asumieron el papel de guardianes, por no decir sacerdotes, de una entidad ideal también llamada España. Y está en el regeneracionismo espiritual, que en parte recoge el anterior y también elabora una idea de la España auténtica que para salir adelante debe enfrentarse y vencer a la España degenerada. Lo hemos visto en Ganivet, en Unamuno y luego en Ortega y Gasset y en Azaña, entre otros muchos.
En este punto, la política volvía al primer plano. Fue el propio Ortega el que habló de “vieja y nueva política”, sin llegar a establecer nunca con claridad en qué consistían los criterios de la novedad política, salvo en que la “acción nacional” se oponía las “fórmulas políticas”, algo característico del nacionalismo y muy pronto, del fascismo.[3] En realidad, el nacionalismo español que latía en el fondo no resuelto del regeneracionismo podía desembocar en múltiples formulas: desde la dictadura regeneracionista de Primo de Rivera al nacionalismo republicano de Azaña y la Segunda República, sin descartar el fascismo a la española.
Bajo la dictadura de Primo de Rivera y luego en la Segunda República el nacionalismo español de derechas pareció librarse por fin del regeneracionismo y estar en condiciones de elaborar una ideología propia. Pues bien, también entonces volvió a retomar la mitología de la España católica que, entre tanto, y como ya hemos visto, habían ido reelaborando los nuevos contrarrevolucionarios. La España antirrevolucionaria de Maeztu y luego de José Antonio Primo de Rivera abrazó la de Donoso Cortés. Mediante la evocación de un Menéndez Pelayo embalado en su defensa de España frente a los krausistas, recompondrá una idea de España opuesta a la que había surgido con la recomposición del regeneracionismo desde la izquierda.
Lo que había sido una mitología, una retórica y una construcción ideológica se convirtió, con la Segunda República, en una oposición drástica, arrasado el posible terreno común. El enfrentamiento a muerte, sin metáforas esta vez, desembocó en la Guerra Civil. Fue al principio de esta última etapa, en 1931, cuando el estudioso y crítico portugués Fidelino de Figueiredo fijó la expresión en un libro titulado Las dos Españas. Por fin, cuarenta años después de que se desencadenara la crisis de fin de siglo, las religiones políticas podían cantar victoria y acabar con la nación liberal, con el consenso básico sobre el que se sostenía y con su capacidad para integrar en la convivencia común opciones políticas, ideológicas y vitales diferentes. Unamuno habló de los “hunos” y de los “hotros”.
La barbarie llegó al punto de que el cristianismo sirvió de coartada para esta empresa de destrucción. Bien es verdad que la “otra España”, habiendo llevado a sus últimas consecuencias la crisis de la que surge el nacionalismo, quería barrer de la faz de España cualquier rastro de catolicismo. Así es como frente al nacional catolicismo, al nacionalismo contrarrevolucionario y al nacionalismo fascista, reunidos todos en torno a Francisco Franco, se generó una actitud y un discurso de exaltación de la España auténtica y popular, que había abrazado la revolución y necesitaba, para cumplirla, acabar con la otra España. Esta a su vez, calificaba a la primera de “antipatria”, como escribió Maeztu –asesinado en los primeros meses de la guerra- en el primer número de la revista Acción Española.[4]
Durante la Guerra Civil, en el campo republicano florecieron los clichés de exaltación patriótica frente a la España “fascista” y frente a los extranjeros venidos a apoyarla. Se puede considerar esta realidad como un brote de nacionalismo. Más bien fue una campaña propagandística, propia de los partidos comunistas de la época. (A los totalitarios se les da bien la propaganda.) Combinaba la evocación de lo popular -con la colaboración de artistas e intelectuales seguidores del regeneracionismo estético-, el recuerdo de algunos grandes episodios de movilización -en particular de la Guerra de la Independencia- y la antipatía que suscitaban los extranjeros -los del campo contrario- que habían venido a España a participar en una guerra que no era la suya. No había en todo esto nada que reflejara una tensión nacionalista específica, como no fuera el odio que los comunistas han sentido siempre hacia el liberalismo y la democracia. En realidad, se trataba de dar una capa de españolismo al nacionalismo republicano de la Segunda República. Azaña, que lo había formulado mejor que nadie, también se refirió en estos años al pueblo español con tonalidades a veces heroicas… sin creer nada de lo que estaba diciendo. La combinación de referencias e imágenes de Marx, Lenin y Stalin con otras propias de la tradición española, como los fusilamientos de mayo de 1808, no dejaba lugar a dudas. Aquello iba encaminado a la imposición del más estricto “centralismo democrático” una vez ganada la guerra.
[Continuará]
Ilustración: Salvador Dalí, Construcción blanda con judías hervidas (Premonición de la Guerra Civil), Philadephia Museum of Art
[1] Mariano José de Larra. “El día de difuntos de 1836”, Obras, t. II. Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, Atlas Ediciones, 1960, p. 280.
[2] Vicente Cacho Viu. “La imagen de las dos Españas”, Revista de Occidente, nº 48-49. Madrid, 1985, pp. 49-77.
[3] J. Ortega y Gasset. Vieja y nueva política, en Obras Completas, t. I, Madrid, Alianza Editorial – Revista de Occidente, 1993, p. 286.
[4] R. de Maeztu. “La encina y la hiedra”, en Obra, ed. cit., pp. 857-858. También en “La antipatria”, de 1935, ibíd., p. 246.