Elogio del patriotismo
En nuestro país, el patriotismo ha sido reprimido, casi censurado, y en cambio se ha promocionado el nacionalismo. El patriotismo era, y es, considerado subversivo, peligroso, de mal gusto. El nacionalismo era el más firme puntal del establishment, algo respetable y moderno. Era, y es, una realidad paradójica, inconcebible en el resto de los países europeos. Ayuda a entender buena parte de lo que ahora nos ocurre.
La explicación más simple de algo tan extravagante es que patriotismo se identificaba con el nacionalismo español de tiempos de la dictadura, mientras que los nacionalismos parecían atractivos por haberse opuesto a ese mismo nacionalismo. Es cierto que el patriotismo es una emoción que el nacionalismo puede llegar a manipular con facilidad. Sin embargo, el patriotismo, basado en la intuición y el convencimiento de que lo que es común a todos es también lo propio de cada uno de nosotros, es la virtud que sustenta la lealtad a la nación. Esta lealtad, en naciones como la española -naciones históricas con regímenes democráticos y liberales- es la mejor defensa contra el nacionalismo.
El patriotismo, por tanto, no sólo no es lo mismo que el nacionalismo. Es su adversario, aquello que el nacionalismo tiene que manipular, o destruir, para llevar a cabo su proyecto de acabar con la nación liberal y democrática, pluralista y abierta. Este hecho resulta difícil de entender a quienes se han educado, y han cultivado, el alejamiento o el desprecio a cualquier forma y a cualquier expresión de patriotismo como si fuera algo rancio, vulgar, friki. Es muy simple de comprender, en cambio, para quienes todavía siguen confiando, como han confiado durante tantos años a pesar del silencio que ha pesado sobre este asunto, en una virtud ciudadana básica, como es el patriotismo.
En una situación como aquella a lo que nos ha llevado el monocultivo del nacionalismo, era de esperar que la lealtad a la nación, es decir el patriotismo, se abriera paso hasta la plaza pública. Así ha empezado a ocurrir y en ausencia de cauces institucionales apropiados, lo hace a su manera. Volver a denigrarlo como nacionalismo español no ayudará a encauzar el problema –por no utilizar términos más melodramáticos- que se ha abierto. Más lógico sería aprovecharlo como sustento de la realidad política de la España que tenemos, un país tolerante, cívico y abierto, ajeno a cualquier nacionalismo.
Mientras tanto, es inevitable pensar que quienes sacan las banderas a las calles y a los balcones expresan, además de su oposición al nacionalismo, una necesidad básica en cualquier comunidad política. Está por ver si una comunidad política puede sobrevivir sin esa lealtad. Por ahora, las cosas demuestran que no es así.
La Razón, 28-07-17
Foto: Monasterio de San Juan de la Peña.