Generación post-20N. Doce millones de votos por los que resucitar a Franco
Para alguien que haya conocido el final de la dictadura de Franco, y por tanto también los años de la Transición, es difícil sustraerse a una impresión extraña. La de que la figura de Franco pesa más en la política y en la vida españolas de hoy que en las de entonces. Y no es que Franco y lo que significaba no constituyeran entonces una realidad relevante –y algo más que relevante. Lo que ocurría es que la mayoría de la sociedad estaba convencida de que Franco y la dictadura formaban parte del pasado.
Al decir “mayoría” hablo de una mayoría aplastante, que agrupaba personas de todas clases, de todas las edades, de todas las condiciones sociales y culturales, incluidos los muchos que apreciaban y valoraban la figura de Franco por motivos que ahora están censurados, como si todos aquellos españoles fueran unos monstruos. Y al hablar de la dictadura como de algo “pasado” se quiere decir lo que resultaba evidente entonces: que esa etapa de la historia de los españoles había quedado a la espalda, agotada, sin capacidad para servir de inspiración para nada. La muerte de Franco corroboraba físicamente lo que moral y políticamente había ocurrido mucho antes: el desplome de cualquier legitimidad que hubiera podido tener la dictadura.
Según el padrón de 1 de enero de 2017, hay 22.258.747 españoles (64,4% de los electores) nacidos antes del 20 de noviembre. Son españoles que han tenido la oportunidad o bien de vivir la dictadura o bien de tratar directamente a personas que la vivieron. En consecuencia, tienen un conocimiento personal, no mediatizado del todo por la propaganda política –los famosos relatos-, de lo que aquello significó.
En cambio, hay 12.310.375 españoles (35,6% de los electores) nacidos después de aquella fecha. Para estos, el conocimiento de la dictadura y la Transición viene ya filtrada por las interpretaciones posteriores. Más en particular, por aquellas que, a medida que pasaba el tiempo, han ido elaborando una visión crítica, o hipercrítica, de lo ocurrido entonces. Según este “relato” de los hechos, Franco, en realidad, ni siquiera murió cuando falleció el 20 de noviembre de 1975. Su espíritu sobrevivió en la Transición y quedó plasmado en pactos inconfesables, mentalidades e instituciones. Aducir la lejanía que la sociedad de entonces sentía hacia el dictador y la dictadura agrava las cosas. Es la confesión de una realidad inconsciente, aún más poderosa por tanto. La España de la Transición, de la Constitución del 78 y de la Monarquía parlamentaria era –y aún lo es, a falta de una catarsis político-moral- franquista.
La catarsis habrá de venir de la mano de la famosa regeneración, que se ha puesto en marcha –al fin…- con la depuración ritual de Rajoy y escenifica el renacimiento del antiguo mito de las dos Españas. Por un lado está la España de los mayores, franquistas sin saberlo porque creían que Franco había muerto en el 75. Y por otra la de los jóvenes, que se descubren con espanto franquistas sin quererlo y exigen una nueva escenificación ceremonial para acabar con esa parte de sí mismos en la que no se reconocen. Para matar al padre deben matar al abuelo. Así que se disponen a organizar una ceremonia pagana y bestial, como es el desenterramiento público de los restos de Franco. (Lo propio de la civilización es enterrar a los muertos y dejarlos en paz: sólo se desentierran los muertos que están vivos.) Ahora bien, los auténticos muertos en esta función serán esos más de 22 millones de españoles que en su momento no hicieron lo que había que hacer. Así purgarán el pecado de haber dejado el fantasma en herencia a los otros 12 millones y pico.
A partir de ese momento, los nacidos antes del 20 de noviembre de 1975 se convertirán en muertos vivientes, más muertos que vivos a menos que acepten el auténtico significado, y la belleza, del gesto. Lo que se quiere, en el fondo, es devolverles a la vida verdadera. Todo hasta aquí era mentira, desde mucho antes de la falsa muerte de Franco. Esos 22 millones de españoles han vivido en una ficción de la que nuestros jóvenes y aguerridos compatriotas se disponen a liberarles. Y por eso habrán de darles las gracias, como las víctimas sometidas al terror revolucionario agradecen a sus verdugos el haberles emancipado de sus cadenas. No llegarán a los hechos, porque, gracias a Dios, la sociedad de la opulencia que los muertos vivientes les han legado les impedirá llegar a soluciones tan drásticas. La condena, sin embargo, es inapelable. Y los más patéticos serán aquellos convencidos que por sus venas corre sangre vivificada –regenerada es poco- por el crimen nuevo y definitivo.
(Siempre hay alguna forma de llegar al poder aunque sea imposible ganar las elecciones.)
La Razón, 24-06-18
Foto: Traslado de los restos de José Antonio Primo de Riera desde la basílica de El Escorial al Valle de los Caídos, 1959.