Gibraltar y el europeísmo español
España no pedía grandes cosas para la cuestión de Gibraltar en la negociación del Brexit. Participación y supervisión de las negociaciones posteriores que afectaran a la colonia británica, y una nueva perspectiva sobre el uso del aeropuerto, edificado en suelo ocupado por Gran Bretaña sin cobertura del Tratado de Utrecht.
Al realismo de la posición española se sumaban, eso sí, las manifestaciones de los gobiernos de nuestro país. Rajoy había hecho saber que España no pondría dificultades a la Unión Europea, como si los problemas de España no fueran, de por sí, los de la UE. Borrell insistió en Bruselas en la misma línea, como si no se diera cuenta del sentido de sus palabras. El gobierno parecía aceptar cualquier resultado de la negociación. Tal vez Barnier y su equipo se sorprendieran que los españoles les quitaran un problema de encima.
Cuando se comprobó que el acuerdo no incorporaba la posición española, llegaron las prisas. Era tarde, como se ha podido comprobar, y el capital político español, firme y consistente al principio de la negociación, había quedado dilapidado.
Sorprende un poco la sobreactuación de Sánchez, trepando en el último momento a los altos coturnos del patriotismo. Algo ha cambiado en España cuando los progresistas necesitan de la bandera nacional para disimular su profunda indiferencia –cuando no simpatía- por Gibraltar, considerado desde siempre demostración de la fragilidad de la nación española. Eso mismo, sin embargo, debería haber llevado a otra consideración. Y es la erosión que el agravio gibraltareño va a producir en la lealtad europeísta de la sociedad española. Ni los gobiernos españoles ni la Unión Europea parecen contar con esto, nada difícil de comprender ni de imaginar, menos aún en la situación española de cambio político. Para salvar la cara de los que se iban, se hace poco aprecio al amigo… Si al país más europeísta de la Unión se le trata de este modo, nadie habrá de extrañarse que una parte de la opinión opte por posiciones menos entusiastas.
La Razón, 27-11-18