Inmigrantes y españoles

A principios de los noventa, en España no había inmigrantes, menos del 1 por ciento de la población. Luego, a partir de 1996, empezaron a llegar hasta alcanzar en 2010 más de 5,5 millones de personas, un 12,2 por ciento. Era la receta perfecta para un desastre, por los problemas económicos y de integración que planteaba. No ha sido así y la sociedad española ha encontrado la fórmula para superar todos los obstáculos. Legalizaciones, apertura a la población latinoamericana, políticas de retorno, apoyo escolar, apoyo a las asociaciones, población dispersa en el territorio, vigilancia de las fronteras exteriores, relaciones con Marruecos y Argelia…

 

Nadie sabe cuál es la clave. Hay quien dice que los españoles no han puesto en marcha un modelo. Tal vez sea otra cosa, más valiosa, una actitud –quizas relacionada con el fondo católico de la cultura española- que lleva a una asimilación real, sin exigir de los inmigrantes que pierdan su propia identidad ni que la sacrifiquen en el altar de la Nación. Quedan muchos desafíos, como la participación política de los nuevos españoles, pero se han soslayado los más graves, como los derivados de la crisis económica y las tentaciones nacional-populistas, esencialmente racistas, tan frecuentes en tantos países “desarrollados”.

Por eso sorprende el empeño de los podemitas y algunos otros políticos por crear un problema allí donde no lo hay. Los inmigrantes han aportado a nuestro país toda clase de beneficios, desde el rejuvenecimiento de la población hasta su contribución a la riqueza y al bienestar comunes, y al mantenimiento del Estado. Los españoles les dieron la bienvenida mucho antes que el Ayuntamiento activista de Madrid colgara pancartas con el único objetivo de acabar con uno de los grandes éxitos de nuestra democracia.

Lo ocurrido en el CIE (Centro de Internamiento de Extranjeros) de Aluche, también en Madrid, confirma, mucho más que desmiente, la excelente política que se ha estado llevando, en particular en un asunto tan delicado como es el del tratamiento de los inmigrantes sin papeles ni trabajo, y en más de un caso con historial de delincuencia. Apelar a estas alturas a los Derechos Humanos, como si se acabaran de inventar, manifiesta el cinismo, la cobardía y la falta de humanidad que caracterizan a esa nueva izquierda que tanto hace para que la izquierda no vuelva a gobernar en España. Por lo menos en veinte años.

La Razón, 21-10-16