La política después del covid
Por fin, ayer, Sánchez anunció buenas noticias: ingreso mínimo, fútbol, turismo. Lo hizo a su manera, claro está: chantajeando y amenazando. A la oposición, culpable de haberle echado en los brazos de los filoetarras (que en el Congreso él mismo calificó de “fuerza progresista”) y al conjunto de los españoles, culpables de impaciencia. Es la actitud de siempre, la misma que lleva a convertir un éxito común, el de todo un pueblo y toda una nación, en un arma emponzoñada contra la mitad de ese pueblo y contra la idea misma de nación. Cuando se trata de banderas y símbolos nacionales, estamos en las mismas. Las fuerzas progresistas no recurren a ellos porque no son capaces de superar la aversión que sienten, pero si alguien las utiliza como refugio y reivindica su significado, se convierte en una amenaza.
Es lo que pasó ayer también en muchas ciudades españolas, con el tono festivo y civilizado, popular y de clase media, propio siempre de los españoles cuando se hartan de las elites progresistas. En otros países no es así: la protesta es agria, destemplada e incluso violenta. Aquí, no. Quizá porque los españoles, a diferencia de los demás, tienen una larga experiencia en esto del ninguneo y el apartamiento del hecho nacional en la vida cívica e individual y se esfuerzan por responder en positivo a quienes están utilizando la tragedia para su agenda ideológica. El tono no debe engañar. Estos españoles ya saben que ellos, precisamente porque quieren seguir siéndolo, no tienen cabida en la “nueva normalidad” diseñada por Sánchez y sus “cogobernancistas”, que siguen el ejemplo de lo conseguido en el País Vasco y lo que se lleva cuatro décadas intentando en Cataluña.
De ahí la fuerza subversiva, y al mismo tiempo el carácter alegre y sedante, de los símbolos nacionales, en particular en la tragedia que todavía vivimos. Lo hemos visto otras veces, y otras tantas se echó a perder el impulso. Hoy la diferencia es que el progresismo, llegado al poder gracias al apoyo de peronistas, nacionalistas y filoterroristas, no disimula su proyecto. Se jacta de él. El actual establishment lo forman esas fuerzas. Estaría bien que se tomara nota de hasta dónde se han degradado las cosas.
También han cambiado, y no del todo en sentido positivo, en otras zonas del espectro político. La posibilidad de un partido nacional español y catalán desapareció con el suicidio de Ciudadanos, que ya confunde el centro y la moderación con la disposición a pactar con quien no quiere hacerlo. En parte, lo que Ciudadanos pudo ser lo ha recogido Vox, promotor de la manifestación de ayer. Una manifestación de oposición al Gobierno, pero también de afirmación patriótica con la que la clase media -y los trabajadores, como muchos empresarios- cifran su voluntad de seguir viviendo juntos en un país unido, abierto, tolerante, solidario y plural. Nada de eso es patrimonio de una organización política, es cierto, pero también lo es que ese impulso no puede dejar de manifestarse políticamente porque está en el núcleo mismo de lo que define a un país como comunidad y a sus nacionales como ciudadanos. En realidad, como seres humanos. Por eso la política, llegados a este punto, no puede reducirse a la gestión de los problemas. La pandemia nos ha revelado muchas cosas de nosotros mismos: el valor de la compasión, el heroísmo de tanta gente que hasta ayer juzgábamos común y corriente, la fortaleza de la unión, el consuelo y la alegría de saber que dependemos de quienes son capaces de responder por nosotros. Eso tampoco se puede echar a perder. Y ante lo que la depresión económica puede traer, resulta más necesario que nunca aprovecharlo.
La Razón, 24-05-20