El legado de José María Aznar. La obsesión española

En los años 80, en nuestro país no había ningún partido político que representara al centro derecha social. Manuel Fraga, líder del partido que aspiraba a representarlo, hablaba de la “mayoría natural”. Era algo legítimo, pero parecía dejar de lado el trabajo de articular políticamente esa mayoría que no viene nunca dada y sólo puede llegar a existir mediante un esfuerzo consciente de articulación de propuestas y elaboración de grandes coaliciones sociales. La izquierda, que había ocupado el centro gracias a la genialidad táctica de Felipe González, es decir sin abandonar su radicalismo de fondo, pretendía monopolizar la legitimidad democrática, como si el fracaso de UCD implicara un fracaso ontológico del centro derecha a la hora de gobernar una democracia. Con Felipe González, se ensayó el experimento propuesto por Indalecio Prieto después de los desastres de la República y la Guerra: la única posibilidad democrática española era la Monarquía, con un partido socialista hegemónico. La consecuencia lógica era que no se gobernaría España sin, por así decirlo, el permiso del PSOE.

 

La llegada de José María Aznar y del Partido Popular al gobierno, tras las elecciones generales del 3 de marzo de 1996, acabó con esta situación y permitió que se empezara a recuperar la normalidad democrática. Normalidad no quiere decir –claro está- que las mayorías absolutas son ilegítimas. La normalidad se refiere al hecho de que la democracia liberal es pluralista por esencia y siempre debe existir la posibilidad de una alternativa, algo que en las democracias liberales europeas se suele denominar izquierda y derecha.

Los socialistas fingieron no entender lo ocurrido y se esforzaron por presentarlo como un asalto al poder. Lo ocurrido, sin embargo, era que esa normalización democrática –que el propio Aznar llamó, sin demasiada fortuna, una “segunda Transición”- no se realizó mediante el recurso a los extremos sino al revés, construyendo una mayoría, que para entonces había dejado de ser “natural”, capaz de servir de base social a un partido de centro: de centro derecha, claro, pero de centro. El nuevo Partido Popular sería un partido político unido, disciplinado. También sería capaz de presentar propuestas integradoras y tendría implantación en todo el país. En él tendrían representación españoles de todas las edades, educación, cultura y condición social. Un partido popular y nacional, y en consecuencia un partido de centro. La primera condición de un partido de centro es hacer inteligible el marco político –la nación- en la que se puede establecer el diálogo y la discrepancia. Así es como se llegó al poder en 1996: desde un partido centrado, que los electores, también los jóvenes, reconocieron como tal.

La tarea básica del nuevo gobierno era el refuerzo de la idea nacional española –en términos políticos, el patriotismo-, que es la condición sine qua non de una actitud centrista. Las negociaciones con los nacionalistas eran obligadas, porque los dos grandes partidos nacionales seguían siendo incapaces de llegar a acuerdos sobre algunas cuestiones. Aun así, el gobierno de Aznar varió la actitud ante el terrorismo nacionalista. La base doctrinal era que las víctimas del terrorismo etarra lo eran por ser españolas. Es la idea de España, con la ley como recurso único y sin atajos de ninguna clase, la que debe guiar la lucha contra el terror. Así fue como se sentaron las bases de la rendición de la ETA años después, en 2011, aunque esta se consiguiera por métodos distintos de los previstos por Aznar y su gobierno.

Dado que la lucha contra el terrorismo no es tarea de un solo país, su eficacia requería también una nueva posición internacional. España no podía seguir ocupando el lugar relativamente secundario, sobre todo en la UE y ante Estados Unidos, que venía ocupando desde la Transición. La continuidad con algunas de las grandes líneas de gobiernos anteriores llevaba también aparejada un nuevo protagonismo en la UE. Se tradujo en el empeño, conseguido, de que nuestro país estuviera entre los fundadores del euro, y esto reforzó a su vez la capacidad de iniciativa ante los socios europeos y fuera de la UE, por ejemplo en el Mediterráneo y ante Marruecos. Aznar pensaba –y lo sigue haciendo- que la naturaleza de España requería un reforzamiento del lazo atlántico, que debe ser una de las bases de nuestra política exterior. Esto llevó a continuar las políticas ante Latinoamérica, pero también a un diálogo más intenso con Estados Unidos. El 11-S lo reforzó, por la experiencia de España ante el terrorismo. Además, las consecuencias del ataque abrieron una oportunidad para que nuestro país jugara un papel crucial en la escena internacional, como socio privilegiado de Estados Unidos y Gran Bretaña. No hubo necesidad de enviar fuerzas al área de combate, al menos hasta la destitución del dictador iraquí y el final de lo que –por desgracia- estaba destinado a ser la primera parte de la Guerra de Iraq. En este punto el legado del gobierno del Partido Popular de Aznar se ha echado a perder, aunque quedó una renovada conciencia del papel que le corresponde a nuestro país. Aznar también profundizó el legado previo de la relación con Israel y volvió a situarla entre las prioridades gubernamentales. El centro derecha giró así hacia posiciones pro Israel. También varió la idea que muchos españoles tienen de Israel y el judaísmo, un asunto que atañe a su propia identidad. (…)

Seguir leyendo en FAES, 08-03-16