Los españoles y la identidad norteamericana
Ensayo publicado en Barres i estels. Els valencians i els USA. Robert Martínez ed. Valencia, Museu Valencià d’Etnologia, 2015
The Spanish and American Identity (en inglés)
Estados Unidos fue el fruto más acabado de la Ilustración: el ideal de la Ilustración hecho realidad, la comunidad política donde se cumplían (casi) todos los sueños de tolerancia, libertad y autonomía que la Ilustración había ido imaginando. Por eso Estados Unidos fue desde su fundación la viva representación de la modernidad.
De esta reflexión, bastante generalizada, surgen algunas ideas sobre la identidad de Estados Unidos. Una de ellas habla de su excepcionalidad, lo que se ha llamado el excepcionalismo norteamericano. Estados Unidos, tanto o más que un país, es una idea, o una ideología, en el sentido ilustrado, no marxista, del término. Esta ideología se resume en un “credo” sintetizado en los textos fundacionales, la Declaración de Independencia y la Constitución. La identidad de Estados Unidos se plasma en su definición política. Por tanto, la identidad norteamericana no supone la pertenencia a ninguna comunidad de cualquier otro orden, ya sea histórico o cultural. Equivale a la adhesión voluntaria a ese conjunto de principios de orden universal. De ahí la excepcionalidad norteamericana, su carácter de comunidad siempre abierta e integradora, y la misión que le corresponde en la preservación de los principios que la constituyen. En cierto sentido, Estados Unidos es la realización de la utopía moderna.
Desde una perspectiva distinta, esta excepcionalidad no sería tal, porque el carácter distintivo de Estados Unidos no procede de una abstracción ideológica, sino de la reelaboración política de una herencia británica que tiene una realidad histórica concreta: costumbres e idioma inglés, religión protestante, constitución política del Reino Unido. El ideal político ilustrado –liberal y democrático- se levanta sobre esa cultura. Cualquier intento de escindirlo de lo que constituye sus cimientos resulta arriesgado, porque deja la esfera política sin sustrato real, o bien porque lleva a proyectar ese mismo ideal sobre sociedades que no están preparadas para desarrollarlo.
No nos corresponde aquí decidirnos por ninguna de estos dos planteamientos. Sí que podemos observar que España no parece tener ningún papel en ninguno de los dos. O tal vez uno negativo, sobre todo a partir de los hechos ocurridos en 1898 y, más aún, a partir de la posterior interpretación intelectual y política de estos.
Efectivamente, el año 1898 marca un momento crucial en las relaciones entre España y Estados Unidos y, además, en la idea que cada uno de los dos países se forma de sí mismo. Con la Guerra de Cuba, o la Guerra Hispano-americana, Estados Unidos dio el paso que le llevaría al protagonismo en la escena mundial. Un país hasta entonces relativamente encerrado en sí mismo, salvo en la expansión territorial hacia el este y el sur, cobraba un protagonismo nuevo. Probablemente, hablar de imperialismo es equivocado. En 1898, Estados Unidos no emprende una campaña propiamente imperialista, como las de tantos países europeos que plantean su expansión “imperial” como respuesta a una crisis de identidad nacional que les llevará al nacionalismo. Al revés, la intervención en Cuba fue más bien fruto de la confianza en sí misma de la nación norteamericana. Por eso el triunfo norteamericano de 1898 no significó la crisis de la modernidad, sino su triunfo.
Para el adversario derrotado, el “Desastre del 98” (así, con mayúscula) vino a demostrar sin posible discusión que la modernidad, en España, no era más que una apariencia superficial, algo que no había conseguido cambiar la naturaleza fundamentalmente premoderna –y en más de un sentido, antiilustrada- del país. Y allí donde la comunidad política norteamericana triunfaba, la nación española surgida a partir del texto constitucional de 1812 acababa de demostrar su inexistencia. La antigua gran potencia derrotada y la nueva gran potencia victoriosa venían a encarnar, cada una, una determinada posición en la Historia.
Y sin embargo…
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En los últimos años se ha empezado a hacer justicia a la aportación española a la Independencia de Estados Unidos. Y aunque los hechos no han conseguido todavía abrirse paso hasta el conocimiento común ni hasta los manuales escolares, no se puede ya negar que España tuvo un papel decisivo. La Corona española tardó en decidirse a apoyar a los colonos. Por un lado, la actitud de España era decisiva por sus posesiones extensas y estratégicas en el oeste (las Floridas) y el sur (Texas y Nuevo México). Sin embargo, la independencia de las colonias inglesas podía dar un mal ejemplo para las posesiones españoles en América. Y volver a la guerra con Inglaterra era arriesgado, por mucho que los españoles quisieran la revancha de la Guerra de los Siete Años.
Entre los ilustrados españoles, el levantamiento norteamericano suscitó un interés intelectual que se plasma, por ejemplo, en las reflexiones de Francisco de Saavedra, amigo de la familia Gálvez, o en la amistad entre el conde de Aranda, entonces embajador en París, y Benjamin Franklin, representante en Francia de las Trece Colonias. Después de la Guerra, Franklin sería el primer extranjero que formó parte de la Real Academia de la Historia, por invitación del conde de Campomanes. Hay quien ha visto en las reflexiones sobre la propiedad privada y la tiranía que realizaron los miembros de la Escuela de Salamanca, en el siglo XVI español, el antecedente de algunas de las ideas de Locke que luego acabaron conformando la “ideología norteamericana”. (Por otra parte, los ilustrados, y en particular Locke, leyeron El filósofo autodidacto escrita en el siglo XII por el español musulmán Ibn Tufail: una reflexión novelada, de tono melancólico, sobre la razón natural.) La invitación cursada a Franklin por la Academia madrileña culminaría por tanto, simbólicamente, la aportación intelectual de España a la democracia norteamericana.
Aranda también había comprendido que Estados Unidos estaba destinado a ser una gran potencia y, preocupado por las consecuencias, imaginó reformar la Monarquía española para convertirla en una especie de Commonwealth avant la lettre. De haber salido adelante aquel proyecto, la independencia de Estados Unidos habría cambiado España y, probablemente, la faz de la tierra. El caso es que España se enfrentaba a una decisión más modesta pero no menos arriesgada. En 1779 Floridablanca firmó el Tratado de Aranjuez con los gobernantes franceses, y España entró en guerra. A partir de ese momento los norteamericanos recibieron ayuda española de varias maneras.
La nueva situación obligó a los británicos a distraer tropas y energías del frente americano. También hubo intervenciones directas desde territorios españoles en América, como las realizadas por Bernardo de Gálvez para asegurar el control de la cuenca baja del Misisipi, el de la Florida occidental (con la toma de Mobila y Panzacola, hoy Mobile y Pensacola, las dos en Alabama) y el del área del Caribe. Las tropas españolas participaron también en diversos enfrentamientos en la Louisiana, y la ayuda española resultó muy importante en la batalla decisiva de Yorktown. Así como se suele recordar a Bernardo de Gálvez, conviene no olvidar a Juan de Miralles, uno de los comerciantes y agentes secretos del gobierno español en la guerra, que supo ganarse el afecto de Washington.
Bernardo de Gálvez
Aun así, la prudencia del conde de Floridablanca, que tanta irritación causo a John Jay, representante de las Colonias en Madrid, impuso una forma de ayuda más discreta, clandestina en la medida de lo posible. El dinero y los muy diversos materiales se canalizaron a través de varias casas comerciales, en particular la del empresario vasco Diego de Gardoqui, con el que colaboró José de Jaudenes y Nebot, que luego continuó su propia carrera como representante de su país en Estados Unidos. Gardoqui, que acompañó a Washington en su toma de posesión, fue un ejemplo de los lazos comerciales establecidos entre España y las colonias de Norteamérica. La profesora Reyes Calderón ha calculado que en 1777 las donaciones del gobierno español a los insurgentes norteamericanos alcanzaron el 5,9% de los ingresos de la Corona, lo que da una idea del compromiso español. Con el Tratado de París que puso fin a la guerra en 1783, España alcanzó la cima de su poder territorial en el continente americano. Gracias a eso, también pudo recuperarse con más facilidad que Francia.
Así como cada vez se comprenderá mejor el papel crucial que la Corona española tuvo en la independencia de Estados Unidos, también se irá conociendo cada vez más el interés que el experimento democrático suscitó en España. No todo el mundo manifestó la fascinación del liberal Valentín de Foronda, cónsul en Filadelfia, por Estados Unidos. Aun así, cuando a España le llegó el momento de debatir su propia Constitución para convertirse en una nación política moderna, no dejó de estar presente el ejemplo del texto constitucional de 1787. (Al debate en Cádiz también acudió un representante por Nuevo México, Pedro Baptista Pino, pero no llegó a tiempo y tuvo que dejar constancia de su contribución en una Exposición publicada por cuenta propia.)
Más tarde, la reflexión de Tocqueville sobre la democracia en América encontrará lectores ávidos en España y en toda Latinoamérica. Para entonces, en torno a 1840, ya no se trataba de hacer la revolución, como en 1812. Se trataba de descifrar el enigma que planteaba la relación entre democracia y libertad. Los norteamericanos lo habían resuelto sin dificultades aparentes, como la base lógica de su constitución nacional. Los europeos, incluidos los españoles, tardarían más de un siglo en aprender la lección.
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La aportación española a la independencia de Estados Unidos, tan propiamente ilustrada, no habría sido posible sin la presencia de España en el territorio norteamericano. En 1783, la Corona española dominaba, en teoría al menos, casi dos tercios del actual territorio de Estados Unidos. Es cierto que buena parte de la Louisiana, es decir la cuenca del Misisipi, acabó siendo española por los azares de la política internacional. El resto, sin embargo –y el resto es gigantesco- era fruto de un proyecto político y cultural específico.
La expansión en el Sur y el Oeste de Estados Unidos requirió el trazado de vías de comunicación que empezaron a conformar una unidad política y cultural. Los propios conquistadores, convertidos en exploradores, tuvieron un papel determinante en esta tarea. Juan Bautista de Anza abrió el Camino de Anza (Anza Trail) que permitió llegar a San Francisco por tierra, evitando así la difícil navegación de la costa californiana. Juan de Oñate, a partir de 1598, empezó a abrir el Camino Real de Tierra Adentro, que con 2.000 kilómetros de trazado acabó uniendo Albuquerque, Santa Fe y Taos con las poblaciones del norte de Nueva España. Los ingenieros militares españoles contribuyeron a trazar el Camino de Santa Fe, hasta Saint Louis al este y San Gabriel (Los Ángeles) al oeste. Este camino fue luego el Old Spanish Trail, básico para la expansión hacia el Este de las poblaciones norteamericanas. Hoy en día la autopista U.S. 101 sigue, por la costa entre Los Ángeles y San Francisco, el trazado del Camino Real de Anza.
Recorrido del Anza Trail
Entre los motivos de los españoles, está también la curiosidad y la necesidad de conocer la conformación de los nuevos territorios. Más tarde, Carlos III fundaría el Archivo de Indias en Sevilla, donde su primer director, Juan Bautista Muñoz, empezó a reunir la información cartográfica procedente de América. Era ingente, gracias al trabajo de cartógrafos como Enrico Martínez. Y siguió aumentando con las expediciones de exploración de la costa Oeste de Estados Unidos, como la de Gaspar de Portolá, la de Juan Francisco Bodega (nacido en México), o la de Alejando Malaspina entre 1789 y 1794. El propio Malaspina, que sabía de lo que estaba hablando, las llamó expediciones “científico políticas”.
Los españoles se encontraron algunas veces en situaciones extraordinarias, como los años que Alvar Núñez Cabeza de Vaca y sus compañeros pasaron entre 1528 y 1536 en la Florida, la Louisiana y Texas. Aquello dio lugar a la crónica de los Naufragios, en la que se relata esta experiencia única de exposición total a una cultura distinta. Esta experiencia directa de algo completamente ajeno, que tan larga repercusión iba a tener en la cultura europea, fue vivida con una intensidad particular por quienes asumieron la tarea de evangelizar e incorporar a la civilización occidental a las poblaciones americanas nativas. De no ser por el empeño de jesuitas y franciscanos, es posible que Nuevo México hubiera sido abandonado por la Corona, dada la escasa rentabilidad del territorio. Los evangelizadores, por otra parte, no podían ser indiferentes a la realidad de la vida de los americanos. Los jesuitas empezaron a dar a conocer la cultura china en Europa, y los evangelizadores de América del Sur se dejaron fascinar por las culturas y los idiomas que descubrían. En América del Norte, también los “padres” españoles dejaron testimonio de su interés por los pueblos nativos, tal vez menos sofisticados, pero igualmente complejos y con idéntica dignidad. Ahí están textos como la Historia de los triunfos de nuestra santa fe (1645), del jesuita Andrés Pérez de Ribas, que exploró de joven la zona de los “Cuatro Ríos”, al norte de Sinaloa (México).
Resulta difícil no dejarse llevar por la imaginación al intentar pensar lo que fue la vida del Padre Eusebio Francisco Kino –el “padre a caballo”, como lo llamaban “sus” indígenas, sus amigos del rancho próximo a Dolores- en las inmensidades de Sonora y Arizona… El propio espacio americano se configura aquí como algo nuevo, radicalmente distinto del europeo en su dimensión y en su naturaleza. España, que es un continente en pequeño –otro motivo de reflexión-, quizás había preparado a aquellos hombres para lo que se iban a encontrar del otro lado del Atlántico. Si se quiere, aquí se puede ver el origen de las exaltaciones románticas americanas de Chateaubriand y el de algunas de las claves de la pintura paisajística norteamericana, desbordada por las proporciones de la naturaleza a la que se enfrenta. También se podría relacionar esto con la sensibilidad de Thoreau, el Rousseau norteamericano, e incluso con el panteísmo de Walt Whitman.
Ruinas de un poblado navajo, Nuevo México
Sin embargo, todo eso está muy lejos de la visión que los españoles tenían del paisaje y del mundo americano, más sobria y realista, impregnada además de cristianismo. Para los españoles, antirrománticos casi por naturaleza, había bárbaros pero no “salvajes” (mejor en francés, sauvages). En cambio, sí que presenta más de un parecido con la forma en la que algunos europeos del siglo XIX contemplaron España: un país ajeno a la historia y no corrompido por la civilización. Vale la pena apuntar esta analogía entre la imagen de España y la de Estados Unidos, escenarios ambos de las fantasías exóticas del romanticismo europeo. (Con algún matiz casi humorístico: recuérdese a Washington Irving ejerciendo de romántico norteamericano en Granada; luego vendrían, en busca de aventuras más subidas de tono, los brigadistas de la Guerra Civil.)
El equilibrio llegó, cuando Willa Cather, en el siglo XX, vuelve a reflexionar sobre el paisaje americano y el rastro de sus antiguos habitantes. En sus novelas la dimensión trascendente propia de la naturaleza americana está interiorizada en un proyecto ético. Y ahí, justamente, reaparecerá el recuerdo de lo español: una evocación discreta en El canto de la alondra y en La casa del profesor, y en primer plano, en cambio, en La muerte llega al arzobispo, que tiene por protagonista a un jesuita europeo en Nuevo México.
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Las tierras al norte de Nueva España no cumplieron las expectativas de los españoles. Allí no había riquezas enterradas, capaces de cambiar la suerte de cualquiera que se atreviera a organizar su explotación. Los americanos nativos comprendieron pronto lo que movía a aquellos extranjeros, y aprendieron a manejar a los que se aventuraban por allí invitándoles a ir “mas lejos”, siempre más lejos, en busca de tesoros y ciudades legendarias. El historiador John Francis Bannon, S.J., pudo hablar del “optimismo incurable” de los conquistadores españoles. Fue este, en buena medida, lo que les llevó a continuar hacia el norte (Nuevo México, Colorado) y a partir de ahí hacia el noreste (Texas) y el noroeste (Arizona y California).
La Sierra de Gredos vista desde Trujillo, Cáceres.
Como en toda la expansión española por el continente americano, también aquí jugaban un papel crucial la ambición territorial de la Corona y la voluntad evangelizadora. Como es bien sabido, la forma de expansión colonial española tiene poco que ver con la ocupación del territorio por los colonos del norte de América. La Corona imponía una planificación estricta, centralizada por los funcionarios y la Corte, con requisitos y condiciones precisas. Aparte de la cuestión económica, estaba la territorial y la estratégica, fundamental cuando el territorio de lo que se acabó llamando las Provincias Internas, al norte de Nueva España, se convirtió en zona defensiva contra los nativos de más al norte y los europeos, en particular los franceses procedentes de la Louisiana.
A pesar de todo, no cabe desdeñar el papel de la iniciativa individual. Se concentra en individuos que, a su condición de colonos –luego pioneros, o pioneers, es decir gente valiente, sin miedo a enfrentarse a lo desconocido- añadían la de empresarios –por la organización y las inversiones que las expediciones requerían- y la de políticos, por los equilibrios que debían mantener con los intereses de la Corona en Madrid y los de la Corte virreinal. Estas condiciones dan lugar a grandes personajes que han dejado su huella en la historia norteamericana, como Juan Ponce de León –el primero de todos-, Hernando de Soto, el portugués Juan Rodríguez Cabrillo, Juan de Oñate o Francisco Vázquez de Coronado, el primer europeo que contempló la belleza del río Colorado. A los misioneros, por su parte, los movían el fervor y la urgencia de la evangelización, Más de una vez la Corona se plegó al designio de los “padres”, como ocurrió en Nuevo México.
Todos estos motivos, tan diferentes entre sí, acaban configurando una inmensa zona de frontera, a la que se añaden en el oeste “las Floridas”, siempre poco pobladas pero de primera importancia estratégica. Los españoles tuvieron que aprender a gestionar un territorio que les planteaba retos específicos por sus dimensiones, por sus habitantes, por sus características físicas y climatológicas y por su lejanía.
Los españoles sabían por experiencia, y en su propio país, lo que es un territorio fronterizo. En el avance hacia el sur en tiempos de la lucha contra los musulmanes, primero lo fue Castilla, luego las llamadas Extremaduras y por fin Andalucía, mientras sobrevivió el Reino de Granada. Como las regiones norteamericanas en poder de los españoles no dejaron nunca de ser territorio de frontera, tal vez no sea del todo exagerado sugerir que allí, en lo que luego iba a ser Estados Unidos, sobrevivieron hábitos y formas de vida propias de lo que había sido una de las raíces de la cultura española, tal como se forjó entre el 800 y el final del siglo XV. La introducción del caballo de origen árabe, sin el que no se entiende el Oeste norteamericano, fue obra de los españoles. Con él llegaron luego prácticas de ganadería trashumante y figuras (el cowboy, sin ir más lejos) que aún hoy no se han perdido del todo, como no se han perdido formas quintaesencialmente norteamericanas de juego y exhibición, de origen español, como el rodeo. (La Texas Longhorn, raza de vacuno que ha llegado a ser uno de los símbolos de Texas, también es de origen español.)
Cuando se habla del concepto de frontera (frontier), tan importante en la construcción de la identidad norteamericana, conviene por tanto recordar la contribución de los “Borderlands” españoles del Sur y el Oeste de Estados Unidos. El historiador Nicolás Sánchez Albornoz se complacía en evocar el “vendaval de libertad” que barrió las tierras del centro y del sur de España –frontiers, en el sentido norteamericano- en tiempos de la Reconquista. La contrapartida norteamericana de Sánchez Albornoz es la obra del historiador Frederick Jackson Turner, autor del ensayo fundador de los estudios sobre la frontera en la cultura norteamericana.
Trashumancia ganadera en el Puerto del Pico, Ávila.
Desde dos perspectivas diferentes, coincidieron en el tiempo y en lo que luego sería un solo país dos formas de enfrentarse a la vida que tenían en común cierto gusto por la libertad. No hace falta forzar la realidad y suponer una síntesis posterior. La hubo en algún caso, como en el de los Californios, los antiguos colonos californianos nacidos allí cuando el territorio no era todavía norteamericano y que preservaron durante muchos años, como una aristocracia local, las antiguas virtudes de orgullo e independencia de los pioneros de origen español. Luego desaparecieron, anegados por la marea que llegó a California tras la Fiebre del Oro, en 1849. Aun así, conviene recordar que el concepto de frontier, en Estados Unidos, puede y debe comprenderse desde dos perspectivas distintas pero no del todo contradictorias.
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A diferencia de lo que ocurría en México, las poblaciones nativas del norte no habían conocido ninguna forma de servidumbre. Por tanto, no estaban dispuestas a aceptar la que los españoles les proponían, a la fuerza. Ni las encomiendas, implantadas en muchas otras regiones americanas, ni los repartimientos tuvieron éxito. Tampoco la tuvieron las ciudades, lo que es un rasgo original de esta región. Por supuesto que los españoles crearon centros urbanos, algunos de ellos destinados a tener una enorme importancia, como San Agustín, la primera ciudad norteamericana, Santa Fe y Albuquerque. También dieron su carácter definitivo a otras fundadas previamente, como Nueva Orleans, reconstruida por los españoles, en parte con el dinero del comerciante Andrés Almonester, tras el incendio de 1788. La ciudad más francesa de Estados Unidos es de estilo y arquitectura españoles. Ahora bien, durante mucho tiempo las ciudades en territorio norteamericano fueron más centros comerciales o defensivos que auténticos núcleos residenciales y políticos. Es este un punto sorprendente. Llegados a Estados Unidos, donde acabaría predominando una cultura de raíz anglosajona en la que la ciudad no constituye el núcleo básico de la vida social, los españoles, que eran incapaces –como buenos mediterráneos- de pensar su cultura fuera de la ciudad, tuvieron que inventar alternativas originales.
Entre las excepciones ya citadas está la ciudad de Los Ángeles, que data de 1781, pero hay que recordar que El Pueblo de Nuestra Señora la Reina de los Ángeles del Río de Porciúncula –tal es el primer nombre de Los Ángeles- no fue de fundación religiosa. Se creó por recomendación de Felipe de Neve, gobernador de las Californias, y con la intención de contrarrestar el efecto perjudicial de las misiones. Efectivamente, fueron estas, junto con los presidios (fortalezas militares) las formas más utilizadas para la organización, el control y la defensa del territorio. Que presidios y misiones vayan juntos no quiere decir que los dos proyectos, el militar y el religioso, fueran fáciles de compatibilizar. Es sabido, por ejemplo, que las misiones se construían algo alejadas de los presidios para evitar a los nativos americanos el mal ejemplo que solían dar los soldados.
La iglesia de Nuestra Señora de Los Ángeles, Los Ángeles, 1869.
Apunta aquí uno de los puntos más debatidos de esta historia, como es el legado de los misioneros españoles, de los que no hubo sólo franciscanos, sino también jesuitas y carmelitas. De ahí el nombre de Carmel, en la bahía de Monterrey. Los soldados se encargaban de proteger la población y los misioneros de evangelizar a los nativos, así como enseñarles técnicas de agricultura y de ganadería, construcción, transporte y nuevas formas de expresión y convivencia. (La música resultó esencial en este trasvase.) La influencia ha sido perdurable y hasta hace poco tiempo algunas poblaciones de Nuevo México seguían conservando costumbres españolas de las que apenas quedaba ya rastro en España. El choque cultural también fue trágico, con las consecuencias devastadoras del contagio de enfermedades para las que la población americana no tenía defensas. El éxito dependió de factores muy diversos, entre ellos la ejemplaridad de los misioneros, que llegó a veces al martirio, y, sobre todo, la disposición de los nativos americanos y su interés por aquello que los misioneros les querían transmitir.
En algunas ocasiones, lo aprendido servía para fines imprevistos. Muchos nativos norteamericanos aprendieron español. Durante mucho tiempo, fue la lengua más hablada en el Suroeste norteamericano. En consecuencia, el español sirvió también para poner en comunicación pueblos hasta ahí aislados. Y a veces sirvió para transmitir las consignas de algunos de los movimientos de rebelión contra los españoles. Hubo varios, entre ellos el levantamiento de los indios Pueblo en Nuevo México, entre 1680 y 1692. Algunas otras naciones nativas, como los apaches, no dejaron no dejaron nunca de presionar sobre los territorios fronterizos.
No se trata de idealizar las misiones, aunque personajes del carácter de Fray Junípero Serra hayan dejado una huella indeleble en la historia y la cultura norteamericana. A los misioneros les inspiraba un proyecto medieval, una utopía franciscana, como ha analizado James A. Sandos, de pobreza, dedicación a Dios y santificación de la vida y el mundo que les rodeaba. El éxito fue relativo. Aún hoy se discute si los convertidos (es decir, los bautizados, según la práctica de los franciscanos en California) llegaban a serlo del todo. Por otra parte, los misioneros no dudaban en plantar cara a la administración, como ocurrió en casi todas las posesiones ultramarinas de la Corona española. El choque fue particularmente intenso cuando los ilustrados quisieron poner en marcha reformas que debían explotar y poner en valor los nuevos territorios. Para ello era necesario que las poblaciones nativas se emanciparan del control y la subordinación en el que se les mantenía en las misiones.
El enfrentamiento de Felipe de Neve, gobernador de las dos Californias, con Fray Junípero Serra, resulta ejemplar en este aspecto. En vez de la expulsión, como ocurrió con los jesuitas, se fundó la ciudad de Los Ángeles. De estas iniciativas reformistas, que requerían más libertad y más autonomía, surge una nueva distribución de la tierra en haciendas y ranchos, atenidos a la orografía del terreno, sobre la que luego se superpuso la malla geométrica y abstracta propia de los norteamericanos anglosajones. El rancho, por su parte, estaba a destinado a ser de las formas de propiedad, de las instituciones se podría decir, más distintivas del Oeste americano. Sea lo que sea, una de las últimas utopías medievales de Occidente sobrevivió hasta el siglo XIX en tierras norteamericanas, en la costa del Pacífico, allí donde poco más tarde todos los sueños empezarían a ser posibles. Incluidos los muy variados intentos de restaurar la fe cristiana en formas primigenias. Los españoles no querían hacer de los territorios de América del Norte la ciudad sobre el monte, como John Winthrop, pero algunos de ellos sí que se empeñaron en encender una llama destinada a perdurar.
Batalla del Fuerte del Álamo, 1836.
Tras la secularización mexicana a partir de 1821 y luego la anexión por Estados Unidos, las misiones pasaron a ser algo distinto. Primero, una ruina que recordaba una historia anterior, como una reflexión melancólica que permitía a los mexicanos y norteamericanos contemplarse en un pasado prestigioso. En algún caso, la historia nueva pareció incluso continuar la antigua, como en la batalla del Álamo, que tuvo por escenario una de las misiones españoles de Texas. Luego las misiones pasaron a encarnar el contrapunto ideal de la cruda colonización norteamericana, en parte gracias a la imaginación de novelistas como Helen Hunt Jackson (con la muy popular Ramona, de 1884), y también gracias a los trabajos de historiadores como Herbert E. Bolton, que abrió la investigación sobre los Borderlands españoles. Bolton insistió en que la historia de Estados Unidos no es comprensible fuera de la historia de los demás pueblos americanos.
Más tarde llegó el gusto por lo español, en particular el maravilloso y ecléctico “Spanish Colonial Revival” que cambió la arquitectura, la decoración, el diseño y el paisajismo en California y Florida en las primeras décadas del siglo XX. Fue exportado a Australia e incluso a México, con el nombre un poco paradójico de “Colonial California”. Un estilo de vida radicalmente moderno reinventaba el pasado y lo proyectaba hacia algo nuevo, que evocaba ya el mundo postmoderno y sus interrogaciones, unas veces angustiadas y otras hedonistas, e incluso frívolas, sobre la identidad. En cierto modo, California parecía destinada a ser la auténtica Nueva España.
Y volvemos así al principio, cuando los españoles empezaron a dar sentido a aquel Nuevo Mundo con nombres espléndidos, venidos de la fantasía, la fe y la política: California (por la isla de una novela de caballería, Las sergas de Esplandián), la Sierra Sangre de Cristo (entre Colorado y Nuevo México), Texas (por el nombre dado a los nativos americanos), la Sierra de Sandía (en Nuevo México), el río Colorado, Nevada, la Florida, esta última por la Pascua de Resurrección, o Santa Fe.
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En el año 1898, en la isla de Cuba, se enfrentaron dos países que eran también dos símbolos. De un lado estaba Estados Unidos, la gran potencia del futuro que recogía la herencia moderna procedente, como mínimo, de tiempos de la Ilustración. Enfrente estaba España, la gran potencia del pasado que había rechazado la modernidad.
Como todas las síntesis históricas en esta había algo de verdad y mucho de propaganda. Antes de exponer esto, sin embargo, conviene que nos detengamos un momento en el término “potencia”, en pasado para España y en un futuro que ya empezaba a ser presente para Estados Unidos. En este punto, la paradoja está en que los dos países acabarían compartiendo algo relacionado con su dimensión de grandes potencias, co su naturaleza imperial. Si Estados Unidos ha podido ser considerado una ideología, en el sentido explicado al principio de este ensayo, también España, la Monarquía católica, lo pudo ser en su momento. Y así como España fue objeto de una extraordinaria campaña de propaganda ideológica y política que un contemporáneo de lo ocurrido en 1898 llamó la “leyenda negra”, también Estados Unidos sufriría algo similar a no mucho tardar. Las dos van dirigidas contra algunos aspectos concretos de la acción de ambos países, pero afectan, sobre todo y antes que nada, a su naturaleza, a su identidad. Y derivan su verosimilitud del hecho de que los dos países quisieron ser, al menos en parte, algo más que una potencia política. Los había formado una idea, un credo, una misión.
A finales del siglo XIX, Estados Unidos utilizó masivamente ese mismo arsenal ideológico contra España. Se le devolvería con creces, también desde España. Aún hoy no se han apagado del todo los ecos de esta acusación total, de fondo, según la cual el credo ideológico no esconde otra cosa que no sea codicia, voluntad de poder, soberbia y desprecio a los demás. También hay rastro de esto en la forma en la nos imaginamos a nosotros mismos a uno y otro lado del Atlántico. Pocos países se han empeñado en ejercer la autocrítica con tanta saña como España y Estados Unidos.
Santa Fe, Nuevo México.
En cuanto a lo que el enfrentamiento del año 1898 escenificó, ya no vivimos en el mismo mundo. España no responde –no lo hizo nunca, en realidad- a la imagen de aquel país arcaico, blindado contra la modernidad. Estados Unidos sigue siendo uno de los países más modernos del mundo, pero los propios efectos de la modernidad le están obligando a enfrentarse a retos que esa misma modernidad no había previsto. A veces recuerdan aquellos que afrontaron los españoles cuando tenían que integrar idiomas, culturas y formas de vida muy diferentes a las suyas. Como si lo que precedió y dio lugar a la modernidad volviera, de otra manera, a consecuencia del triunfo de esta. El extraordinario diálogo entre España y la identidad norteamericana, infinitamente más denso y más rico de lo que muchas veces se ha supuesto, está muy lejos de haberse terminado.
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