Discurso de la Corona
La Corona es una institución de una índole muy particular. De una extraordinaria sencillez, todos entendemos el principio en el que se basa: una persona, fuera de cualquier significación partidista, representa lo que nos une a todos. Al mismo tiempo, la Corona requiere una extraordinaria sofisticación. No se reivindica por lo que hace ni por lo que dice, o por lo menos no en primera instancia. Se reivindica por lo que es y la conducta del monarca será la adecuada en la medida en que sepa adecuarse, en el tiempo en el que vive, a esa esencia imperecedera, que no puede ser variada en modo alguno.
Consciente de esta realidad, el rey Felipe VI se planteó desde el principio de su reinado, hace ya seis años, una línea de conducta consecuente. Y ha venido actuando de tal modo que los españoles, ahora, pueden confiar en él y en la institución que representa. El ejercicio de transparencia, de responsabilidad y de rendición de cuentas realizado en estos años se pudo manifestar ayer con la naturalidad que se le debe exigir al Rey. No hay exhibición, ni condenas, ni alusiones crípticas y necesitadas de interpretación. Hay un programa que se ha venido cumpliendo y va a seguir cumpliéndose. Con independencia, dicho sea sin arrogancia, de los avatares y las circunstancias de cada momento. La Corona sigue ahí, hoy más que nunca, como el puntal firme en una situación de incertidumbre.
Al asumir la representación de todos los españoles, con independencia de sus ideas políticas, el monarca tiene que responder también al afecto con que los españoles viven, y sienten, la institución. Nada más lejos de la abstracción y la frialdad institucional que la Corona. En este año trágico, los Reyes han demostrado que lo han comprendido muy bien. Así lo han evidenciado sus múltiples contactos con todos los sectores de la sociedad civil y sus viajes sin descanso, en los peores momentos, por todo el país. En esta relación directa, el monarca y la institución han mostrado su cercanía. Español como cualquier otro, demuestra así la vigencia de una idea de España.
La vitalidad de la institución invita a los españoles a no rendirse. A Felipe VI no le gustan las personas que se conforman. Ante la pandemia y la crisis, ha demostrado disciplina, valor y ganas de afrontar los riesgos. Ha sido un ejemplo, una invitación y una declaración de confianza y de amor a sus compatriotas y a su país. Ahí está la razón de ser de la institución, la voluntad de estar al servicio de los españoles, de las personas en todas sus dimensiones, también en el afecto y en el consuelo. El Rey está muy lejos de esas lealtades abstractas, alejadas del sufrimiento y la alegría de los que formamos el país. Por eso mismo, en estos meses se ha esforzado en que no se olvidaran los consensos básicos de cualquier sociedad: entre las distintas administraciones, y entre estas y la sociedad, en particular organizaciones como las de los profesionales de la medicina, que tanta importancia han tenido y seguirán teniendo.
Nada de esto sería posible sin otra forma de consenso, aún más básico, referido a los principios morales y a los valores. El Rey los expuso en su Proclamación ante las Cortes, en 2014, y ahora vuelve a expresarlos. Pocas veces como ahora -en realidad, mucho más que entonces, por la crisis que estamos atravesando- habrá sido tan necesario recordarlos: como un compromiso propio, claro está, pero por eso mismo, también como una invitación y un reto al conjunto de la sociedad. También a la clase política, que se debe a algo más que a las estrategias de poder y de comunicación. La demostración fehaciente de que no se está dispuesto a tergiversar la verdad ni a traicionar la propia palabra, tal como se escenificó ayer en el discurso de Navidad, es una exigencia que incumbe a todos. Un gran discurso, digno de un gran Rey, para un gran país en tiempos difíciles.
La Razón, 25-12-20