La Reina de Inglaterra

Los 90 años de Isabel II han dado pie a toda clase de elogios, más que merecidos, a quien lleva otros 64 al frente del Reino Unido. Se ha elogiado la disciplina, el sentido de la responsabilidad, la firmeza, la discreción… todo lo que ha hecho de ella uno de los genios políticos de la segunda mitad del siglo XX y de buena parte del XXI. Más largo que el reinado de la Reina Victoria, al de Isabel II no le han faltado momentos delicados: desde el derrumbamiento del consenso socialdemócrata en los años 70, la revolución thatcheriana, las siempre complicadas relaciones con la Unión Europea, la corrupción y la falta de ejemplaridad en la Real Familia e incluso un episodio tan postmoderno como el matrimonio del Príncipe de Gales con quien debería haber sido su amante.

 

Para explicar la supervivencia de Isabel II hay que evocar el carácter, claro está, pero conviene también tener en cuenta la forma en la que la Reina ha sabido inspirarse de la naturaleza de la institución que representa y de cómo se ha puesto a su servicio. Como dijo en el siglo XIX Walter Bagehot, la Corona tiene la ventaja de ser una forma de organización política inmediatamente comprensible para todo el mundo. Como está por encima de la lucha partidista, deja fuera del debate político aquello que representa, que es el Reino, en nuestro país la nación. Y como condensa en una persona valores e ideas muy abstractas, la relación de la gente con el bien común resulta fácil y humana.

La Corona inglesa incorporó en su tiempo la tradición republicana del país, que desde entonces nunca ha dejado de estar presente (como en la república norteamericana lo está la tradición monárquica). Se percibe en la disciplina de la Reina. Lo que tiene de aristocrático la constitución inglesa se percibe, en cambio, en la muy codificada excentricidad de Isabel II. La combinación parece producir una comprensión muy profunda, se diría que natural, de lo que la gente, la gente común, quiere de ella. Cercanía respetuosa, distancia, y la seguridad de que a pesar de los símbolos, de la vida extraordinaria que le ha sido concedida y de la autoridad de la que está investida, la Reina no deja de ser una británica más, compendio de las virtudes y las inclinaciones de todo el país y afectada, como todos, por la marcha de su Reino.

La Razón, 26-04-16