1-O en Barcelona. El pueblo catalán
La mañana del domingo 1 de octubre –el ya célebre 1-O- empezó para mí con una visita a un colegio electoral de la calle Pau Clarís, en el centro de Barcelona. Las fuerzas de orden público nacionales acababan de desalojarlo y precintarlo, y en la puerta se encontraban algunas personas, pocas, que leían las hojas pegadas en las puertas de entrada. Invitaban a votar en otros colegios electorales cercanos. Antes habíamos pasado por un bar restaurante de la Rambla de Cataluña, casi desierto tan temprano, donde un camarero, después de indicarnos su disposición a hablar con nosotros silbando “Soldadito español”, nos dijo que si la consulta ofreciera alguna garantía, votaría “No”. Otros dos camareros, uno de ellos muy joven, acabaron diciéndonos lo mismo. Todos en castellano.
Tras la cita fallida en el colegio de Pau Clarís, nos dirigimos a los Jesuitas, muy cerca de la plaza de Urquinaona donde, la tarde anterior partió bajo la lluvia una manifestación de varios miles de personas a favor de la unidad de España. La gente se reía, se abrazaba y al final hubo quien envió besos a la Cibeles. Fue la única manifestación de alegría colectiva que vimos en dos días. Acabó en Plaza de Sant Jaume, como lo había hecho otra celebrada el sábado al medio día. Fue después de esta última concentración cuando, en la plaza de Cataluña, vimos pasar a un chico joven, envuelto en una bandera nacional, con un hombre que parecía su padre. La primera bandera nacional que yo veía en las calles de Barcelona desde hacía mucho tiempo.
En los Jesuitas había un centenar de personas a las puertas del colegio. Aquí el problema no era el cierre del local. Venía de la caída del sistema informático preparado por la Generalidad para la votación y el recuento. Hasta su restablecimiento, o la puesta en marcha de un nuevo procedimiento, no habría posibilidad de votar. La gente, burgueses de mediana edad con pinta de funcionarios y profesionales –pocos jóvenes, seguramente por lo temprano de la hora- esperaba con paciencia, hablando o tecleando el móvil. Parecía haberse difundido la noticia de la imposibilidad de votar, porque en el rato que estuvimos allí no se acercó más gente.
En vista de la falta de acción decidimos acercarnos a la Universidad. La mañana anterior ya la habíamos visitado, y habíamos podido ver la entrada y el claustro sembrados de mantas, cartones, botellas y restos de comida. Algunos carteles pegados por las paredes daban información sobre horarios de reuniones y debates. Otros, más lúdicos, iban por el lado de lo imaginativo y lo chistoso. Todo infinitamente cutre, como lo fue la revolución de los años 60 y 70 de la que esta de la Universidad de Barcelona, con estudiantes encerrados allí varios días, resultaba la parodia de la parodia… El domingo, en cambio, la Universidad estaba cerrada. Un simpático activista nos indicó en la puerta que cerca, al lado del MACBA, había otro colegio electoral.
Por un pasadizo –una ratonera dijo una mujer, más alerta o con gustos más melodramáticos que el resto- llegamos a un patio. Allí se habían organizado algunas colas para entrar en el hall acristalado que hacía de colegio electoral. Dentro continuaban las filas, pero seguían sin moverse. Gente de menor edad que en los Jesuitas, –sin excesos, en cualquier caso: treintañeros muchos de ellos-, universitarios casi todos, todos hablando catalán y todos con ese uniforme postmoderno de la ropa para adultos que se resisten a dejar de ser jóvenes. Uniforme caro, y siempre a la última, como en la inauguración de una exposición.
Tampoco aquí se podía votar, en cualquier caso, y acabaron cerrando la entrada al hall a los de fuera porque, al parecer, el suelo corre el riego de hundirse. Del anuncio se encarga un hombre joven, subido a las escaleras mecánicas –no falta el dinero- que llevan a la primera planta del edificio. Otra vez nos vino el recuerdo apagado de las asambleas universitarias de los años setenta. El rumor de la llegada de las fuerzas de orden animó, un poco, el ambiente gregario y unánime, con aire de preocupación voluntariosa y cejijunta, de civismo sobreactuado. Sólo se oía catalán, naturalmente. Al empezar a llover, algunos de los que esperaban en el patio empezaron a marcharse. En general la gente, unas trescientas personas, se quedó a la espera.
Un largo paseo por el Ensanche y por el Paseo de Gracia, la tarde anterior, nos había permitido comprobar en qué lugares aparecía la estelada. Lo hacía, siempre muy pulcramente colgada, en lo más selecto. Grandes balcones a la calle, áticos, fachadas de prosapia burguesa y pretensiones artísticas… allí es donde brotaba el símbolo de la nación. La revolución del 1-O presentaba un aire bien elitista.
La vuelta al colegio electoral de los Jesuitas nos permitió ver, entrada la tarde, que ya se había empezado a votar. Se habían formado dos colas, de unas cincuenta personas cada una, y había más gente joven que de mañana. Los asistentes iban entrando de uno en uno en el colegio electoral. Al salir, los ahora votantes sonreían y levantaban los brazos para recibir el aplauso tibio de los que seguían esperando. En la misma puerta, un alternativo –de los que en Madrid llaman perroflautas- daba una lección de historia de la maltratada identidad catalana a un extranjero rubio, el único que parecía un poco animado. Luego, en la Plaza de Cataluña, algunas personas contemplaban de pie un escenario vacío en el que una pantalla grande emitía la programación de TV3, el canal oficial de la revolución. Alrededor, unos carteles de colores rezaban “Hola Món”, “Hola República”, “Hola Nou País”. La gran plaza, tan urbana, tan poco complaciente, había quedado convertida en una guardería, con evocaciones de un régimen de los años treinta. A veces parecía una de esas instalaciones triviales y académicas que los museos organizan ahora para niños grandes.
Cuando llegamos a Barcelona en la mañana del 30 de septiembre, pensábamos que íbamos a asistir a la fundación del pueblo catalán, el gesto histórico (algún pedante diría metahistórico) que llevaría al nacimiento de una nación. Al caer la tarde el 1 de octubre, nos dimos cuenta que habíamos asistido a una puesta en escena protagonizada, para su propio solaz, por la elite catalana, los jóvenes universitarios y unos cuantos alternativos. Importante, sin duda, y digna de ser tomada en cuenta, entre otras cosas por su fanatismo blando, ese narcisismo que lleva a la ceguera y del que muchos se arrepentirán dentro de poco tiempo. (Lo postmoderno no acaba con la realidad.)
El nacionalismo había alcanzado así uno de sus momentos cumbre, pero no había creado el pueblo catalán. El pueblo, de hecho, había estado extrañamente ausente de una ceremonia desangelada. Y la nación catalana, después de este viaje por el tiempo, se antoja aún más fantasmal, recuerdo de lo que no fue y anticipación de lo que no será.