Cataluña. Del oasis al paraíso

Carmen Forcadell, presidenta de la Asamblea Nacional de Cataluña (en nuestro país últimamente todo son asambleas), declaró hace unos días que los nacionalistas catalanes desean la independencia para que no vuelvan a ocurrir cosas como las que Pujol lleva protagonizando desde hace más de treinta años. La reflexión es interesante. Tal vez quiere decir que el resto de España es el causante de la corrupción en Cataluña. O bien está diciendo que en una Cataluña independiente, la conducta de Jordi Pujol no sería perseguida.

 

Esto último abre un horizonte muy amplio. Explicaría bien la idea de nación catalana que tiene el moderno nacionalismo, y que difiere sustancialmente de la que plantearon en su día los creadores y promotores del movimiento. Estos pensaban en Cataluña como una sociedad, un país o una nación vertebrada, rica, industriosa y adelantada. La rodeaba una España atrasada, artificial y pobre. Para soslayar la degeneración inminente y segura, una de las estrategias posibles era la ruptura. Esto, sin embargo, era algo muy difícil, como todos sabían. La otra estrategia, que suscitaría menor resistencia, consistía en encabezar la regeneración de España: tomar la iniciativa, participar en el poder en Madrid, catalanizar el país.

Ahora resulta cada vez más claro que con Jordi Pujol, auténtico padre fundador, llegó la hora de algo nuevo. El horizonte independentista es el mismo, y por tanto ha seguido en pie la unificación cultural de Cataluña, que se prolongará en su momento en la creación de un auténtico Estado catalán. Cambia el objetivo, sin embargo, como cambia, en parte, la naturaleza de este Estado. Los nacionalistas ya no aspiran a regenerar España, de la que se consideran desligados. Ya no existe un Estado español artificial que los nacionalistas tendrían que contribuir a reformar. De hecho, ya no se habla de Estado español, sino de España, directamente: una nación –o no, eso ha dejado de ser importante- que impide a los nacionalistas ser lo que quieren ser. Y para conseguirlo, nada mejor que un Estado catalán con una fiscalidad tal que ahorraría maniobras tan trabajosas como aquellas que, al parecer, ha tenido que realizar el pobre Pujol.

No todo se reducirá a esto, claro está. Pero es probable que buena parte del nacionalismo se haya visto tentado por la idea. La situación estratégica, unos vecinos grandes, ricos y con necesidades presupuestarias onerosas, el ejemplo y la tradición de algunos enclaves mediterráneos no demasiado lejanos, el propio espíritu catalán, aventurero y realista a la vez… Cómo no acariciar una idea tan sencilla, tan evidente.

La Razón, 27-08-14