Crema andaluza
La tarde del sábado pasado nos reunió a unos cuantos amigos en un estupendo restaurante, sin más pretensiones que la buena comida y la atención del cliente, en el centro de San Pedro de Alcántara (más detalles on demand). Uno de los comensales, una joven israelí, se entusiasmó con la idea de tomar lo que ella llamó, siguiendo la carta para extranjeros, una “crême brûlée”, desde siempre “crema catalana” para los españoles. En la cuenta, sin embargo, el postre aparecía con otro nombre: “Crema andaluza”.
La broma pone el foco en un punto relevante del actual debate sobre lo que se llama el encaje de Cataluña (habría que decir de los nacionalistas) en España. Hasta hace poco tiempo, Cataluña era para muchos españoles un modelo de laboriosidad y prosperidad. En la fantasía regeneracionista, los catalanes eran los modernizadores de España. Ya no es así. Hoy todo el mundo está al cabo de la calle de lo que a cada uno de los españoles le cuesta la Generalitat catalana. Se conocen cada vez mejor las ramificaciones de la corrupción y, peor aún, los nacionalistas han dejado bien claro su arrogancia y el escaso aprecio que hacen del resto de los españoles. Todos sabemos ya que ese populismo sin pueblo que es el nacionalismo catalán se mueve por resortes –de clase, por ejemplo- muy distintos de aquellos que proclama en su retórica.
Se habla mucho de la “incomodidad” de los catalanes, es decir de los nacionalistas. Se habla menos de la del resto de los españoles, que no parecen del todo dispuestos a aceptar una solución desequilibrada a un problema que ya no tiene una sola cara y que es fruto de cuarenta años en los que los responsables políticos han esquivado la tarea de construir un discurso nacional integrador, liberal y democrático, como era –y sigue siendo- su deber. La Constitución del 78 proclama y subraya la “indisolubilidad” de la nación. Ahora bien, el concepto de España que se ha difundido y enseñado en estos años llevaba, por pura lógica, a hacer del nacionalismo (separatista) la base de la (des)articulación del Estado. En algún momento iba a estallar la contradicción. Por eso el diálogo no se puede hacer ya en un solo sentido, ni prescindiendo de lo que los españoles piensan de su propio país, como si de España sólo pudieran hablar los nacionalistas catalanes y quienes les han jaleado hasta aquí.
La Razón, 01-09-15