La república fantasma
En nuestro país, las repúblicas siempre tienen algo de fantasmal, y en casi todas las ocasiones mucho de siniestro. Nacen de procesos de ruptura y de desunión, y relacionadas con movimientos revolucionarios en los que llevan la voz cantante los más radicales, gente que no tiene nada que perder y sí todo que ganar con el ejercicio del poder, aunque sea breve. No hay en España república estabilizadora y esta catalana, que se adivina española hasta el fondo, tampoco lo será. Lo suyo es la exclusión y la exaltación de la discriminación: raza, cultura, lengua, nacionalidad.
Por ahora, la república recién nacida se sitúa en un limbo legal, donde rige por defecto la legislación española y la comunitaria, siendo así que los nacionalistas se han colocado fuera de la ley. El orden le viene por tanto de fuera y está condenado a ser precario durante mucho tiempo. Como tal será percibido por las empresas, los inversores, las personas que podían haber elegido a Cataluña, hasta ahora un lugar central de la zona más rica y más abierta del mundo, como destino: para su dinero, para un viaje, para estancias más largas. A partir de aquí, en consecuencia, la república catalana quedará borrada de sus vidas. El fantasma republicano convertirá Cataluña en un agujero negro al que nadie querrá acercarse. Nadie, salvo los alternativos, una vocación que los gobernantes de Cataluña llevan cultivando desde hace mucho tiempo. Esa será la industria de la nueva república: la fábrica de sueños revolucionarios, el extraño teatro donde todos los frustrados y los fracasados intentarán vivir sus fantasías.
Ni que decir tiene que nadie va a reconocer la república. Una nueva entidad política necesita ser reconocida para existir. A la nueva república le espera –o le esperaría, de durar- un destino de fantasma suplicante. Nadie le hará caso, ni tendrá interlocutores, ni será tenida en cuenta en la Unión Europea, que la considera ya un paria en la escena internacional. La república catalana nace fuera de la realidad común y se incorpora al mundo de las entidades inexistentes, sin interlocutores, sin voz y sujetos a cualquier cosa que hagan los demás: fronteras, moneda, pensiones, deuda, seguridad, desplazamientos, espacio aéreo, energía… Nunca Cataluña habrá sido más dependiente y nunca habrá tenido menos capacidad de decidir. La República catalana, además de fantasmal, es una marioneta a la que cualquier gesto de Madrid, de París o de Bruselas puede reducir a la inanidad.
Todo eso, sin contar con la animadversión que la nueva república suscitará entre los españoles que una vez se enorgullecían de tener a los catalanes por compatriotas. Algo se ha roto, algo muy profundo que tal vez sea difícil de restaurar. Además de la ruina económica y social, y además de la completa dependencia política, la república catalana y quienes la han proclamado acaban de quebrar la lealtad mínima que une a todos los miembros de una nación. El autogobierno en el grado que Cataluña ha tenido hasta ahora se convierte por tanto en objeto de polémica. No digamos ya cualquier ampliación. De confirmarse, la república catalana se habrá convertido en una entidad sin sustancia propia, pero objeto de la antipatía de los demás españoles. Se habrían arruinado así décadas de autogobierno y un extraordinario futuro en España y en la Unión. Es el legado de cuarenta años de nacionalismo y un mes de borrachera.
La Razón, 30-10-17
Ilustración: Proclamación de la república catalana, 29-10-17