Ortega y su “generación del 14″
El año 1914 fue crucial para José Ortega y Gasset. Ese año publicó su primer libro, Meditaciones del Quijote y consiguió aglutinar a un grupo de intelectuales alrededor de un proyecto político nuevo.
Aquel año se desencadenó la Gran Guerra. Después de lo ocurrido en Cuba, los españoles optamos por la neutralidad, aunque la opinión pública tomó partido con pasión a favor de uno u otro de los contendientes. Como era de esperar, Ortega y su grupo se decantaron por los aliados, aunque la admiración de Ortega por Alemania dejaría una huella profunda en la mentalidad de sus compatriotas. Aquel mismo año, Ortega fundó una nueva organización, la Liga de Educación Política. Canalejas había sido asesinado en 1912 y Antonio Maura había quedado neutralizado en 1913. El sistema de turno de los dos grandes partidos, el liberal y el conservador, estaba agotado, como también se había agotado la coalición republicano-socialista fraguada tras los sucesos de la Semana Trágica de Barcelona, en 1909.
Había llegado la hora de una nueva propuesta, y fue Melquíades Álvarez, un político republicano, quien la ofreció. El Partido Reformista sería la alternativa a liberales y conservadores. También integraría a una parte del republicanismo en la Monarquía constitucional. Con su Liga de Educación Política, Ortega quería encauzar a los intelectuales liberales en la reforma del sistema desde dentro.
El perspectivismo y la nación
Ortega no era un político. Era un pensador, un filósofo. De ahí su autoridad entre sus contemporáneos. Aquel mismo año de 1914, y en el texto de las Meditaciones del Quijote expuso el giro que acababa de dar su pensamiento. En sus primeros años, Ortega se había adherido naturalmente a una filosofía en la que la razón ocupaba la plaza preeminente y el ser humano se constituía como entidad universal precisamente porque estaba dotado de razón. En las Meditaciones del Quijote, Ortega hizo saber que había dejado atrás todo eso. La universalidad de la razón había quedado sustituida por la multiplicidad de perspectivas. Estas perspectivas eran irreductibles entre sí, pero al mismo tiempo se necesitaban unas a otras. De este modo, Ortega se declaraba heredero de la gran crisis de la razón que había sacudido el pensamiento europeo de finales de siglo XIX. Él mismo llevaba la quiebra de la razón hasta un punto de no retorno. Lo llamaría perspectivismo, luego razón vital o razón histórica, entre otros nombres. Ortega había abierto el problema filosófico al que intentaría dar solución –sin conseguirlo, como era de esperar- toda su vida.
En este problema estaba resumido el propio pensamiento de Ortega sobre su país. A la pregunta ¿qué es España?, la misma que él se hacía en las páginas de su primer libro, había contestado echando mano de su nueva filosofía. España sería la suma, la instancia integradora y salvadora de las múltiples perspectivas que la componen. Sin ella, sin la dimensión nacional española, cada una de esas diversas perspectivas se hunde en el aislamiento y en el egoísmo para llegar, al final, al enfrentamiento. Había que nacionalizar la diversidad española, del mismo modo que, en el terreno filosófico, Ortega tenía que intentar reunir las perspectivas para salvarlas.
La “generación del 14”
Aquella reflexión sobre España dio una dimensión especial al grupo de Ortega. Su cometido iba más allá de la política. Se trataba, en realidad, de reformar España en función de la ambición nacionalizadora expuesta por Ortega en sus Meditaciones. El grupo constituye lo que se llamó mucho más tarde, en los años 1940, y por imitación con la del 98 y la del 27, la “Generación de 1914”. Sus genuinos representantes son intelectuales, profesores, profesionales y abogados con una intensa preocupación cívica. Los más conocidos son Marañón, Pérez de Ayala, Madariaga, Negrín, Azaña, Besteiro o Fernando de los Ríos. Forzando mucho la clasificación, se han incorporado a artistas como Falla y Picasso. Quedan excluidos los políticos profesionales, los Alcalá Zamora, Cambó, Ossorio y Gallardo o Miguel Maura.
En realidad, la “Generación de 1914” está formada por un grupo muy específico que reúne a los herederos de algunas de las familias del Partido Liberal, miembros de la Institución Libre de Enseñanza y lo (poco) que había de ilustrado en el PSOE. Para llevar a cabo su tarea reformadora, debía sacar a su país, que sigue siendo el nuestro, de la monumental crisis de fin de siglo, lo que aquí llamamos la “crisis del 98”. Una parte relevante de esa crisis había afectado a la naturaleza de la nación -nación de ciudadanos y de derechos-, tal y como la habían instaurado los regímenes liberales del siglo XIX. En toda Europa, la idea de nación surgida y realizada con las Constituciones liberales había entrado en crisis. Por eso había que rescatar a la nación del abismo donde había caído y devolver a España –en el caso de nuestro país- su dimensión nacional. También había que reformar el liberalismo mediante su democratización. Se trataba de salvar el régimen constitucional y liberal, abriéndolo al sufragio universal y a las nuevas necesidades sociales.
En los dos casos, el grupo de Ortega fracasó. Las responsabilidades de este fiasco histórico no recaen sólo, ni mucho menos, sobre el grupo. Ahora bien, dado el papel que asumieron Ortega y su grupo, hay que buscar en la obra del primero, y en las actitudes que patrocinó, algunas de sus causas.
Nacionalización y liberalismo
Las respuestas están, en buena medida, en el mismo año 1914 y más precisamente en las Meditaciones del Quijote y en los textos con los que anunció la llegada de la Liga de Educación Política.
Un primer núcleo de reflexiones se centra en la palabra y el concepto de España. En 1914, siguen vigentes para Ortega las reflexiones apocalípticas propias del fin de siglo. España, llegó a decir Ortega, es “la historia de una enfermedad”, una decadencia interminable, un desastre rotundo e inapelable: recomponer la nación a partir de ahí era poco menos que imposible. (A veces parece que Ortega, tan excesivamente aficionado a las metáforas, toma a España como metáfora del fracaso de la razón.) Lo mismo opina de la Monarquía constitucional –la Restauración- que es, en el mejor de los casos, un “panorama de fantasmas”. Y otro tanto pasa con el liberalismo, al que Ortega plantea dos grandes objeciones. Una es la de agotamiento: el liberalismo requeriría una renovación de matiz socialista que conduciría al neoliberalismo social, al estilo del de Canalejas. La otra es más propiamente conservadora, y acusa al liberalismo de destruir la sociedad en lo que tiene de organismo vivo y fecundo. El liberalismo, según esto, sería el antecedente de lo que luego se llamó el totalitarismo.
Las dos perspectivas no son fáciles de reconciliar. Ortega se moverá siempre en la indecisión entre la continuación de la herencia liberal y la crítica conservadora –e incluso contrarrevolucionaria- del liberalismo. Esto tiñe toda su obra política de cierta inconsistencia, un diletantismo político del que participa todo el grupo. A las alturas de 1914 aquellos intelectuales andaban ya por los treinta y tantos años, pero, sin madurez política, seguían siendo lo que luego se llamó los “teen-agers del Desastre” del 98. Después del fracaso del Partido Reformista y del cambio desde dentro del régimen, bastantes de ellos apoyarán a Primo de Rivera y luego contribuirán a traer la Segunda República… para acabar comprometidos, más o menos tácitamente, con el régimen de Franco. Llegó entonces la hora de echar de menos la atmósfera abierta, tolerante y liberal de los años juveniles. Es una trayectoria lógica, si se sabe comprender la raíz. También hay mucho que aprender de ella. No es, sin embargo, una trayectoria ejemplar.
Evidentemente, el legado de Ortega y su grupo no se limita a esto. Sus ideas sobre la diversidad como componente esencial de lo español han tenido una larga posteridad. El Estado de las Autonomías es la consecuencia directa de esta reflexión, en particular de una propuesta realizada sin éxito en los años veinte, en una serie de artíclos publicados bajo el título La redención de las provincias. Sus reflexiones sobre la nación, que derivaron luego a una fascinante visión de Europa, siguen teniendo vigencia. Y su gran reflexión filosófica ha influido tanto en el conservadurismo europeo y americano (sin excluir los Estados Unidos), como en el pensamiento postmoderno. Todo eso sin contar con la belleza de su prosa o su obra de empresario cultural, editorial y periodístico. Sin embargo, el desventurado siglo XX español se debe en parte a la actitud de Ortega y su “generación”.
La Razón, 17-05-14