Ni memoria, ni historia, ni política
Hace ya veinte años, la mayoría absoluta conseguida por el Partido Popular de Aznar señaló el final de uno de los consensos tácitos sobre los que se había edificado la Monarquía parlamentaria. Era el del silencio del Estado ante la historia de la Guerra Civil y, más en concreto, la memoria del enfrentamiento y todo lo que le rodeó en cuanto a violencia en la retaguardia republicana y después de la guerra. Los motivos del cambio eran dos. El primero es que la generación que había protagonizado la Transición empezaba a dejar paso a otra que no tenía de la Guerra la misma memoria viva que tenía aquella, en primera persona o por sus familiares inmediatos: la guerra dejaba de tener la presencia viva que hasta entonces seguía preservada. En cuanto al otro motivo, era directamente político. La mayoría absoluta del PP indicaba que también la memoria de la dictadura empezaba a difuminarse, a entrar en la historia, y que la derecha dejaba de estar marcada, en la mentalidad de los españoles, por cualquier relación con el régimen anterior.
Era cuestión de tiempo que una izquierda tan excepcional como la que representa el PSOE, muy distinta siempre –también entonces- de sus homólogos europeos, levantara la bandera de la memoria. Despejado el riesgo de violencia, el campo quedaba abierto para recuperar el recuerdo de la Guerra Civil. Se hizo desde una perspectiva muy concreta, que es la que reafirma el anteproyecto de la nueva Ley de Memoria Democrática: “recuperar la memoria” de “los que padecieron persecución o violencia, por razones políticas, ideológicas, de conciencia o creencia religiosa, de orientación e identidad sexual, durante el período comprendido entre el golpe de Estado de 1936, la Guerra Civil y la Dictadura franquista hasta la promulgación de la Constitución Española de 1978. Eso sí, la recuperación de “su memoria (…) incluye el repudio y condena del golpe de Estado del 18 de julio de 1936 y la posterior dictadura.” Parece que no hubieran existido víctimas en el bando “republicano”. Y lo ocurrido en la retaguardia “republicana” entre julio de 1936 y abril de 1939 no merece ni repudio ni condena, ni siquiera un recuerdo: se ha quedado fuera de las narrativas factuales y los nuevos paradigmas memoriales, tan brutalmente excluyentes.
La castiza combinación de ignorancia y sectarismo que caracteriza a este proyecto de ley no disimula lo esencial. Se trata de consolidar, como historia oficial, un relato cruel y maniqueo, por lo que tiene de deshumanización, de lo ocurrido en nuestro país entre 1936 y 1939. Renueva, como se ha dicho tantas veces, el espíritu guerracivilista de aquellos años, nunca olvidado del todo en la izquierda, particularmente en el PSOE. Y lo hace, además, para arrinconar definitivamente a la derecha en el campo de los herederos de la dictadura.
No lo habrían tenido tan fácil el PSOE y sus socios peronistas si la derecha hubiera comprendido a tiempo lo que iba a ocurrir. Estaba en la obligación de saberlo porque el silencio oficial que el Estado había mantenido hasta entonces no suponía neutralidad ante la República y la Guerra. Incluso Don Juan Carlos era calificado de “rey republicano”, lo que indica hasta dónde la legitimidad histórica de la Monarquía parlamentaria iba ya unida a la Segunda República.
Tal vez fue la enormidad de la fábula así inventada, de arriba abajo, la que llevó a la derecha política a inhibirse. La tendencia venía de lejos. Después de Fraga, la derecha ya había empezado a mostrar su inclinación por dejar atrás la historia. La amnesia se acentuó a partir de esos años. Desde entonces, la derecha española no ha tenido ni historia, ni memoria. Para ser una organización política conservadora, nadie ha llegado tan lejos en el borrado sistemático del pasado como el PP. La consecuencia era previsible. Llegó con Mariano Rajoy, después de que Rodríguez Zapatero promulgara su Ley de Memoria. Politizadas la historia y la memoria, el PP no sólo dejaba el pasado a sus adversarios. También les abandonaba el presente y, en consecuencia, la política, porque en política, hoy en día, lo que menos cuenta es la gestión y lo que más, en cambio, la identidad, de la que la historia, y sobre todo la memoria, forman una parte fundamental. El PP no ha salido de ese grado cero desde entonces.
No era algo obligado. Resultaba perfectamente posible imaginar y promulgar una Ley de Memoria Histórica que abordara la dignificación de las víctimas, la recuperación de los restos, la revisión de los monumentos y los lugares de memoria, e incluso la revisión de los juicios de postguerra desde otra perspectiva: una perspectiva incluyente, compasiva, humana… patriótica y democrática. Ajena a la imposición de una supuesta verdad desde el poder político. El Valle de los Caídos, que venía requiriendo una revisión desde hace por lo menos quince años, ejemplifica a la perfección lo que se podía haber hecho, lo que se dejó de hacer y aquello a lo que ha dado lugar esa dejación imperdonable. A los pocos que lo proponían, se les miraba como si fueran de otro mundo. Aquí están las consecuencias.
Ahora todo será mucho más difícil. Todavía hay tiempo, sin embargo, de presentar una alternativa seria, realista y generosa, la que corresponde a una sociedad como la nuestra y que haga de la identidad española el eje del debate y de la propia posición. El trámite parlamentario también sirve para eso. Claro que hay que ponerse a trabajar, y mucho.
Libertad Digital, 25-09-20