Novedad: España
De pronto, como un tabú que se rompe en mil pedazos, la condición de españoles ha dejado de ser una vergüenza. El telón de fondo de este cambio monumental en la historia de nuestro país es el desafío del nacionalismo catalán, que ha llevado las cosas hasta el punto de destrozar todos los sobreentendidos y los silencios en los que se basaba la construcción política, ideológica y cultural de los últimos casi cuarenta años. En el corto plazo, está el discurso del rey Felipe VI, que marca el segundo arranque de su reinado, seguramente el que quedará para la historia después de haber tenido que lidiar con la cuestión de la corrupción e, indirectamente, con la crisis económica.
En realidad, los españoles no han vivido nunca como un problema su condición de tales. La cultura española es demasiado poderosa e integradora, y configura formas de vida demasiado evidentes y variadas como para eso. El problema se ha situado en la articulación de esa condición de españoles con el espacio de la política, que es el campo propio de unas elites que no han sabido, o no han querido, hacerla visible. Este es el trasfondo del experimento que hemos vivido en estos años, el de la construcción de una democracia liberal sin nación que la sustente. Más bien al revés: fomentando, como si fueran su más excelsa culminación, los nacionalismos, mientras estos estaban concentrados, porque el nacionalismo no sabe hacer otra cosa, en acabar con ella.
La primera consecuencia de este cambio que ha tenido lugar ante nuestros ojos en apenas quince días es la nueva situación política de Cataluña. La consulta falsaria del 1 de octubre, incapaz de fundar el pueblo catalán, y la manifestación del domingo siguiente demostraron que los nacionalistas no pueden hablar, como hasta ahora lo han hecho, en nombre del “pueblo catalán”. El “pueblo catalán”, si es que existe, está compuesto de nacionalistas y no nacionalistas, en cualquier caso de muchas personas que no ven contradicción alguna entre su condición de españoles y la de catalanes. Como rezaba una maravillosa pancarta el día 8 de octubre en Barcelona, “Espanya som tots”. Así quedaba restaurada, de una vez, la condición nacional española.
A partir de aquí, tampoco los partidos nacionales podrán ya zafarse del problema catalán y dejar su solución en manos de los nacionalistas moderados (el PP) o de una franquicia autónoma (el PSC). El PSC se ve en la tesitura de repensar su relación con el PSOE y el PP en la de volver a representar a los catalanes. También el Estado habrá de volver a Cataluña, con la instalación allí de instituciones y el diálogo permanente, desde dentro, con el conjunto de la sociedad catalana, y no sólo con quienes se han erigido en sus únicos representantes. Dentro de poco tiempo parecerá increíble que el Estado español abandonara a los nacionalistas una de las joyas absolutas de España, lo que debería haber sido el objeto constante de sus preocupaciones y sus cuidados, como es Barcelona. La irresponsabilidad resultará entonces inconcebible.
Las cosas cambian también, y con qué profundidad, en el ámbito nacional. Se ha hecho una afirmación clara, y en la plaza pública: todos somos españoles y compatriotas, sea cual sea nuestra afiliación ideológica, el lugar donde vivimos y donde hayamos nacido, y cualquier otra distinción o preferencia que se nos ocurra. La condición de español no se ha planteado desde la reivindicación nacionalista. Se ha hecho desde la recuperación cívica y política –también moral y sentimental, como era obligatorio- de la ciudadanía y la nacionalidad españolas, realidades objetivas, plasmadas en la historia y el presente de todos, y que no necesitan al nacionalismo, es decir a la exclusión y la discriminación, para ser entidades vigentes.
Así que, por la izquierda, el PSOE se ve enfrentado a una realidad nueva, que es la de aceptar esa realidad negada hasta aquí. España ha dejado de ser un fracaso, un relato mal hilvanado, una construcción frustrada. Eso implica abandonar la fascinación por el nacionalismo y dejar de considerarse a sí mismo titular de ese plus de legitimidad que le otorgaba esa misma distancia con lo nacional español, entendido como una rémora del pasado o, más precisamente, un legado de la dictadura. Una parte importante de sus propios votantes lo han dejado claro. Se ha acabado el pretender jugar con ventaja en un terreno en el que lo nacional español estaba censurado, actitud que, dicho sea de paso, ha contribuido a cerrarle al PSOE la puerta del poder político, porque todo esto, que parece nuevo, viene fraguándose desde hace años.
En el centro derecha, el PP se ve enfrentado a una nueva responsabilidad. El partido que ha sostenido el edificio de la Monarquía parlamentaria se ve en la situación de asumir su condición de partido nacional español… explícitamente. Es muy probable que el haberse hurtado a esta responsabilidad le haya costado al PP, en las últimas elecciones, tantos votos como la difícil gestión de la crisis, pero la novedad reside ahora en que lo que era una demanda sofocada, sin articulación explícita, se ha convertido en una afirmación abierta que habrá de ser encauzada en sus términos propios. Los dirigentes del PP harían bien en empezar a comprender que la afirmación de patriotismo ciudadano no es un hecho nacionalista, antes de que el nacionalismo intente asaltar este nuevo espacio. Es, entre otras cosas, lo que se espera de ellos.
Los nuevos partidos, por su parte, se encuentran también en una situación novedosa. Podemos, siempre en busca de una patria, se encuentra de pronto con una real, que le desconcierta y le deja sin discurso, perdidos como están sus dirigentes en una fantasía que les lleva a la alianza con los nacionalistas. Ciudadanos, por su parte, ve corroborada su intuición primera acerca de la vigencia de la nacionalidad española. Es un gran éxito, que habrá de ser gestionado con firmeza y prudencia, sin dejarse deslumbrar por la novedad. La irrupción de la realidad nacional en la política española ha variado de arriba abajo el panorama político de nuestro país. Y el cambio resulta fascinante.
La Razón, 15-10-17