Los símbolos nacionales
En Floridablanca, 13-03-18
Los símbolos nacionales, cuando lo son de verdad, tienen una virtud casi mágica, difícil de explicar porque sólo se entiende en el momento en que se manifiesta, como una descarga emocional que nos hiciera comprender que unos acordes musicales, o los colores de una bandera, representan a todos los que forman parte de una nación y, por eso mismo, son la encarnación de lo mejor que los nacionales han aportado al esfuerzo común en que consiste un proyecto como ese.
Los símbolos son también la representación de la continuidad de la nación, y en este sentido resultan eminentemente respetables: no excluyen nada ni a nadie, tampoco lo peor, porque una nación es todo lo que los nacionales han hecho a lo largo del tiempo. Ahora bien, cobran su significado más intenso cuando comprendemos que están ahí como una invitación: a dar lo mejor de nosotros mismos a los demás, y a proyectar así nuestra existencia y nuestra acción en el porvenir, que queda anclado en el pasado, sin que este, por otra parte, tenga la ambición de determinarlo.
Eso es lo que resumen los símbolos nacionales.
Se comprende así la frustración de muchos españoles cuando, al sonar el himno nacional, se quedan sin palabras para expresar algo tan serio, tan relevante, tan ajeno a la trivialidad imperante, como eso. Tampoco la bandera nacional tiene, salvando la cuestión del escudo, un significado político específico, como no sea el recuerdo de que el nuestro es un país marítimo por naturaleza.
Con la frustración, se han multiplicado las iniciativas para dar satisfacción a lo que es un deseo legítimo. Ninguna ha tenido éxito, como es bien sabido, aunque muchas de ellas sean tan buenas como lo es cualquier himno nacional de cualquier país. Himnos como estos, a diferencia de los litúrgicos, no requieren un alto grado de expresión poética, ni el concurso de lo que hoy llamaríamos grandes firmas, sino el encauzamiento en términos inmediatamente inteligibles de algo que, paradójicamente, es universal, aunque sólo actualizado, además de matizado, por las circunstancias históricas y políticas de cada país.
Así que de la ausencia de letra parece deducirse una falta de sustancia y de ésta un fallo político, como si los españoles, al no ser capaces de sintetizar la emoción nacional en unos cuantos versos (o ripios, que suele ser lo común), no hubiéramos conseguido ponernos de acuerdo en el contenido de lo español. La ausencia de letra apuntaría a un artificio, un significante vacío que, después de esperar mucho tiempo a ser rellenado, ahora ya no conseguirá serlo porque ha pasado el tiempo de los grandes relatos, como los que sostienen la nación. La ironía postmoderna nos invita a tomar distancia, por no decir a privatizar estos grandes despliegues de emociones, de ideas y de vivencias. Queda el Estado, la ley, los derechos, despojados de cualquier significado que vaya más allá de ellos mismos y que los sitúe en un contexto histórico, humano, sentimental, si se quiere. (…)
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