Ensayo sobre el patriotismo
Hoy en día [2012] casi nadie habla de patriotismo. Declararse patriota es, en primer lugar, una demostración de mal gusto: en términos de educación y política actual, una falta imperdonable. La palabra patriotismo evoca una forma exaltada, y pública, de vivir algunos principios, que choca con nuestro apego a las cosas pequeñas, a lo doméstico. El patriotismo, además, se interpone de una forma aparatosa entre ese pequeño círculo donde nos gusta descansar (no siempre sabemos de qué) con los (verdaderamente) nuestros y el otro, el más grande posible, con el que nos identificamos naturalmente, que es la Humanidad. Pasamos de la república de mi casa a ciudadanos de un lugar llamado mundo sin transición.
Patriotismo y virtudes cívicas
El patriotismo requiere un esfuerzo consciente por estar a la altura de lo que se nos requiere. Los sacrificios no están bien vistos desde los años sesenta, cuando nos emancipamos de los deberes y de las virtudes y el Estado de bienestar se comprometió a darnos la vida hecha y a garantizarnos la seguridad contra cualquier contingencia. Además, el patriotismo admite mal la ironía. Requiere una actitud ingenua, propia de personas que creen que deben algo a los demás y que los sacrificios que hace cada uno de nosotros sirven para algo.
El patriotismo, sin embargo, no es un sentimiento tan exótico ni tan extravagante como puede parecer según nuestros criterios de pavor al ridículo y asepsia postmoderna. El patriotismo es el amor hacia nuestro país. Es cierto que hablar de amor en público es difícil, reservado para poetas y músicos, en general para personas que saben traducir las emociones en lenguajes que conocemos. Aun así, es un sentimiento universal, probablemente tan antiguo como el ser humano, en cuanto que el ser humano necesita de la cooperación para salir adelante. También resulta fácil de comprender. Es más sencillo querer aquello que consideramos propio, que aborrecerlo. El siglo XX, en su gran proyecto de deshumanización, nos quiso convencer de lo contrario. Ahora bien, por muy grande que haya sido el lavado de cerebro al que se nos ha sometido, esa humanidad vuelve pronto en cuanto la presión se relaja. Con ella vuelve algo sencillo y se podría decir inocente, como es el apego, el cariño y el agradecimiento que sentimos hacia aquello –y aquellos- que nos han ayudado a ser lo que somos.
Los seres humanos somos criaturas limitadas y no del todo racionales. Nos resulta muy difícil sentir como propio un concepto tan general y tan amplio como la Humanidad. Evidentemente, el esfuerzo siempre será bienvenido, pero será más fácil que obtenga frutos si emprende un camino de naturaleza religiosa que si emprende otro de naturaleza puramente racional. Por eso el ejercer la caridad (o la solidaridad, si se prefiere) con la humanidad entera es un ejercicio tan difícil, tan exigente. Lo abandonamos pronto, como comprobamos en nuestra vida diaria. El sentimiento de pertenencia a una nación o a un país (a una comunidad política que supere la tribu y la familia), y las virtudes que están relacionados con esa pertenencia (lealtad, compromiso, sensibilidad a la continuidad, etc.) nos permiten en cambio situarnos naturalmente en una relación de cooperación con los demás.
El patriotismo permite así una percepción humana, sensible, de algo que de otro modo –y como en el caso de la Humanidad- resulta abstracto. El Bien Común, plasmado en una comunidad política nacional cobra sentido y nos permite comprender la relación concreta que mantenemos con él. Sabemos lo que debemos a quienes han pagado con su esfuerzo parte de nuestra educación, de nuestros cuidados médicos, por ejemplo, y también sabemos lo que le debemos a quienes, antes que nosotros, han contribuido a crear el país –el paisaje, las instituciones, las costumbres- en el que vivimos. Gracias al patriotismo, el bien común resulta casi como una evidencia, algo muy difícil de negar (aunque haya sido negado y puesto bajo sospecha ya desde el siglo XIX). El patriotismo abre una vía para transitar desde nuestro interés personal o familiar hasta el bien común.
En este sentido, el patriotismo es el sentimiento que sostiene el civismo, el conjunto de virtudes que nos llevan a sentir que nada de lo que afecta a la comunidad nacional a la que pertenecemos nos es ajeno. Sin amor hacia el propio país el bien común nos resultará ajeno. Se reducirá a un espacio vacío, que no nos compromete. En el peor de los casos, que es en el que estamos, cualquier expresión de un compromiso con ese espacio vacío será denunciada o ridiculizada como una apropiación, un intento de manipulación, una mistificación interesada. Lo público, como dijo una ministra socialista, no pertenece a nadie. Así se despeja cualquier precaución moral sobre la apropiación de eso que no es de nadie. En una tesitura menos dramática, el no sentir que lo público nos pertenece a nosotros, como les pertenece a todos los nacionales, nos llevará a abandonar nuestro compromiso: no tenemos por qué mantener limpias las calles, la cortesía será un estorbo, no cuentan las molestias que podamos causar a los vecinos, etc. Somos libres, en dos palabras.
La empresa de emancipación propia del siglo XX, que continúa en el nuestro, no se reduce, como es natural, a las pequeñas cosas, por muy significativas y relevantes que resulten. Se dirige también y sobre todo a las más importantes, a aquellas que plantean al ser humano una máxima exigencia y, en consecuencia, corren el riesgo de abrirle la puerta a algo trascendente, auténticamente serio, que pulverizaría sin remedio la mezquinad propia de un mundo pequeñito, sin belleza, sin exigencias, sin esfuerzo. Desde esta perspectiva, el patriotismo tenía que ser una de las víctimas primeras del proyecto de emancipación moderno (y postmoderno).
Efectivamente, el patriotismo nos lleva a sentir con una intensidad emocional especial nuestro lazo con los demás. Ese lazo se objetiva en los símbolos nacionales: el escudo, la bandera, el himno nacional y (en el caso español) el Rey y la Familia Real. Los símbolos nacionales son la representación concreta, inmediatamente comprensible, de la comunidad nacional. Representan y encarnan la continuidad, la vigencia, la proyección hacia el futuro de nuestro país. Por eso requieren, en algunos momentos, un tratamiento específico, que signifique nuestro respeto hacia ellos. En determinadas circunstancias, los símbolos nacionales cobran todo su significado. Ocurre cuando su presentación celebra o bien homenajea algún acto particularmente exigente, realizado por algún compatriota. En estos casos, los símbolos nacionales nos emocionan y esta emoción llega a vencer todos los obstáculos y los reparos intelectuales que hemos levantado en su contra.
La raíz de esta emoción, y su intensidad, proviene de que en esos momentos los símbolos nacionales representan y encarnan en un máximo grado el sacrificio que uno de nuestros compatriotas ha hecho por su país, es decir por todos nosotros: un esfuerzo tal que nunca podremos pagar como es debido. El esfuerzo o el sacrifico se ha realizado de forma gratuita, altruista. En esos momentos, la nación personificada en sus símbolos muestra su agradecimiento ante el don (el regalo) de aquello gracias a lo cual alcanza el grado moral y estético más alto. La patria y sus símbolos encarnan en esos momentos lo mejor de todos nosotros, lo más alto, lo más valioso, lo más bello que nuestros compatriotas han hecho por nosotros, por los demás nacionales. Se entiende bien la raíz de la emoción.
Patriotismo y nacionalismo
Como todas las emociones que se despliegan en la arena pública, las relacionadas con el patriotismo requieren una considerable prudencia. Por eso van rodeadas de protocolos y gestos altamente ritualizados que permiten encauzar algo cuyo desbordamiento es peligroso. El proyecto (post)moderno no lo entiende así: las emociones, en este punto, revelan una autenticidad que debe servir para dinamitar las convenciones. En el mundo en que regían todavía las virtudes cívicas, ocurría al revés: cuanto más intensas fueran las emociones en juego, más alto debía ser el grado de formalización. La formalización no niega las emociones: las humaniza, las convierte en un elemento de la vida civilizada, no en un instrumento para la falta de cortesía, la brutalidad o la barbarie.
Desde esta perspectiva, el patriotismo y la emoción que se relaciona con él debe ser distinguida del nacionalismo, con el que demasiadas veces se identifica. El patriotismo, como ya se ha dicho, es el amor a nuestro país: un sentimiento universal que es la base de una de las formas de vida civilizada, como es la nación, la comunidad política nacional. El nacionalismo es otra cosa. El nacionalismo es una ideología encaminada a crear una nación allí donde esa nación no existe, ya sea porque no tiene concreción política o porque, aunque no haya existido nunca, la creación de la nación se haya convertido en un objetivo político, ideológico y cultural.
Como es natural, el nacionalismo utilizará en su provecho el patriotismo, que origina sentimientos insustituibles de lealtad. También lo puede imitar e intentar recrear sus efectos reproduciendo una puesta en escena patriótica, muchas veces en una versión más minuciosa y espectacular. Los nacionalistas son especialistas en estas mamarrachadas. Sin embargo, la superposición de nacionalismo y patriotismo no debería llevar a confundirlos.
El patriotismo es el amor a una patria que existe, una patria real, una comunidad nacional que, más allá de nuestros deseos y nuestras aspiraciones, nos ofrece un paisaje y una conformación propios. Podemos desear cambiar más o menos elementos de esa realidad (o no cambiar ninguno), pero siempre habremos de partir de su realidad existente aquí y ahora. El nacionalismo, en cambio, imagina una patria inexistente, ideal, a la que debe dar cuerpo en la realidad. Se comprende el atractivo del nacionalismo, que enraíza la emoción patriótica en una patria que, por su misma inexistencia, aguanta cualquier ideal de belleza, de justicia o de libertad. Casi siempre será más fácil soñar con esa patria ideal que trabajar para cambiar la real.
Además, esa patria soñada ofrece un horizonte de emancipación que la patria real no nos proporciona nunca, al contrario. La patria real, la comunidad nacional tal como existe y tal como la conocemos nos plantea problemas extraordinariamente complejos. Una vez aceptada su realidad, no podemos discriminar determinados elementos por mucho que no encajen en nuestro proyecto. Nuestro proyecto para ella habrá de tener en cuenta su realidad, una realidad siempre compleja y diversa. La nacionalidad depende de un hecho político y administrativo sobre el que tenemos relativamente poco control: no podemos decidir quién es compatriota nuestro en función de criterios que desborden esos requerimientos. Por ejemplo no podemos decidir que es español quien no es católico, ni relacionar la nacionalidad de nadie con el hecho de que hable un idioma u otro. En cuanto a la política, ninguna política apura el hecho nacional, que siempre es más amplio que la primera. Se puede concebir y proponer una política nacional por su ambición y su alcance, pero esa política no cubre toda la amplitud y la diversidad de la nación, que es inagotable, y el hecho de no suscribirla o apoyarla no impide la pertenencia de nadie a esa misma comunidad nacional. Una política y la contraria pueden ser llamadas nacionales siempre que se esfuercen por contribuir al bien común.
El nacionalismo, en cambio, parte de una patria soñada, inexistente, que el nacionalista puede por tanto imaginar a su gusto. El nacionalista sí puede permitirse el lujo de discriminar y elegir a sus nacionales. Lo serán quienes cumplan determinados requisitos que siempre van más allá de una simple cuestión administrativa, jurídica y política. Aquí, como sabemos bien, se han introducido toda clase de elementos, históricos, culturales, lingüísticos y étnicos: la creación de la nación es un objetivo lo suficientemente alto y lo suficientemente noble como para permitir (e incluso animar) cualquier discriminación por muy cruel o violenta que sea. En muchos casos, la creación de la nación se realiza sobre una realidad existente, que habrá de ser convenientemente segregada y purificada para ajustarse al ideal. También está permitido cualquier acto, de casi cualquier naturaleza, con tal de que conduzca al fin deseado y soñado. Como el patriotismo, el nacionalismo puede llegar a requerir de nosotros grandes sacrificios. A diferencia de él, sin embargo, autoriza cualquier violencia contra quien no se adapta a nuestra patria soñada. Por otro lado, los nacionalistas no imaginan una realidad libre. Imaginan una nación libre, que no es exactamente lo mismo. El nacionalismo liberará tal vez la patria soñada, pero no hace libres a los nacionales.
Ya hemos empezado a ver algunas de las consecuencias políticas de estas dos actitudes. Así como el patriotismo impide cualquier monopolio de lo nacional por la acción política, el nacionalismo lleva sin remedio a identificar la nación con la política. El nacionalismo francés, que inventa una nueva nación a partir de la Revolución, identifica la nación con los valores republicanos. Cualquier política nacionalista hace lo mismo, a su manera: sólo ella representa a la nación, mientras que los adversarios quedan clasificados como antinacionales. Probablemente acabarán expulsados de la arena pública, si no sufren un destino más trágico. En la nación nacionalista, es inconcebible que gobierne alguien que no comparte los rasgos considerados nacionales. En este sentido, la nación nacionalista está mucho más próxima a la comunidad tribal que a una nacional. Se entiende la regresión cultural e incluso antropológica que el nacionalismo provoca allí donde prende. Es una vía segura hacia el localismo, la irrelevancia y la barbarie. El nacionalismo hace descender varios escalones de humanidad a aquellos en quienes prende su pulsión anti civilización.
Patriotismo y democracia liberal
El patriotismo, por su parte, puede dar lugar a regímenes políticos basados en la tolerancia y en el cultivo de la libertad. Siendo como es un sentimiento universal y primero, el patriotismo no está relacionado obligadamente con ningún régimen político. El patriotismo existía en tiempos de los imperios, de las monarquías feudales, de las monarquías compuestas o de las absolutistas… También existe en las democracias liberales. Los regímenes políticos, como es lógico, no dejarán pasar la oportunidad de utilizar un medio de cohesión tan fuerte como éste. En el caso de la democracia liberal, la relación es especialmente estrecha.
Ya hemos visto que el patriotismo no discrimina en el conjunto de la realidad nacional que es el objeto de su afecto. Desde esta perspectiva, el patriotismo supone un amor más profundo que las diversas características que posee o que va adquiriendo la nación. Si somos españoles, nos gusta España en su totalidad: aunque algo no nos guste, seremos capaces de ver ahí un rasgo, una forma de España que apreciamos como propio: por eso queremos cambiarlo, en realidad. El patriotismo nos somete así a una exigencia de tolerancia que debe llevarnos a identificarnos con quienes no participan de nuestras creencias, de nuestras costumbres, de gran parte de nuestro sistema de valores. No porque practiquen una religión distinta, o hablen otra lengua que la mía o tengan costumbres distintas mis compatriotas lo son menos que quienes comparten conmigo alguna de estas características. El patriotismo supone un acuerdo o un consenso moral básico, subyacente a las diversas formas de vida y de pensamiento y que contribuye a hacer posible su diversidad. Desde este punto de vista, el patriotismo es una de las más altas formas de civilización, porque es el sustrato emocional de la tolerancia. La nación, en este sentido, nada tiene que ver con la nación tribal de los nacionalistas.
Se comprende así por qué la nación y su permanencia resultan cruciales en la construcción y la permanencia de las democracias liberales. La democracia liberal es una forma política en la que dejamos gobernar a quien no piensa como nosotros, confiados en que quien ejerce el poder no intentará nuestro exterminio. Entre los escasos resortes morales que nos permitirán aceptar la verosimilitud de esta premisa está el patriotismo como sustento sentimental y moral de la comunidad nacional. Con independencia de su tamaño, y a diferencia de la polis, la comunidad nacional es heterogénea por naturaleza. El patriotismo nos obliga a respetar a quien no es como nosotros. Por eso la nación y el patriotismo son uno de los sustratos básicos de las democracias liberales. Se concibe el patriotismo sin democracia liberal, pero es más difícil concebir la democracia liberal sin patriotismo. De hecho, las comunidades políticas ajenas a la idea y a la forma nacional –que son muchas, y muy respetables- no se adaptan con facilidad a una configuración democrática y liberal.
El caso español
En España estamos viviendo un experimento –probablemente único- de disociación entre democracia liberal, por un lado, y nación y patriotismo por otro. Los orígenes más profundos de esta peculiar situación datan de los años finales del siglo XIX. Occidente entero conoció entonces una crisis política, cultural y moral que afectó a los principios mismos (lo que Ortega llamaba creencias) de la vida individual y social. Se desplomó la convicción, mantenida a todo lo largo del siglo XIX, de que la ciencia y la razón podían sustituir a la fe religiosa. Las elites se encontraron al mismo tiempo sin fe y sin razón. (El momento, previo a los totalitarismos, sigue fascinando hoy en día, a pesar de resultar repulsivo.) Al mismo tiempo, los sistemas liberales que se habían ido elaborando a lo largo del siglo XIX se enfrentaron a la tarea de abrir paso a la democracia sin echar a perder la base que los sustentaba, que era el respeto a los derechos humanos tal como habían sido definidos en las constituciones de finales del siglo XVIII y en la nuestra de 1812.
Esta crisis general, común a todo Occidente, acabó llamándose en nuestro país “crisis del 98”. Sus características son similares (es decir, idénticas en cuanto al fondo) a las que se padecieron en el resto de Occidente: puesta en cuestión del liberalismo, egolatría, narcisismo, nihilismo, nacionalismo. Los escritores de la generación del 98 están entre los mejores representantes de esta crisis general que adoptó aquí, como es natural, una dimensión y unas características propias.
La crisis del sistema liberal y las dificultades que padeció en nuestro país para transformarse en una democracia (liberal) fueron vividas bajo el peso irremediable del recuerdo de la grandeza española. La derrota ante Estados Unidos en 1898 agravó la sensación de que la nación política construida a lo largo del siglo XIX, desde 1812, no había respondido a las expectativas suscitadas. La crisis del liberalismo se convirtió en una crisis de la propia idea de la nación, una deriva de la que, en cualquier caso, España no es el único ejemplo, aunque aquí se vivió con una intensidad especial, a veces propiamente alucinada. La Monarquía constitucional que era la culminación de la España liberal pasó a ser el principal obstáculo para la supervivencia o el surgimiento de la auténtica España. La Restauración pasó a ser una ficción -un artificio, una enfermedad, etc.: los derroches a los que llegó una retórica delirante no tienen medida- que impedía la vida –la salud, el florecimiento, etc.- de esta España a la que intentaban dar voz los escritores del 98, pero también otras corrientes, más ideológicas que puramente estéticas.
Una primera consistió en la reivindicación de una verdadera España tradicional, católica, firme defensora de la tradición occidental. En el momento de una nueva crisis europea, España retomaba su auténtica misión, bien trazada desde la reconquista y continuada luego con la defensa a muerte de la fe católica y la expansión del catolicismo por el mundo. El liberalismo, en este punto, es al mismo tiempo la consecuencia de la revolución y su causa. En línea con el pensamiento contrarrevolucionario, el liberalismo acabará siendo el responsable de la revolución y, en última instancia, del totalitarismo, que supone el aniquilamiento de Occidente y de cualquier civilización.
Este nacionalismo español (que no es ajeno a otros nacionalismos que entonces aparecieron en toda Europa) elaboró así la figuración de una España que acabará plasmándose en el ideario nacional católico de tiempos de Franco. Su componente nacionalista está fuera de dudas: elabora una España nueva a base de escoger aquellos elementos de la historia de España que le resultan afines: el catolicismo; Castilla como creadora de España; el imperio como voluntad de ofrecer una alternativa total a una modernidad que acabará conduciendo por sus pasos contados a la revolución… El proyecto es capital para la historia de la cultura y de las ideas en España, pero era de una extrema artificialidad. España no se puede reducir a los términos a los que la reducía el nacional catolicismo. No hay mejor prueba de esto que la obra de Menéndez Pelayo, que con Los heterodoxos desbordaba los postulados mismos de esa España ideal. Aquella España ideal no tuvo por tanto la posteridad ni la fecundidad que parecían augurarle los triunfos bélicos y políticos de quienes la mantenían. Este nacionalismo español se estancó pronto en un conservadurismo rígido y sin contenido. Resultó incapaz de responder a los desafíos del siglo XX y tampoco dio lugar a un conservadurismo capaz de defender con argumentos propios la perpetuación de una tradición.
La otra gran corriente que elaboró una visión de una nueva España recoge elementos de diversas tradiciones. Está el progresismo, como línea política que recorre todo el siglo XIX español y acaba desembocando en parte en el nuevo republicanismo nacido bajo al dictadura de Primo de Rivera. Está el socialismo, que en España, a diferencia de lo que ocurre en otros países europeos, no se nacionaliza en 1914 y no elabora nunca una idea nacional de España (sometida sistemáticamente a la sospecha marxista). Está también el institucionismo, la corriente ideológica nacida del krausismo en los últimos veinte años del siglo XIX, de enorme influencia en las elites políticas y culturales, que inventa una España pura, intrahistórica (en línea con la generación del 98), incompatible de raíz con la Monarquía constitucional. Esta es la línea más poderosa, por haber planteado en enfrentamiento ideológico en términos estéticos: la derecha española todavía no se ha recuperado de este movimiento estratégico.
El resultado cuajará en la Segunda República, cuando el suicidio de la Monarquía dé paso a una alternativa republicana que no desarrolla un republicanismo conservador (como en Francia la Tercera República), sino una corriente política e ideológica que niega la existencia de la nación española y, consecuentemente, propone la fundación o la creación de una nueva España. Esta España rompe con el liberalismo decimonónico, al que considera un fracaso. Celebra una nación que ha superado el catolicismo (ese es el verdadero sentido del famoso “España ha dejado de ser católica”) y ha de recomponer su realidad política en función de la España verdadera que reapareció en carne viva (seguimos con las metáforas de alto voltaje) con las heridas del 98. Aquí se combinan varias visiones de España: la España popular –e incluso la España natural, sin excluir el paisaje y los animales- de los escritores del 98 y los institucionistas. La España como superestructura y mixtificación al servicio de la clase explotadora, que es la de los socialistas y los anarquistas. Y la España como artificio postizo, que fabulan los nacionalistas catalanes (también los vascos e incluso los gallegos, aunque algo más tarde), que en parte son un avatar más de esa España auténtica falsificada por el liberalismo, heredero, a estas alturas, del centralismo borbónico y de la Monarquía imperial (y antinacional) de los Habsburgo…
Todo esto configura un nacionalismo español propiamente dicho, de izquierdas eso sí. Como todo nacionalismo, aspira a crear su propia patria, su propia España, y excluye de ella todo aquello que no se identifica con su proyecto. Inventará nuevos símbolos nacionales, con una bandera tricolor que sintetiza al tiempo la inspiración republicana francesa (símbolo por excelencia del nacionalismo republicano) y el recuerdo de los nacionalistas castellanos, los comuneros, “aplastados” –o degollados, por decirlo con toda propiedad- por el designio imperial de los Habsburgo. El morado de la bandera republicana simboliza así las diversas nacionalidades españolas hasta ahí reprimidas y dispuestas ahora a colaborar unidas en la suprema misión de construir una España nueva y auténtica. El otro símbolo de la República es la figura y la palabra de Azaña, cuyo proyecto personal y político gira en torno a un punto muy preciso: la transformación de su persona y su palabra en un signo abstracto, el de la ciudadanía hecha por fin carne en la nación española, llamada así a nueva vida.
Sabemos cuáles fueron las consecuencias de aquel nacionalismo español de izquierdas, o republicano. Si fuéramos más sensibles a las evocaciones históricas de lo que debemos ser, se podría decir que su fracaso recoge una vez más el repetido descalabro del progresismo español desde la Guerra de la Independencia. Como aquel –y aunque sea sin voluntad de forzar las analogías- dejó una posteridad particular. No tuvo ni ha tenido fuerzas para imponerse en la realidad española, pero no se ha adaptado a ella, ni se resigna a olvidar un impulso que idealiza y vive bajo el modo de la nostalgia de la utopía. De Azaña a Rodríguez Zapatero media menos distancia de la que parece.
Se podría decir que la situación actual, en este punto, se caracteriza por el vacío (relativo) dejado por el sucesivo fracaso de estos dos nacionalismos españoles. El nacionalcatolicismo no ha tenido continuadores, pero ha dejado como legado una cierta idea de España que ha teñido los símbolos nacionales en términos que le son propios. El nacionalismo de izquierdas, por su parte, no ha logrado reunir las fuerzas suficientes para que triunfe su propia idea de España. Sí las ha tenido, en cambio, para negar la vigencia de cualquier otra, de tal forma que las instituciones y los símbolos nacionales tienen una legitimidad relativa, supeditada a la aquiescencia de los representantes de esa España auténtica que no acaba de triunfar ni de sumergirse de una vez en el olvido. Los símbolos nacionales españoles, que remiten a la España tradicional, no dejan de estar bajo sospecha y en muchas ocasiones, cuando conviene políticamente, pueden llegar a ser considerados hostiles al proyecto democrático. Todos conocemos las formas en las que se plasma este tabú y las repercusiones que tiene en la vivencia y la transmisión de la idea nacional. En España, los símbolos de la nación son percibidos como elementos hostiles a la democracia y a la libertad.
El resultado es un experimento político y cultural probablemente inédito, en el que la democracia liberal española se construye al margen de la idea de nación y, con más razón aún, fuera de cualquier concepto o emoción relacionada con el patriotismo, siempre bajo sospecha cuando no sujeto de una hostilidad abierta. La larga duración del experimento indica la fortaleza de la nación española, una creación histórica de una envergadura muy superior a la que imaginan los nacionalismos españoles. No está claro, sin embargo, que esa idea sea capaz de sobrevivir por sí sola, sin el cultivo que en otros países se le presta mediante las instituciones, la enseñanza y la cultura.
Ilustración: Patrulla Águila Roja
Bibliografía
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Ensayo presentado para su discusión en un seminario celebrado en FAES, junio 2012.