Proust en Sodoma
Uno de los homosexuales más encantadores de En búsqueda del tiempo perdido es el muy rico Nissim Bernard, que en vacaciones alquila una gran villa para su familia aunque él almuerza solo en un hotel. Y es que se ha encaprichado de uno de los empleados, un joven de “rasgos abruptos”, que parece llevar un tomate por cabeza, de lo roja que la tiene, y se aviene a sus instancias amorosas. A su vez, este joven tiene un hermano gemelo, dotado de la misma clase de cabeza. De vez en cuando el señor Nissim Bernard toma al uno por el otro, pero como este solo responde a las solicitudes de las señoras, el hombre sufre algún contratiempo. Acabará aborreciendo los tomates y siempre que algún comensal del restaurante pide un plato con tomate se apresura a avisarle que están pasados.
Nissim Bernard es uno de los muchos personajes de ese gran mapa de la homosexualidad que es la obra de Proust. Se recordará el marqués de Vaugoubert, diplomático casto y tímido pero que se las arregla para colocar en sus embajadas a jóvenes atractivos, al duque de Châtellerault, que comprueba con espanto que el criado encargado de anunciar su nombre a la entrada de una recepción es el hombre con el que ha tenido una aventura la noche anterior, de Andrée, amiga de Albertine –el gran amor del narrador y protagonista de la novela- y muy relacionada con la hija lesbiana del compositor Vinteuil, el guapo Robert de Saint-Loup, dandy parisino de una virilidad arrolladora… Así entre otros muchos, hasta el célebre barón de Charlus, el homosexual más deslumbrante de la historia de la literatura, que descubrirá la homosexualidad al narrador y protagonista cuando este asista, de incógnito y como voyeur, a la escena de cortejo del barón con Jupien, un sastre de mediana edad que se convertirá en su más rendido amante y admirador.
Será esta escena, con la que arranca Sodoma y Gomorra I, la que dé pie al gran alegato del narrador acerca de la condición homosexual y la “raza de los invertidos”, sus variantes, su influencia secreta, ese mundo paralelo y oculto que convive con la realidad común y le otorga una profundidad y un significado distinto: lo propio en realidad, de la naturaleza humana.
Hasta ahora, la homosexualidad en la obra literaria de Proust parecía estar acotada a las páginas de En búsqueda del tiempo perdido. En realidad, la publicación hace unos años de los Cuadernos de trabajo había permitido comprender la importancia del asunto –como en el apunte a medias blasfemo y humorístico sobre cómo los sodomitas se las habían arreglado para burlar el castigo del Señor y poblaron la tierra entera difundiendo sus costumbres nefandas.
Este otoño, sin embargo, se han publicado unos cuantos escritos inéditos, textos de juventud en los que Proust aborda el asunto abiertamente. Son pequeñas narraciones, esbozos a veces inacabados, probablemente textos descartados de lo que fue su primer libro, recopilación que tituló Los placeres y los días (1896) y de la que apenas nadie tuvo en su momento la menor noticia, salvo algunos amigos que no le dieron importancia. El asunto de la homosexualidad había cobrado una relevancia de primera línea en aquellos años, con el escándalo Eulenburg y el de Wilde, las nuevas teorías sobre la sexualidad y las obsesiones sobre el decadentismo y la degeneración de las sociedades liberales. Proust debió de descartarlos para no herir a sus padres y quizás también porque sospechaba que su contenido escandaloso dejaría en la sombra todo el resto.
El conjunto ha sido titulado por su editor El misterioso corresponsal, según una de las narraciones que relata, en tono un poco policiaco que Proust no maneja bien, el amor imposible de una muchacha por otra, a la que le envía unas cartas anónimas. La misteriosa peripecia acaba con la muerte por amor de la joven enamorada. En otro, de una ingenuidad casi asombrosa (y el único publicado hasta hoy: “L’indifférent”, “El indiferente”) una mujer se enamora de un joven que no puede corresponderle porque sólo le gustan… las mujeres de mala nota. Otro (“Aux Enfers”, “En los Infiernos”) pone en escena un diálogo de muertos, un coloquio de difuntos entre unos personajes que debaten la calidad del amor homosexual, escena humorística antecedente de la extraordinaria conversación sobre el mismo asunto protagonizada por Charlus durante una recepción mundana, a punto, sin él saberlo, de ser desterrado del salón de Mme Verdurin (La prisionera).
El texto más sorprendente, y el más conmovedor, consiste en el recuerdo de un narrador anónimo, tras el que se adivina a un joven Proust, que cuenta una escena que protagonizó durante su servicio militar cuando, al salir del cuartel, cruza la mirada y establece una relación breve y muda con un soldado al que se empeña en seducir, casi sin darse cuenta, con su sonrisa y sus gestos. Gracias a eso le llegó a decir, sin haber vuelto a verle nunca, “cosas infinitamente afectuosas”. (La bondad, como es sabido, es uno de los temas más atractivos y misteriosos de En búsqueda del tiempo perdido.)
Proust se mueve aquí, como en los textos que componen Los placeres y los días, entre la confesión y la culpa. Aun así, en conjunto el tono es menos trágico, o menos melodramático, que los que aparecen en el libro. Se diría que al hablar con franqueza de un asunto difícil, caen algunos artificios. Aunque sin posible comparación con lo que llegaría después, estamos ante una visión sofisticada y ya multifacética del universo y la condición homosexual. Un drama, sin duda, y en cierto modo una maldición, pero también un hecho de la naturaleza, ajeno a la voluntad y por tanto incompatible con la moralina y la buena conciencia tanto gustan hoy en día. Revelador también de esas dobles vidas características de los personajes de Proust.
El motivo de la homosexualidad se sitúa así en el núcleo mismo de lo que llevará a Proust a convertirse en uno de los moralistas más implacables de la literatura francesa, literatura que cuenta con grandes representantes del género, siempre atento a la vida individual y concreta de sus personajes, lejos del esteticisimo idealizante o decadente que a veces se le supone, y en muchas ocasiones, como en el caso de Nissim Bernard, gran humorista, con una sonrisa no siempre benévola, pero siempre curiosa, al filo de los labios.
Se ha debatido mucho sobre la idea de la homosexualidad que tenía Proust. Los textos ahora publicados no aportan nada de gran relevancia, pero añaden algún matiz a una visión que desde el primer momento apuntaba a una agudeza casi clínica, cada vez más delicada, más difícil de encasillar, más abierta a la infinita variedad de las sociedades y los seres humanos. Como dijo a André Gide –según cuenta este en sus Diarios– “se puede contarlo todo, a condición de no decir nunca ‘Yo’”.
(La publicación de El misterioso correspondiente ha venido acompañada de la de un ensayo del especialista y editor Bernard de Fallois, Proust avant Proust, que estudia a fondo estos textos y completa su hermosa trilogía sobre el autor de En búsqueda del tiempo perdido.)
Libertad Digital, 28-11-19