Giner de los Ríos y las mujeres: María Machado, Emilia Pardo Bazán (1)
Las relaciones de Francisco Giner de los Ríos con María Machado, tía de los poetas, son uno de los muchos episodios mal conocidos de su biografía. No se llegó al matrimonio, pero dejó huella, sin duda, y resulta extraordinariamente significativo de la personalidad y el proyecto de Giner. También nhubo otras mujeres importantes en su vida, entre ellas Emilia Pardo Bazán, que lo conoció muy bien. De la biografía Francisco Giner de los Ríos. Poder, estética y pedagogía.
[En 1875, tras su expulsión de su plaza de profesor en la Universidad Central] Gumersindo de Azcárate se las arregló para no pasarlo mal en su confinamiento de Cáceres. Sin embargo, a sus parientes los Inerarity les tenían un poco escamados que Gumersindo, que ellos tenían por un hombre de acción, se encerrara en los libros y las disquisiciones filosóficas. También debían de estar preocupados por otro asunto, que aparecerá en 1877. Para entones, Gumersindo iba ya para los 37 años. Había llegado el momento de que empezara a pensar en buscarse una esposa. ¿Quién mejor que Giner para sugerírselo? Don Santiago Inerarity se decide y tras disculparse por el largo silencio –de más de dos años-, le escribe a Giner que en Hendaya Gumersindo conocerá a “una encantadora sobrina de Sara [su esposa] que sólo tiene 17 años, que vive en Inglaterra y que viene a visitarnos por primera vez…”[1] Su padre tiene dinero y su madre es, además de hermana de Sara, una mujer sumamente cultivada.
Giner no podía dejar de sentirse aludido. Se acercaba a los 38 años y había llegado a la edad crítica en la que los hombres no podían dejar de sentar cabeza y casarse. A diferencia de su amigo Gumersindo, él siempre ha vivido apartado de las mujeres. En la juventud hubo alguna historia de la que parece quedar algún rastro tenue en una carta de Luis Vidart, el amigo al que le pidió un préstamo.[2] Pero nadie le conocía ninguna veleidad ni, por lo visto, interés alguno en ese terreno. En Sevilla, en 1875 otro amigo le había hablado de una joven, una chica de buena familia de Bilbao. El que le tiró el anzuelo era uno de sus amigos y discípulos, Antonio Machado Álvarez (1848-1892). Era hijo de un eminente geólogo progresista, masón influyente en Andalucía (su nombre simbólico era “Toby”) y próximo al círculo de Sanz del Río.[3] Escribió a Giner de su prima, llamada María Machado Ugarte, “que posee en alto grado idénticas cualidades [a las suyas]”.[4] María había nacido en Bilbao, en mayo de 1848, y era hija de Manuel Machado Núñez, hermano del padre del Antonio que escribía a Giner de una sobrina suya. Este mismo Antonio, por su parte, sería el padre de los dos célebres poetas.
Para entonces, en verano de 1875, Augusto González de Linares había salido ya de La Coruña. Se va a su pueblo de Valle de Cabuérniga, por donde pasa Giner. Con su hermano José Luis y la mujer de éste, se dirige a Suances. Están allí unas semanas y José Luis Giner mejora un poco. Entonces el matrimonio decide pasar el invierno en Nerja. Giner, por su parte, vuelve a Madrid. Está muy ocupado, porque acaba de empezar a trabajar en la creación de lo que llegará a ser la Institución Libre de Enseñanza, pero el proyecto está todavía lejos de cuajar. Es verdad que Juan Francisco Riaño y su mujer Emilia Gayangos le invitan a su casa de Toledo, donde Giner se distrae en ese círculo anglófilo y snob que tanto le gusta. Pero le falta el ambiente de la Universidad, las clases y el contacto diario con sus alumnos. Además, el alivio de José Luis ha sido pasajero. Giner acaba trasladándose a Nerja, aunque su presencia sólo sirvió para consolar a José Luis Giner, que fallece en enero de 1786.
Augusto González de Linares había seguido con ansiedad el transcurso de la enfermedad de José Luis Giner. Llegado el verano, invitó a Giner a volver a la casa familiar de Santander. Allí tuvo Giner ocasión de seguir de cerca la ajetreada vida sentimental de Augusto. Y es que el carácter volcánico de Augusto no aparecía sólo en sus explosivas actitudes políticas e ideológicas. También era guapo, le gustaba presumir, y aquella combinación de narcisismo, temeridad y, como veremos pronto, sentimentalismo, resultaba sumamente atractiva. Tanto que llegó a fijarse en él una mujer excepcional. Es Emilia Pardo Bazán (1851-1921), que entonces tenía 25 años. Emilia Pardo Bazán era hija de un liberal que se había alejado de la Revolución de 1868 porque pensaba que la Revolución no debía romper la unidad religiosa de España. En 1876 ya estaba casada, tenía un hijo y frecuentes disgustos con su marido, José Quiroga. También andaba tanteando su vocación literaria en algún ensayo –acababa de ganar un premio con un estudio sobre el Padre Feijoo- y sobre todo en unas cartas torrenciales, escritas a corazón abierto.[5]
A Emilia Pardo Bazán le había gustado Augusto González de Linares. Pensó que en aquel hombre encontraría una intensidad y una sinceridad que no había hallado en el matrimonio. Pero González de Linares vio en aquel afecto un capricho pasajero. No quiso responsabilizarse de nada más, y Emilia Pardo Bazán, que siempre le guardó cariño, acabó por mirarle como lo que era, en buena medida gracias a Giner: un niño grande. González de Linares, mientras tanto, había entablado relaciones con una mujer llamada Amelia Bustamante. Llegó a pensar que Amelia, como le dice a Giner con estilo inconfundiblemente krausista, era para él “un plan racional”.[6] Por lo visto no lo era tanto. La ruptura, ocurrida en septiembre de 1875, le trastornó mucho más de lo que pensaba. De hecho, defiende a Amelia de las observaciones de Giner, que no aprobaba la relación. Pero, rendido quizás por el esfuerzo de oponerse a su maestro, acaba derrumbándose: “(…), perdóname, siento haberte apenado y nunca como ahora soy sincero contigo y te quiero de todo corazón. Hoy tu cariño empieza a serlo todo para mí (…). Seremos el uno para el otro. Estoy llorando y daría la mitad de mi vida por abrazarte, Paco de mi alma. Para ti y para mí era demasiada felicidad una mujer que nos quisiera. Resignémonos.”[7]
Como era propio de Augusto González de Linares, la resignación será pasajera. Más aún, por entonces ya anda pensando en otra cosa. Amelia tenía un hermano, Antonio Bustamante, amigo a su vez de Augusto. Antonio se había encaprichado de una muchacha, una tal… María Machado y así es como Augusto se había presentado en Ontaneda, la ciudad santanderina conocida por su balneario.[8] Allí había entrado en contacto con dos muchachas, una joven de 17 años llamada Juana Lund Ugarte, de padre noruego, y su prima, la misma María Machado Ugarte de la que Antonio Bustamante le había hablado y de la que Giner oyó hablar en Sevilla. Es probable incluso que ya antes de que Giner volviera a Madrid los dos hubieran hablado de María Machado y Juana Lund. En Ontaneda, Augusto ha ido “estudiando” a Juana Lund, una “niña mujer” que es un verdadero “ángel del alma y cuerpo; no hay en ella una doblez; sin asomo de coquetería, con una sinceridad encantadora”.[9]
¿Y qué decir de su prima María Marchado? Pues “que es un retrato de tu carácter en punto a sacrificio y bondad, casi libre pensadora en el fondo y sin saberlo ella, quizá, con hermoso espíritu y simpática en lo físico.”[10] Augusto se embala. Ya empieza a ilusionarse con la idea de emparentar con Giner, casándose los dos con las dos primas. Visita a María y a Juana, y se las arregla para que María le pregunte por Giner. Además, las dos primas tienen interés en instruirse y se interesan por el libro de psicología de Giner. Resulta que en su infancia, Juana llegó a tener una institutriz que fue discípula de una de las más entusiastas propagadoras de las nuevas tendencias pedagógicas… Giner no parece muy convencido. “Respecto de mi empeño de darte a María”, le insiste Augusto, “me limito a repetirte que es ella la que todos estiman una mujer […] superior.” Superioridad que él mismo respeta en Giner, al que sigue reconociendo como director espiritual: “Respecto del cigarro, no te oculto que he faltado algunas veces: prefiero ser franco y darte pena a mentirte. A partir de hoy, te diré en cada carta si he fumado o no.”[11]
Tras la muerte de José Luis Giner, Augusto volverá al asunto del noviazgo de su amigo después de un tiempo prudencial. Tanto insistirá, que Giner acaba por ceder. En octubre de 1876, cuando está a punto de abrirse la Institución Libre de Enseñanza, se presenta en Bilbao con el único objeto de conocer a esa famosa María Machado de la que Augusto, Antonio Machado Álvarez y tal vez algún otro amigo se empeñan en decir tantas maravillas. El 21 de octubre, María Machado escribe en su diario: “Hoy cuando menos lo esperaba he hecho conocimiento con don Francisco que nos ha visitado por la tarde. Es este Señor grave y tieso, de maneras agradables y finas, su fisonomía tiene unos reflejos de severidad que hace dudar de la benevolencia de sus juicios. Su visita para primera ha sido larga. ¿Se habrá complacido entre nosotros? Me ha extrañado la variedad con que ha hablado sobre su marcha. Ha dicho que se va mañana, dentro de diez días, dentro de seis, por fin se ha despedido diciendo que se queda por vernos tocar el piano a Juana y a mí. ¡Merece la pena! Me ha parecido que este Señor tiene un talento que no agradará a los Hipócritas. Me es simpático.”[12]
Giner, efectivamente, volvió, porque en una de las cartas que María Machado le mandó, poco tiempo después de la visita, le dice que cuando toca el piano se lo figura “presente en aquel sillón que está junto a él, haciendo gestos de impaciencia por mis equivocaciones”.[13] Más gestos de impaciencia haría Giner por dentro. Había venido de exploración, y la primera impresión no fue positiva. María Machado le pareció fea y cortita. Además, su hermano es un calavera. Augusto se lo discute: “Es reservada, y no se precipita a dar la medida de lo que vale; pero es en realidad buenísima, inteligente, culta y llena de poesía, triste sin duda, no bulliciosa como [su prima] Juana, aunque no miente, ni cosa que se le parece: es mujer que ha sufrido mucho y debe sufrir, y esta es la explicación de su aparente apatía.” En cuanto a lo del hermano, “todos hemos sido calaveras”.[14] Bueno, todos menos Giner.
La defensa y el retrato de Augusto tardaron en hacer su efecto. Hasta finales de noviembre no se decidió Giner a escribir a María Machado. También le manda algunos libros, como para continuar la exploración: sus propios Estudios de literatura, David Copperfield y un folleto del Monseñor Dupanloup, el católico liberal francés. María Machado, muy hábil, dice interesarse por el último, porque “concede un alto puesto a la mujer en la sociedad”, se divierte con la novela de Dickens y, en cuanto los Estudios, apunta que le dan “bastante que pensar”. Pide, eso sí, que no le mande más libros. En cuanto a la música, estudia a Bach, pero cuando los oyentes se cansan, pasa a una tarantela de Chopin, que para su gusto es una pieza “preciosa”. Y como Giner le exige que le conteste enseguida, le recuerda que ha sido él el que ha tardado mucho en empezar a escribirle. Al final, María le da permiso para sermonearla cuanto guste.[15] Ha comprendido que Giner se tomará esa licencia cuantas veces le venga en gana.
Ni el envío de Giner ni el tono de la carta –que hay que adivinar porque sólo se conservan las escritas por María Machado- parecen ser los de un hombre que busca seducir a una mujer. Pero Giner se ha dado cuenta que ha despertado una chispa de interés, y tal vez algo más. Por Navidades, María se lo dice abiertamente: “A fuerza de imaginación distraigo mi pena de no verle.”[16] Tal vez hubo otra visita por entonces. El caso es que a principios de 1877, se acentúa una tonalidad inequívoca: “Yo también el último domingo al pensar constantemente en… ya sabe Vd. en quién verdad?”[17] María Machado está enamorada. Giner no es un hombre fácil, como ya ha descubierto. En los pocos encuentros que han tenido, ha encontrado tiempo para pintarle a María cuál es su mujer ideal. María intuye que no está a la altura, que es sólo una vulgar tontita. Pero él la sermonea una y otra vez y la injusticia, de la que María se queja, parece compensada por el hecho de que Giner, tan lejos, y con un proyecto importante entre manos, no la olvida.
El amor no le impide a María ver la realidad. “Vd. no aprecia a las gentes sólo por sus buenas cualidades, sino que a veces olvida estas y las menosprecia por sus vulgaridades.”[18] Ese afán de distinción, esa pose estetizante, elitista, es la clave de muchas cosas en Giner y en lo que a partir de ahí será el “institucionismo”. María ve el defecto, lo diagnostica certeramente y se da cuenta del fallo moral que encubre. Giner no juzga a la gente según una moral llana. Aplica un criterio estético –la distinción, la antivulgaridad-, de la que es el árbitro único. Ante eso, ¿cómo sentirse segura? ¿Estará ella a la altura de esa distinción en la que Giner se envuelve como en un escudo?
Por su parte, la relación de Augusto con Juana Lund no acaba de arrancar. Juana no debió de ver claro su relación con aquel hombre poco equilibrado. Además, en el fondo de la relación late un propósito masculino, muy de señoritos de la época, forrado, eso sí, de filosofía krausista. Ya lo hemos dicho: Augusto y Giner van a emparentar al casarse con dos primas, y lo que están proponiendo a María y a Juana es algo más que un matrimonio. Es una especie de falansterio en el que las mujeres deben ser reeducadas para servir de compañeras fieles y amables de unos hombres dedicados al advenimiento del Ideal. Augusto, que no solía medir demasiado sus palabras, debió de describir a Juana aquel proyecto como si fuera el colmo de la felicidad. Juana, como es natural, puso tierra por medio.[19]
Giner no se lo perdonó. Giner exige una lealtad absoluta, sin fisuras ni dobleces. Claro que en un hombre el desvío puede ser signo de independencia, de carácter. Eso a Giner puede llegar a hacerle gracia. En una mujer, es inadmisible. La que no quiera rendir pleitesía será borrada del mapa de sus relaciones. El caso de Juana está listo para sentencia. Giner ya se ha enterado de la vida sentimental de Juana y le ha escrito recordándole sus amoríos anteriores con un tal Espinosa, un ingeniero. Además, hay que contrarrestar su posible influencia en María. Giner se dedica a criticar a Juana en las cartas que le manda a ésta. María sabrá pronto lo cotilla y entrometido que es el novio que se ha echado. Juana será expulsada del peculiar paraíso de Giner. Juana, ha sentenciado Giner en carta a María, “no merece ser feliz”.[20]
Giner se ofrece con el mismo impudor a la comunidad ideal de espíritus selectos que empieza a dar forma en Madrid. Él mismo lee las cartas de María a algunos de sus amigos, e incluso a algún discípulo más joven. Cuando María se entera, le pide que no lo siga haciendo. Su cariño requiere una forma de intimidad que Giner –que tanto utiliza la palabra- no conoce, y que tal vez no le gusta o le da miedo. Como para contrarrestar estas malas impresiones que se van acumulando, Giner recurre a un procedimiento muy krausista y, como krausista, de fuerte matiz clerical: una confesión general de su vida. María no disimula su satisfacción. Incluso enseña la carta a su Juana y a su madre. La confesión era, evidentemente, una novela. Entonces María le cuenta su vida. Le habla de sus dos únicos amores: un muchacho “materialista”, al que no se atrevió a desengañar hasta que volvió rico de América, y otro muy guapo que no consiguió enamorarla de verdad.[21]
A la novela de Giner, María contesta con otro cuento, esta vez con moraleja. María se ha dado cuenta que Giner no se sentía muy seguro. Era de natural coqueto y presumido, pero su edad, la delgadez, la más que incipiente calvicie y el aire profesoral no le ayudaban mucho. Tardó mucho en mandarle una fotografía a María. Incluso prefería mandarle algunas de sus sobrinos y de sus discípulos. Pues bien, María ya se lo ha dicho con claridad. Prefiere al profesor expulsado de la Universidad, sin sueldo fijo –él le ha dicho que cobra unos 16.000 reales al año: se deduce que Giner ha mentido a María-[22] y 37 años de edad, a todos los mocetones guapos y ricos, e incluso bilbaínos, que se le pongan por delante.
Ya está todo dicho. Ahora hay que pedir la autorización del padre de María para consolidar unas relaciones destinadas al matrimonio. Giner se las arregla para no dar la cara. María se encargará del asunto. Su madre está de acuerdo, pero su padre no parece muy convencido. Primero María recibe unas evasivas, luego una negativa formal: “(Mi padre) no piensa que yo pueda compartir las vicisitudes a que su profesión de Vd. y sus ideas le harán sufrir toda la vida (…).”[23] El padre de María Machado no era un ultramontano troglodita. Era de familia progresista, y él mismo hacía profesión de liberal. Se había ido del País Vasco durante las guerras carlistas. En su casa se leía El Imparcial, un periódico templado pero nada reaccionario. Eso sí, era un burgués rico. Había educado a su hija espléndidamente. María sabía todo lo que una señorita bien de su época debía saber, y había tenido acceso a libros, personas e ideas avanzadas. A su padre ni se le pasó por la cabeza que María echara a perder una educación tan sofisticada casándose con alguien como Giner, un intelectual que a los 37 años no tiene escrita ni una sola obra importante, sin propiedades, ni un puesto en la administración, ni siquiera la garantía de un sueldo fijo. El padre de María, con los pies bien plantados en el suelo, resultó inmune al encanto de Giner.
También era una forma de poner a prueba al posible yerno. Claro que habiendo conocido al padre de María en sus primeras visitas de octubre de 1876, Giner debió de comprender que aquel hombre estaba fuera de su alcance. Jamás se dirigió a él directamente. Todo quedaba en manos de María. Giner volcó sobre ella el peso de la relación. Era lo que necesitaba el padre de María para esquivar el compromiso. ¿O lo que iba buscando el propio Giner? Durante el verano, los Machado se van a Francia, a pasar los meses de verano en un balneario. María se aburre. Recibe otro sermón, uno más, de Giner pero ya no se los toma en serio y le contesta con alguna broma. Lo malo es que a Giner no le hacen ninguna gracia las bromas hechas a costa suya. Entonces María decide aclarar las cosas.
“Amigo mío: cuanto más leo su carta del 18 [de septiembre], la encuentro más incomprensible a pesar de que en ella casi veo confirmada mi preocupación constante de que Vd. aprecia en mí el ideal que su imaginación se había formado y que quizás ha llegado el momento para Vd. en que se ha dicho: María no es la mujer que yo me había figurado. Casi, casi la carta de Vd. encierra un reproche en la confianza que yo tengo en sus ideas y en su carácter que creo conocer como el mío propio.
“Giner, yo he estimado en Vd. la rectitud, la verdad, el desinterés y la abnegación por sus semejantes y me parece que todo esto no son fantasías. Lo que sí he creído siempre es que Vd. necesitaría una compañera llena de méritos que pudiera enorgullecerle, y si yo tengo en vez de méritos, defectos, tampoco he tratado de ocultarlos. Tiene Vd. muchísima razón de que ambos debemos procurar conocernos mejor porque si cuando ya no hubiera remedio comprendiera yo que no le hacía a Vd. feliz como me he imaginado que debe Vd. serlo me moriría de pena. (…) Quizás este invierno vayamos a pasarlo a Andalucía y creo que pronto podré decirle lo que se decide. Entretanto yo le escribiré a Vd. cartas más largas que hasta aquí. No quiero concluir esta sin decirle que equivocadamente puse ayer la fecha 19 siendo 20 porque no quiero que en su próxima carta pierda Vd. el tiempo echándome un sermón por las fechas.”[24]
Hay algo más, que ya ha aparecido y que a partir de ahora será más y más importante. Es el trabajo en la Institución Libre de Enseñanza, y el papel que Giner se ha reservado en ella. La formación de sus discípulos, esa muy peculiar relación que establece con ellos, le absorbe cada vez más. Así se lo hace saber a María. Al lado de esos chicos tan simpáticos y tan buenos mozos, él no da la talla. María, que entiende perfectamente que Giner se está evadiendo, le contesta llamándole presumido y luego, con más dureza: “Me parece mentira que Vd. me escriba tales insustancialidades”.[25]
María se equivoca. Ni son insustancialidades, ni, como le ha dicho una carta anterior, “filigranas impropias del carácter de Vd.”[26] Es lo más importante de la vida de Giner. Frente a eso, María cuenta muy poco. Lo que de verdad le importa a Giner es la formación y la dirección espiritual de sus chicos. Un episodio de la vida de Joaquín Costa aclara cómo entendía su misión el propio Giner. Costa había llegado a ser profesor auxiliar de la Universidad de Madrid durante la Revolución. La pierde poco después, en solidaridad con Giner. En aquellos primeros años en que empieza a ejercer su magisterio, Giner fue un auténtico padre para él, el guía y el maestro que Costa siempre echó de menos. En 1876 Costa ha conocido a Concepción Casas, una muchacha de Huesca de la que al principio no conseguía olvidarse y que ha acabado despertando en él “una verdadera pasión”. Pero el padre, “aunque médico y catedrático, es ultramontano intransigente”.[27] En otras palabras, ni aprueba las relaciones de su hija con Joaquín Costa, que goza ya de un prestigio heterodoxo, ni está dispuesto a dar permiso para el matrimonio.
Algún tiempo después, Joaquín Costa le escribe a Giner: “Vd. que posee el don de consejo, y que es acaso mi único amigo, habrá de tomarse el trabajo de asistirme con sus luces.”[28] Costa ya ha actuado por su cuenta. Intenta engañar al padre de la novia falsificando un epistolario que quiere demostrar que en el fondo él es bueno y sigue las indicaciones de un supuesto confesor. Ni que decir tiene que el padre de la novia no se traga la broma. Con mejor humor que Costa, contestará a la superchería de éste: “Como soy católico, apostólico, romano rabioso, ultramontano, como se dice, y, por tanto, hijo sumiso de la Iglesia, partidario del Syllabus, infalibilidad del Papa, etc., de ahí que me haga mal y deplore, que tan simpático joven, a quien mi corazón busca, mi cabeza rechace.”[29] Ya que Costa se ha refugiado en la ideología, el Sr. Casas no tiene más que seguirle el juego. Pero como en el caso de Giner, es seguramente la posición social, y sobre todo el carácter del novio lo que ha guiado la decisión del padre. El propio Costa se encarga de darle la razón, al escribir y mandar a su ya ex novia un escrito insultante para ella y su familia.
Entonces llega la respuesta de Giner. Costa, abrumado por lo ocurrido y por el contenido de la carta, escribe: “Usted no es un hombre. Es una categoría.”[30] Y es que Giner le ha descrito puntualmente, en lo que él mismo llama “sermón” y “reprimenda”, “el verdadero modo de hacer el amor”. Ya hemos visto dos formas krausistas de hacer el amor: el amor arrebatado e imprevisor de Krause (el modelo de Nicolás Salmerón), y el muy reposado y calculado de Julián Sanz del Río. Giner hubiera considerado una vulgaridad eso de casarse con una rica de pueblo, como hizo su “maestro”. Tampoco le gusta el primero. Su proyecto de tercera vía es eminentemente racional. El matrimonio es una de esas asociaciones destinadas al cumplimiento de uno de los fines de la vida. No tiene nada que ver con un relámpago o un incendio ajenos a nuestra voluntad. Es un proceso gradual que empieza con la simpatía, sigue con la complacencia en las representaciones de la fantasía, se va encendiendo con la frecuencia del trato y sólo al final, entonces sí, tal vez llegue a ser pasión y demencia. Ahora bien, en este proceso gradual, “siempre somos (esto es, debemos y podemos ser) libres para detenernos, cuando el pensamiento y el sentimiento sanos nos advierten de que no caminamos derecho”. El error de Costa es no haberse detenido a tiempo. Es decir, enamorarse sin saber cómo era “esa señorita”. Le recomienda que busque otra compañera y se ocupe “más de educarla y formarla con arte que de enamorarla”.[31]
Es natural que el pobre Joaquín Costa llegue a pensar que más que un hombre Giner es “una categoría”.[32] No sabemos si se atrevió a decírselo. En su siguiente carta Giner desliza una confesión que el discípulo debía apreciar en lo que valía: “Conozco por experiencia ese género de contrariedades; y con ellas lucho ahora mismo, con la diferencia de que yo voy a tener 40 años, y Vd. no tiene 30. Esto es, yo comienzo a dudar de poder resolver mi asunto; y Vd. se casará con esa señorita o con otra.”[33] La raíz de esas dudas, ya se la ha explicado antes: “A la oposición de los padres, doy ciertamente valor: es una contrariedad que tengo motivos personales para conocer. Pero si la mujer responde a nuestros sentimientos, esa oposición se desvanece siempre; cuando no, si puede amargar y detener el matrimonio, es impotente para impedirlo.”[34] En otras palabras: en lo que respecta a su asunto, la decisión le corresponde a María Machado. Es el mismo sistema de selección de sus discípulos, aplicado esta vez a la mujer con quien pretendía formar esa asociación para el cumplimiento de la vida vulgarmente llamada matrimonio. (Continará)
Ilustración: Giner, Manuel B. Cossío y su esposa Carmen López Cortón (h. 1900)
[1] Carta a Giner, 4 de agosto 1877, Azcárate, P. de (1967), p. 296.
[2] Jiménez-Landi, A. (1996), t. II, p. 62.
[3] Sobre Antonio Machado Núñez, Álvarez Lázaro, P. y Vázquez-Romero, J. M. (2005), p. 159.
[4] Carta a Giner, 7 de julio 1875, Jiménez-Landi, A. (1996), t. II, p. 229.
[5] Para la relación de amistad de Emilia Pardo Bazán con Giner, ver Bravo-Villasante, C. (1962) pp. 52-57.
[6] Carta a Giner, 7 octubre 1875, Faus Sevilla, P. (1986), p. 209.
[7] Carta a Giner, 7 octubre 1875, Faus Sevilla, P. (1986), p. 210.
[8] Faus Sevilla, P. (1986), p. 88.
[9] Carta a Giner, 7 octubre 1875, Jiménez-Landi, A. (1996), t. II, p. 105.
[10] Carta a Giner, 7 octubre 1875, Jiménez-Landi, A. (1996), t. II, p. 105.
[11] Carta a Giner, Jiménez-Landi, A. (1996), t. II, p. 107.
[12] Jiménez-Landi, A. (1996), t. II, p. 108.
[13] Jiménez-Landi, A. (1996), t. II, p. 110.
[14] Carta a Giner, Faus Sevilla, P. (1986), pp. 228-231.
[15] Carta a Giner, 7 diciembre 1876 (1996), Jiménez-Landi, A. (1996), t. II, pp. 110-111.
[16] Carta a Giner, Jiménez-Landi, A. (1996), t. II, p. 110.
[17] Carta a Giner, 11 de marzo 1877, Jiménez-Landi A. (1996), t. II, p. 148.
[18] Carta a Giner, Jiménez-Landi, A. (1996), t. II, p. 149.
[19] La vida amorosa de Augusto González Linares, sumamente novelesca y atormentada, tiene la particularidad de compartir el amor más o menos platónico de tres mujeres de carácter (Juana Lund, Emilia Pardo Bazán y Concha Ruth Morell) con Pérez Galdós. Ver Faus Sevilla, P. (1986), pp. 109-110.
[20] Carta a Giner, Jiménez-Landi, A. (1966), t. II, p. 172.
[21] Jiménez-Landi, A. (1996), t. II p. 152.
[22] Jiménez-Landi, A. (1996), t. II, p. 349.
[23] Jiménez-Landi, A. (1996), t. II, p. 157.
[24] Carta a Giner, 21 septiembre 1877, Jiménez-Landi, A. (1996), t. II, pp. 170-171. Los términos “ideal” –ideal que María Machado se da cuenta pronto que no puede cumplir- y “sermón” –que empieza desde las primeras cartas- aparecen repetidas veces a lo largo de todo el epistolario. Giner se ha propuesto un “ideal para la vida” y permanece fiel al tono clerical característico de la escuela krausista.
[25] Carta a Giner, Jiménez-Landi, A. (1996), t. II, p. 173.
[26] Carta a Giner, 21 septiembre 1877, Jiménez-Landi, A. (1996), t. II, p. 171.
[27] Carta a Giner, 11 enero 1878, Costa, J. (1983), pp. 30-31.
[28] Carta a Giner, 11 enero 1878, Costa, J. (1983), pp. 30.
[29] Cheyne, J. (1972), p. 96.
[30] Borrador de carta a Giner, 15 enero 1878, Costa, J. (1983), p. 37.
[31] Todas las citas, carta de Giner a Costa, 13 enero 1878, Costa J. (1983), pp. 32-35.
[32] Borrador de carta a Giner, 15 enero 1878, Costa, J. (1983), p. 37.
[33] Carta de Giner a Costa, 21 febrero 1878, Costa J. (1983), p. 39.
[34] Carta de Giner a Costa, 13 enero 1878, Costa J. (1983), pp. 34.