Manuel Azaña. Un nihilista en el poder
El próximo 3 de noviembre, el Congreso de los Diputados realizará un homenaje a Manuel Azaña, Presidente de la Segunda República y fallecido ese mismo día, hace 80 años, en la localidad francesa de Montauban. El homenaje ha logrado la casi unanimidad. Reúne a todos los diputados y grupos de la Cámara, excepto los de Vox, que con sus 52 escaños se ha opuesto al acto. Al celebrar la memoria de Azaña, la Cámara celebra una versión idealizada de la Segunda República y, como el acto es esencialmente político, también pone en escena una visión idealizada de nuestra democracia. Se corrobora así lo que ya sabíamos. Con el tiempo, el personaje se ha ido convirtiendo en uno de los referentes de nuestra democracia, uno de esos elementos, por así decirlo, que los franceses llaman lugares de memoria.
El proyecto político de Manuel Azaña consistió por lo fundamental en instaurar la democracia en nuestro país. La Monarquía constitucional de 1876 había fracasado en el intento y abrió el paso a una dictadura militar en 1923. El fracaso del regeneracionismo autoritario de Primo de Rivera llevó a la proclamación de la Segunda República en 1931. Pronto Azaña llegó a la Presidencia del Gobierno y desde allí asumió el liderazgo del proyecto. El eje del experimento debía ser, para él, el Parlamento y el sufragio universal. El instrumento fundamental consistía en la participación de los socialistas. Asociados con los republicanos, los socialistas articularían una mayoría social capaz de sacar adelante la democracia, transformar en ciudadanos a unos españoles ajenos a la política y marginar ese brote irreconciliable con la vida civilizada que era el anarquismo.
La democracia exigía la separación de la Iglesia del Estado, algo que Azaña realizó en muy poco tiempo. La nueva situación traía aparejada una ampliación de la enseñanza pública, que también se puso en marcha en los dos años que gobernó Azaña. Y requería una reforma agraria que acabara, o al menos empezara a paliar las desigualdades de buena parte del campo español, allí justamente donde había prendido (además de en algunas zonas urbanas, como en Barcelona) el anarquismo. También había que reformar el Ejército, de lo que se encargó el propio Azaña desde su cargo de Ministro de Guerra.
Otra de las claves de la democracia azañista fue el intento de solucionar el problema catalán. Azaña, tan francófilo, se alejó en este punto de cualquier jacobinismo y ofreció a los nacionalistas catalanes la misma oportunidad que a los socialistas. Integrarse y participar en la democracia contribuyendo a fundar, no ya sólo un régimen político, sino una nueva España. Esta nueva España rectificaría la gigantesca digresión histórica que desde Carlos V nos había apartado de la construcción de un régimen nacional y nos había llevado a extraviarnos en un sueño imperial y luego en una monarquía liberal ajena a la esencia misma de lo español, que los dos habían traicionado. La democratización implicaba por tanto ese otro gran proyecto de fundación de una España nueva de la que Azaña soñó con convertirse en el símbolo vivo. Es el motivo profundo de su ambición por alcanzar la Jefatura del Estado. Lo consiguió en mayo de 1936 aunque lo que presidió, como es bien sabido, no fue una España nueva, sino un bestial enfrentamiento entre compatriotas con centenares de miles de muertos y la destrucción de buena parte del país. En este punto, los padres de la patria reunidos en el Congreso el próximo recordarán la célebre invocación de la paz, la piedad y el perdón del Azaña último y ya enfermo que se ofreció él mismo en sacrificio ante una patria eterna, conformada por lo más sagrado: la tierra y los muertos.
Este es el retrato ideal de un Manuel Azaña que a su vez sintetiza los rasgos de una República idealizada, que por su parte resume las aspiraciones más ideales de quienes participarán en el homenaje del martes. El problema es que apenas se corresponden con la realidad, ni siquiera con la visión que el propio Azaña, personaje complicado donde los haya, tenía de sí mismo y de su República. Lo más noble está sin duda, en las palabras de compasión y perdón del final. Conviene contrastarlas con su total descreimiento de lo que la República podía representar para una futura reconciliación. “Quemar la letra y la solfa de las representaciones caducadas” fue la recomendación que le hizo a un conocido, ya en el exilio. Es coherente con los terribles diarios de guerra que reflejan la brutalidad a la que se llegó en el bando “republicano”. En julio de 1936, Azaña había dado por acabada la República, y desde septiembre de aquel mismo año dio por perdida la guerra.
La ejecutoria anterior no sale mejor parada. El sueño de una nueva España acabó con la sublevación de la Generalidad en 1934, que se prolongaría en su guerra contra el Gobierno central republicano. Pocas páginas más duras se han escrito sobre la mezquindad y la doblez del nacionalismo catalán que las de Azaña en sus años de gobierno. El proyecto de integrar a los socialistas fracasó igualmente en octubre de 1934, cuando los amigos de Azaña encabezaron un levantamiento violento contra el régimen democrático, en particular en Asturias. Azaña lo sabía, por mucho que se empeñara en reconstruir la coalición en esa alianza imposible que fue el Frente Popular.
El mismo Azaña contribuyó a desbaratar su reforma militar: la republicanización del Ejército tropezó en las palabras y los gestos del Ministro. No hubo reforma agraria, que el propio Azaña no creía posible como no fuera en una situación abierta y violentamente revolucionaria. El esfuerzo en la enseñanza no logró crear una escuela nueva, en parte porque la República carecía de los medios necesarios para tal esfuerzo, y en parte porque el virulento anticlericalismo republicano, permitido y atizado por Azaña, alejó a los católicos del proyecto. Cuando estos empezaron a organizarse en un partido nuevo, el gobierno Azaña les aplicó una ley de defensa de la República destinada a acallar cualquier discrepancia. La represión se cebó en los partidos, los periódicos y, más duramente, en el anarquismo, ante el que Azaña no supo hacer otra cosa que recurrir las fuerzas del orden. La República de Azaña se configura así, en sus propias palabras, como un régimen de intransigencia radical, del que quedan apartados todos aquellos que no comulgan con la religión laica y nacionalista profesada por el Presidente del Gobierno.
Ni siquiera rescata a Azaña una impecable ejecutoria democrática. Jamás se esforzó por construir un auténtico partido moderno, de masas, lo que le llevó a depender de los socialistas. Cuando perdió las elecciones, en 1933, intentó por dos veces que Alcalá-Zamora las anulara. Y cuando asumió la Presidencia del Gobierno en febrero de 1936, lo hizo con plena conciencia de que los resultados electorales no eran tan favorables al Frente Popular como se andaba propalando desde la izquierda. El demócrata radical, el republicano intransigente, no podía dejar atrás los resabios oligárquicos del liberalismo del que tanto renegó. Como buena parte de su generación, nunca entendió lo que es la democracia.
Hoy en día, todos, hasta el sectario más ciego, conocemos esta historia. El acto del Congreso no es por tanto un homenaje a las raíces de la España democrática. Es un homenaje a un proyecto político que hizo imposible la democracia liberal en nuestro país y condujo a la sociedad española a las puertas de la Guerra Civil. Si nos gustan las emociones fuertes, diremos que prolonga la guerra, al menos en idea. Y si queremos ser menos tremendistas, recordaremos la antigua constatación según la cual las guerras civiles no terminan nunca. En vez de reunir a una sociedad en torno a su historia, el homenaje profundizará en las viejas heridas y abrirá más divisiones. En eso consiste la Ley de Memoria Democrática (sic) en la que esta celebración se inscribe.
AZAÑA. 1880-1940
Azaña murió relativamente joven, a los sesenta años. Sufría una enfermedad de corazón agudizada por la tensión a la que se vio sometido durante la Guerra Civil y probablemente desde la proclamación de la República en 1931. Hijo de una familia liberal y acomodada de Alcalá de Henares, estaba destinado a formar parte de la oligarquía de una Monarquía constitucional enfrentada al problema de su democratización. Una crisis espiritual le llevó a retirarse durante siete años a su ciudad natal, que él llamaba su “pueblo”. Salió de la depresión en 1911, reconvertido al regeneracionismo, con simpatías por el socialismo y dispuesto a dejarse deslumbrar por la Tercera República Francesa. La interpretó, erróneamente, como un régimen radical.
En esa República idealizada encontró la patria que había estado buscando desde su crisis de juventud y que no había hallado en su país ni en su “pueblo”. Permanecería fiel a ese gran amor, aunque este le defraudó en 1919, cuando los electores franceses votaron a la derecha. Desde aquel momento, la realidad importó poco aunque Azaña era demasiado inteligente, y había tenido una formación demasiado rigurosa, como para ignorarla. En su país, pasó por el Partido Reformista, aquel intento de democratizar la Monarquía. Nunca creyó de verdad en el experimento, aunque su afición a la política le llevó a implicarse en alguna campaña electoral. Su oposición a Primo de Rivera fue activa, pero reducida a lo discursivo y minoritario.
Muy decimonónico, Azaña era un hombre del Ateneo madrileño. Ni siquiera creía que la República podía llegar, como llegó por fin el 14 de abril, y tan importante o más que la acción política fueron para él su prosa y sus escritos, de los que los diarios de tiempos de gobierno y de guerra son la expresión más acabada. Fue, sin duda, un prosista extraordinario. Este es el personaje atormentado, hipersensible, de fondo diletante y nihilista, que el Congreso celebrará el martes como un modelo de virtudes cívicas.
La Razón, 01-11-20