Comunismo. Cien años
Vsevolod Balystky fue uno de los primeros miembros de la Checa, la policía secreta soviética. En 1919 publicó un poema en la revista Izvestia: “Allí, cuando la vida pasada era tan alegre / Corre el río de sangre / ¿Y qué? Allí donde fluye / No habrá compasión / Nada os salvará, ¡nada!”. Unos años después –según cuenta la historiadora y periodista Anne Applebaum-, Balytsky, por entonces miembro de la policía secreta en Ucrania, contribuyó a organizar los arrestos y las perquisiciones que resultaron en tres millones de personas muertas por hambruna. Cuatro años después, en 1937, Balytsky fue fusilado.
La vida de Balytsky es un buen resumen de la historia del comunismo. Está la fascinación por la destrucción pura, heredada del nihilismo que se abrió paso cuando se extinguió la fe religiosa y la confianza en la ciencia, a finales del siglo XIX. Está la voluntad de poder, el poder sin límites propio de una religión política que requiere sacrificios humanos a una escala desconocida hasta entonces. Está el terror como método sistemático, heredado de la primera revolución totalitaria, la francesa de 1793, y están el empobrecimiento, la disfunción a gran escala, la imposibilidad de mantener la ficción si no es mediante la represión pura.
Falta alguna referencia al inicio del pensamiento utópico, esa ilusión que embargó a los europeos –y a partir de ahí a otros muchos- y que, por primera vez en la historia de la humanidad, postulaba un paraíso al alcance de la mano. También falta –aunque está “Izvestia” y la poesía…- la fabulosa capacidad propagandística del comunismo con la bandera del “antifascismo” al frente, tan bien analizada por François Furet.
La ilusión se derrumbó en 1989 y el régimen soviético desapareció dos años después. La alucinación colectiva, causante de entre 60 y cien millones de muertos, pareció desaparecer. No lo ha hecho del todo, sin embargo. Parece que el totalitarismo, una vez se ha hecho presente en las sociedades humanas, ya no se va. Queda la tentación de creer que otro mundo es posible y queda, a partir de ahí, la obcecación fanática, alimentada en las aulas y las academias de unas sociedades inmensamente ricas, según la cual la realidad no importa y nada afecta al fondo de la ilusión.